23. Azalea blanca

5.1K 501 7
                                    

Al día siguiente me levanté por la madrugada, más enferma de lo normal. Vomité la escasa cena de la noche anterior entre escalofríos que se arrastraban por mi espalda provocándome arcadas. Volví a mi cama completamente descompuesta. Me tapé con las mantas y traté de conciliar el sueño otra vez. Unas horas después, mi padre vino a verme antes de irse a trabajar, como siempre. No había conseguido dormirme por culpa del frío repentino y el calor que me hacía sudar desmesuradamente.

—Sólo tienes un poco de fiebre —me dijo tras enviar a Richard a por un vaso de agua y una pastilla de Tylenol—. Por ahora no me preocuparía mucho. Destápate y duerme un poco —me aconsejó. Richard regresó con todo lo que le había pedido mi padre. Me tomé la medicina antes de que se fuera y luego me quedé sola en mi habitación oscura, apestosa y calurosa y helada a la misma vez. 

Escuché los pasos de Robert, que se acababa de despertar. Me concentré en los ruidos de la casa. Un portazo, la cafetera, el grifo del baño... Mi hermano vino a medirme la temperatura a media mañana. Mi padre había dejado instrucciones explícitas de controlarme cada cierto tiempo. Si la fiebre no remitía pronto, tendría que irme al hospital. Deseaba no llegar a ese punto. Robert abrió la ventana, para cambiar el aire, y se marchó. Yo cerré los ojos, tratando de conciliar el sueño. Cuando los volví a abrir, mi madre acababa de entrar en el cuarto. Se acercó a mí. No me moví. Me dio un beso en la frente. Tenía la sensación de que podía tocarla. Se dio la vuelta y caminó hacia el escritorio. Vi como sacaba una libreta de dibujos del primer cajón. Era la que solía utilizar durante el período que precedió a su muerte. La última en la que había dibujado en su estudio, junto a ella. Pasó las páginas rápidamente, hasta encontrar el boceto que ella había dejado a medio acabar.

—¿Te lo vas a llevar? —pregunté levantándome.
Me miró por encima del hombro, sus ojos grises, como los míos, me parecieron vacíos, como si no pudiese recordarla bien.

—No me lo quites —le pedí cogiéndola por un brazo. Me lanzó una mirada triste y, sin aviso, cogió su boceto y lo rompió en pedazos. 

Salió de la habitación. La seguí unos segundos más tarde, tras mirar los trozos de papel que ahora reposaban sobre la mesa. La encontré plantada en medio del pasillo. Vestía unos pantalones de cuadros, como los que solía llevar cuando trabajaba. La llamé a gritos, pero no respondió. Dudaba. Corrí a su estudio antes de que ella se decidiera a hacerlo. Abrí la puerta. Vacío. El cuarto estaba vacío. No quedaba ni la moqueta. Entré. Allí dentro, el aire era denso.

—¡No puedes llevarte todo! —grité. Lloraba de rabia. Me estiró hacia ella y me abrazó apoyando la mejilla izquierda sobre mi cabeza.

—Lo siento —murmuró con su voz fantasmal. Al oírla hablar, sentí que se me aflojaban todos los músculos del cuerpo. Era ella la que hablaba, mi madre. Llevaba tanto tiempo sin escucharla, que se me llenaron los ojos de lágrimas.

Lo notó al instante. Se separó de mí y me observó, acariciándome la cara. Necesitaba sentirla cerca, como si pudiese hacerlo todo más fácil. Me secó las lágrimas, que habían empezado a rodar, y me cogió de la mano, como cuando era una niña. Volvimos a mi habitación. Me acosté en la cama y me cubrió con una manta fina. Dejó una azalea blanca sobre mi cómoda.

—No te vayas aún —le pedí, en un tono lastimero. Ella me soltó la mano muy despacio, sin escucharme.

La fiebre siguió subiendo a lo largo de la mañana. Antes del almuerzo, Robert me llevó al hospital, tuvieron que ingresarme.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now