Epílogo

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Ese fue un otoño muy silencioso. Había algo de vacío en casa, al otro lado de la puerta cerrada de mi cuarto y era algo que no podía evitarse. Todo el mundo lo notaba, cuando pasaba por el pasillo y siempre había alguien que se decidía a abrir la puerta. Echaba una mirada dentro, para comprobar que todo siguiese igual. La cama la había hecho Robert cuando me ingresaron para la biopsia y así se había quedado, con el escritorio en la misma esquina de siempre y todos los libros que había intentado leer estando enferma encima. Desde mi ventana, podía verse el jardín, bien cuidado. Luego se cerraba la puerta y se alejaban los pasos.

Era el silencio, lo que volvía loco a todo el mundo. Lo escuchaba en todas partes, a todas horas. Incluso cuando toda la familia estaba en casa, porque el ruido se había marchado. No era yo la que lo llevaba, por supuesto. Pero era algo que teníamos los cinco y, cuando faltaba alguien, se percibía.

Mi padre lo tenía todo previsto, incluso antes de que ocurriese. Quiso comprar la parcela que había junto a la tumba de mi madre, en el cementerio, pero no llegó a tiempo, de modo que me enterraron lejos de ella. Era otra de las cosas que escapaban de su poder, como mi enfermedad, y simplemente no podía comprenderlo. Necesitó un tiempo para asimilarlo. Todos, en realidad. Era una transición. Debían aprender vivir sin mí, a entender que no pasaba nada. Podían ser felices, pese a todo.

Era un momento extraño, porque todos sabían qué pasaría, pero no esperaban que fuese a ser esa misma noche. A lo largo de agosto, Jennifer vino a mi casa en más de una ocasión. A veces mi padre quería oírla hablar de algo que hubiésemos hecho juntas, otras, sólo quería verla y recordar las tardes de cuando éramos pequeñas y nos dejaba tomar sopa de tomate en el sofá. Luego Jennifer admitió que no podía seguir con aquello y anunció que se marchaba. No lejos, pero se iría a vivir al campus, porque había decidido estudiar biología. A mi padre le costó mucho, escuchar eso. Se suponía que ese año yo también tendría que haberme ido a la universidad. Se despidió de ella delante de la entrada, como si fuese su hija, y ella se fue sin mirar atrás, con el corazón acelerado y la firme convicción de que no regresaría nunca.

Eso ocurrió en septiembre, cuando Richard rompió definitivamente con sus amigos, los hippies de la furgoneta. Se terminaron para él los viajes espirituales en medio del desierto y la gratificante actividad de abrazar secuoyas milenarias en grupo, después de haber consumido ácidos. Acabó la formación profesional y comenzó a hacer prácticas en un taller mecánico, donde pronto se ganó la simpatía de su jefe. Ese trabajo fue para él una forma de mantenerse centrado en algo. Le proporcionaba cierta estabilidad y podía tratar de pasar página por su cuenta.

El inicio de ese curso se hizo muy pesado para Robert. Pensó en aplazarlo, de algún modo, pero decidió afrontarlo. Se esforzó por integrarse tal y como lo había hecho siempre. Pasaba los fines de semana en casa y, por las noches, tanto él como Richard se quedaban muy callados, con las manos cruzadas sobre el pecho, queriendo decirse todo lo que no se habían dicho en esos años, pero ninguno de los dos se atrevía a hablar. Tener a James fue una gran ayuda, para Robert. A esas alturas, se olía a kilómetros lo que ocurría entre ellos, de modo que todos se vendaban los ojos cuando los dos se quedaban solos en la misma habitación. James tenía razón. No tenía por qué preocuparme. Él tenía la situación bajo control y cuidaba de mi hermano con tanta dedicación, que resultaba ser conmovedor. Era lo único que pedía para Robert, después de que se hubiese ocupado de mí durante tanto tiempo.

Mary no se atrevió a entrar en mi cuarto hasta noviembre. Se daba cuenta de que la casa comenzaba a tener más habitaciones cerradas que abiertas y se lo dijo a mi padre. Los dos se sentaron en mi cama, paseando la vista por el dormitorio. Eran las mismas paredes que me habían visto sufrir, el mismo edredón bajo el que me había refugiado en mis peores momentos y la mesita de noche, que solía estar llena de medicamentos. Parecía un recuerdo borroso. Mary le cogió la mano a mi padre y lo ayudó a ponerse en pie. Antes de salir, alisó las sábanas, para dejarlas tal y como estaban. Caminaron hasta el estudio de mi madre y mi padre creyó que no podría atravesar el umbral de la puerta, pero Mary le dio un leve empujón.

—Ven a ayudarme —le pidió.

Mi padre dio unos pasos tímidos hacia el interior, asombrado por todos los recuerdos que lo sacudieron en ese momento. Al igual que mis hermanos y yo, podía ver a nuestra madre sentada tras el escritorio. También podía verme a mí, más pequeña, dibujando en el suelo. Él y Mary pasaron toda la tarde en el taller, rebuscando entre las cajas. Al final mi padre se decidió por una fotografía en la que salíamos mi madre y yo. Antes solía estar en su cuarto, pero ahora quería que la viese todo el mundo. Recordaba haberla tomado en uno de los pocos viajes que habíamos hecho a la playa. A Mary le gustó mucho. No la había visto nunca antes. Acompañó a mi padre hasta el salón y se quedó a su lado, mientras él colocaba el marco en la librería. Era lo primero que se veía al abrir la puerta. Se quedaron mirándola un momento y mi padre se dejó envolver por el recuerdo de la brisa marina y el olor a sal que flotaba en el aire. Podía oír las voces de mis hermanos, risas a su alrededor. Mary lo sacó de sus pensamientos.

—A los chicos les va a encantar.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now