5. Maravillosas dalias

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Dos días después de que me diesen el alta, llamaron del hospital. Los resultados de la biopsia estaban listos. El hecho de que mi neumólogo no hubiese esperado a la cita que teníamos programada para ver los resultados no dejaba espacio para las buenas noticias. Eso lo teníamos claro todos, pero nadie se atrevió a expresarlo en voz alta.

-¿Quieres venir? -me preguntó mi padre, por cortesía, más que nada.

Estaba de pie, al lado del teléfono. Prefería que no lo acompañase. Negué con la cabeza desde la silla de la cocina. Por nada del mundo quería escuchar cómo me decían que iba a morirme. Vi el alivio de sus facciones y, aunque trató de mostrarse sereno, era obvio que se temía lo peor.

-Bueno... -murmuró- ¿segura?

-Claro -contesté. Sentía la presión de negarme, incluso de pedirle que no fuese al hospital. Prefería no saber qué llevaba dentro del pecho.

Lo seguí hasta la puerta principal. Estaba inquieta. Le di un beso en la mejilla, sonrió en un intento vano de parecer tranquilo y luego se fue. Me quedé de pie en el vestíbulo, con la mirada fija en los pies, hasta que escuché como arrancaba el coche. Antes de aquello, hubo un largo instante de silencio. Me lo imaginé sentado tras el volante, tratando de pensar qué debía hacer ahora. Ya sabía qué le diría el médico cuando llegase. Era sólo cuestión de posponer el momento fatal. Pensé que yo no hubiese sido capaz de ir hasta la consulta y permanecer de una pieza hasta el final. Era demasiado débil. Quería llorar a lágrima suelta toda la carga que tenía encima, pero todavía no había sido capaz. Aún lo estaba asimilando todo, reteniéndolo. Me di la vuelta maquinalmente y comencé a andar hacia el estudio de mi madre. Necesitaba tenerla a mi lado, aunque fuese por unos minutos.

La puerta blanca estaba cerrada. No tuve valor para abrirla. Una fuerza mayor que yo me impedía hacerlo. Pensé en el cáncer, en lo que implicaba estar tan enferma. Me imaginé que tenía un tumor metido en el pecho. Crecía cada día más y más, hasta que llegaría el momento en el cual no cabría en mi cuerpo. La corriente de aire del pasillo me dio un escalofrío. Tuve miedo de morir. No quería que mi padre hiciera desaparecer mi recuerdo de la faz de la tierra, como hizo con mi madre. Tiraría mis fotos, mis dibujos y borraría cualquier indicio de mi existencia. Apoyé las manos sobre la madera. Casi nunca iba a su estudio. Había entrado allí contadas veces a lo largo de los años, como cuando mi padre empezó a salir con Mary, o cuando Robert se mudó al campus. Sólo cuando me sentía demasiado sola.

-¿Evolet? -la voz de Richard me rescató de mis pensamientos - ¿Qué haces?

-Nada -inspiré por la nariz. Estaba temblando.

Richard me miraba desde la puerta de su cuarto. Era una sorpresa que estuviese en casa a esas horas de la tarde. Salía un poco de humo de su habitación y casi parecía asombrado por mi presencia. Creía que estaba solo.

-¿Vas a entrar? -preguntó acercándose a mí. Me aparté de un salto y me puse a juguetear con la gasa que me cubría la herida de la biopsia.

No esperó una respuesta de mi parte. Yo no era la única que usaba el taller como refugio. También lo hacían mis hermanos. Y es que ese era el único lugar de la casa en el que se podía recrear el ambiente en el que nos crio nuestra madre. Se adelantó un paso, sin ningún atisbo de dudas, y abrió la puerta de golpe. Nos quedamos en el umbral, como si la magia de nuestra madre aún flotara en el aire y temiésemos mancillarla.
Primero entró él, lo imité unos segundos después, con una mano en el pecho. Sentí mis pulsaciones aceleradas.

No había cambiado mucho en esos ocho años. Mi padre había metido allí sus cosas. Ahora, las cajas se amontonaban sobre la moqueta empolvada. Me asomé a la ventana. Desde allí podía ver las maravillosas dalias de los vecinos. Richard miraba a los narcisos, sequísimos, melancólico. Estaba embobado, como le pasaba siempre que fumaba. Estaba convencido de que sabía manejarlo sin problema, pero se le notaba mucho. Acarició el respaldo de la silla en la que se sentaba nuestra madre y se miró los dedos.

-He estado pensando -dijo como si susurrara.

-¿En qué?
Pasé la mano por los cristales para quitar el polvo.

-En mamá.

-Yo también -admití. Aunque nuestros pensamientos debían de haber sido muy diferentes. Yo la necesitaba conmigo en ese momento, ¿y él?
Mi hermano se paseaba por el mismo suelo en el que yo solía dibujar. Pasó por delante de una pila de cajas de cartón, fingiendo que no estaban llenas de recuerdos.

-Es como si últimamente estuviera aquí.

El vecino salió a su jardín en bañador. Solía espiarlo desde aquella ventana, las veces en las que decidía pasar un rato en el estudio. Seguro que él no se daba cuenta. Me pareció extraño lo que acababa de decir Richard. Llevaba tantos años sin sentir la presencia de mi madre, que apena recordaba cómo era su voz. Me avergonzaba de ello.

-No tienes que estar asustada -me dijo-. Todo va a salir bien.

No esperaba que se lo tomase con tanta seriedad. Había que admitir que nuestros caminos se habían separado bastante, desde que éramos niños. Primero yo no podía acompañarlo a jugar con los chavales del vecindario, porque eso estaba prohibido para mí. Más tarde él empezó a relacionarse con ese grupo de hippies que no hacían más que acapararlo. Para entonces apenas intercambiábamos dos palabras, los días que llegábamos a vernos. Nunca le había preguntado si era feliz de aquel modo y sabía que él me mentiría.

-Gracias -le dije, tomándome un momento para apreciar lo mucho que había cambiado en todo ese tiempo.

Estaba apoyado en la pared, cerca de la puerta, con sus rizos rojizos despeinados. Apretó los labios y se encogió de hombros. Ya no sabía qué más decirme. No pasaba nada, ya había dicho algo que tenía mucha importancia para mí. Unas horas más tarde, sus amigos vinieron a recogerlo en una furgoneta y no se dejó ver por casa durante la semana siguiente.

Mi padre no tardó mucho en volver y venía tan agitado que no tuvo tiempo de echar en falta a Richard. Mary también había terminado de trabajar y los dos se quedaron hablando delante del garaje, en voz baja. Cuando entraron, yo no me atreví a abrir la boca. Mary fue a ducharse, después de saludarme como de costumbre, y mi padre se quedó en la puerta, colgando sus llaves del gancho que había junto al perchero.

-¿Qué te han dicho? -le pregunté, incorporándome. Había pasado las horas muertas de la tarde tumbada en el sofá.
Él vino a sentarse a mi lado, casi arrastrando los pies.

-Todavía quedan algunas pruebas, Evolet. Van a hacerte un aspirado de médula ósea.

Y por cómo lo dijo, intuí que no podía ser bueno.

La estrella que más brillaHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin