12. Nardos de plástico

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Volver a casa fue un verdadero alivio. La quimioterapia me había sentado como una patada en el estómago. Me pasé las dos primeras horas fuera del hospital vomitando la comida insípida que había comido durante esos días. Después de haberme lavado los dientes y la cara por enésima vez, salí del baño. Me crucé con mi padre en el pasillo, pero iba tan ensimismada que no le vi. Me cogió por los hombros para apartarme. Había algo de diferente en él. Lo veía más cansado, más involucrado en mí. Era casi como volver a unos años después de la muerte de mi madre, cuando tenía que arreglárselas solo para cuidarnos a todos.

—Voy a la cocina —dijo soltándome —, ¿tienes hambre?

Se me revolvió el estómago de tan sólo pensarlo. Negué con la cabeza rápidamente. Reanudó su marcha, imperturbable, lo seguí. Cuando llegamos, empezó a prepararse un sándwich. Me apoyé en el marco de la puerta, mirando como untaba mantequilla y apilaba lonchas de jamón y queso. Estaba demasiado ocupado como para percatarse de mi presencia. Habíamos pasado unos días terribles en el hospital. Llegó un momento en el que yo dejé de hablar por completo. Al final, mientras paseábamos por el largo corredor, yo sólo me colgaba de su brazo en un estado catatónico.

—Papá.

—Dime —murmuró sin mirarme.

—¿Te acuerdas del dibujo de mamá?

Levantó la cabeza y me miró por encima de sus gafas de montura anticuada. Sólo se las ponía para leer, ver la tele o, en ese caso, prepararse el almuerzo. Una rebanada de pan colgaba de su mano derecha. No necesitó que le diese más explicaciones. Lo recordaba perfectamente.

—Claro.

—Lo cogí yo —admití jugueteando con la tela de mi camiseta.

—Ya lo sabía —contestó, con un tono casi burlón. Terminó de prepararse el emparedado, restándole importancia al asunto. Yo llevaba días pensando en cómo decírselo. Me había cansado de ocultarlo.

—¿Cómo? —pregunté sorprendida. Creí que había guardado el secreto de forma excelente.

—No sé —metió el sándwich en un plato —, sólo lo imaginé.

—¿Quieres verlo?

Se lo pensó un momento. Llevaba ocho años sin ver los dibujos de mi madre. El impacto sería enorme. Prefería quedarse al margen y dejarnos a mis hermanos y a mí el gusto de entrar en el viejo estudio.

—En realidad, no.

Empezó a guardar los embutidos, nervioso.

—No quería que lo escondieras, como al resto de sus cosas.

—Sólo guardé todo en su taller —cerró la nevera—, no escondí nada.

—No podemos disfrutar de su recuerdo si está encerrado en una caja de cartón.

—Ya —cortó el sándwich por la mitad—, ¿quieres? —preguntó tendiéndome un pedazo.

Lo cogí suspirando. No entendía porque no podíamos poner las fotos de mi madre a la vista. Estaban cogiendo polvo en una habitación siempre cerrada. Ese era el mecanismo de autodefensa de mi padre. Cuando algo no le gustaba, fingía que no había ocurrido. Incluso en ese momento, mirándome el catéter del brazo, luchaba por negar las evidencias. No dudaba de que en el futuro se las arreglaría para eliminar ese capítulo de nuestras vidas.

Le di un mordisco al emparedado, mientras que mi padre se sacudía las migas de encima, tras haberse terminado el suyo. No quería comer. Aún sentía el sabor del vómito en la boca y la garganta. Ese trozo de pan me daba arcadas. Supuse que todo sería de aquel modo, a partir de entonces. Me daría tanto asco la comida, que se me haría cada vez más difícil la hora de sentarme a la mesa. No podía evitarlo.

—Luego tómate un vaso de zumo —me dijo mi padre antes de salir de la cocina.

Resignada, me senté en una silla. Miré los nardos de plástico que adornaban la mesa del desayuno con expresión ausente.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now