32. Lirios para mí

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Era extraño, pero, de algún modo, podía notar que estaba cerca del final. No sabía especificarlo, pero era algo que sentía en mis huesos, con la misma convicción que cualquier otro sentimiento real. Suponía que eso era lo que significaba morir. Faltaba apenas un mes para que cumpliese los dieciocho años y tenía claro que no volvería a mi casa. Ya no comprendía si estaba en una camilla o en la cama de mi cuarto. No distinguía la ventana del hospital de las vistas al jardín de mi casa.

Pasaba por largos períodos de somnolencia, luego recuperaba la consciencia y me daba cuenta de que mi padre estaba junto a mí, esperando a que ocurriese algo. Nunca estaba sola. Siempre había alguien conmigo en la habitación, como si todos se temiesen lo peor. Ansiaba la compañía de mis seres queridos, pero no quería ver a nadie ni que nadie me viese a mí. La mayoría de veces me tranquilizaba que alguien estuviese sentado a mi lado, ya fuese mi padre o alguno de mis hermanos. Era como si despertara de una pesadilla que no recordaba bien. Cuando Mary me veía inquieta, me apoyaba una mano en la frente y la otra en el pecho y se quedaba así, hasta que yo volvía a cerrar los ojos y se me relajaba la respiración.

Comprendí que sólo estábamos aguardando a la muerte. No necesité que nadie me lo dijese, pero el hecho de que el hematólogo apenas viniese a verme, no me daba muchas esperanzas. Cada día perdía más el control sobre mi cuerpo. No sabía cuándo me mearía encima y tampoco podía evitar los espasmos en los brazos y en las piernas. Respiraba por inercia.

—Voy a morir, ¿verdad? —pregunté, en una ocasión. No sabía cuánto tiempo había pasado en el hospital, pero me parecía demasiado.

Mi padre tuvo que levantarse, sin contestarme. Se dio la vuelta y salió del cuarto, secándose las lágrimas. Robert se quedó conmigo, hablándome en un tono conciliador.

—Quiero irme a casa —dije.

Todavía no había llegado a pedírselo a mi hermano y necesitaba que me escuchase, pero él no quería oírlo. Le temblaban las manos, mientras me acariciaba un brazo.

—Te estás agitando mucho. Tienes que descansar.

Me di cuenta de que me había puesto muy tensa y procuré relajarme un poco. Ya no quería estar allí. Por la tarde pedí que viniesen Jennifer y James. No habían venido mucho al hospital. Ellos habían querido, pero yo me había negado. No tenía ganas de hablar, ni de que nadie me mirase con lástima. Pero le dije a Robert que los llamase, de todas formas. Quería verlos un momento, que me contasen algo de lo que habían hecho ese día, al margen del hospital. No se negaron a venir, como hacía yo siempre que me ofrecían una visita. Creí sentirme un poco mejor, cuando los dos estuvieron en la habitación. También estaba mi familia y fue como regresar al primer Día de la Independencia que pasé enferma. Había pasado tanto tiempo de aquello, que había olvidado la mayoría de los detalles.

Por la noche, cuando me hube despedido de todo el mundo, mi padre parecía haberse tranquilizado. Se quedó conmigo, pero no dijo nada. Últimamente dormía casi siempre en el hospital. A veces lo sustituía Mary o alguno de mis hermanos. Pero eso sólo ocurría cuando estaba demasiado cansado. Recordaba que durante mis primeros ciclos de quimioterapia me había pedido que aprendiese a dormir sola, pero ahora no podía consentirlo. Lo prefería de aquel modo. Necesitaba a mi familia conmigo, en esos momentos.

Esa noche me dormí temprano, mucho antes que mi padre. Soñé que estaba en mi casa, otra vez. Iba en pijama y caminaba por el jardín. Era un día cálido, de pleno verano, e iba tapándome los ojos, para protegerlos del sol. Aun así, estaba bien. Pensé que vería a mi madre, pero ella no estaba allí. Me tomé mi tiempo para llenarme los pulmones de aire fresco y para sentir ese calor tan agradable, que parecía cubrirme por completo. Mi padre me observaba desde el balcón. Tenía las manos apoyadas en la barandilla y me llamaba. Me volví hacia él y pensé en volver a casa, pero un reflejo morado captó mi atención. Mi padre siguió llamándome, cada vez más asustado, mientras yo avanzaba hasta el otro extremo del jardín.

Decidí ignorarlo. Ya regresaría, pero ahora no era el momento. Tenía otras cosas por hacer. Y mi padre gritaba y me pedía que volviese. En ocasiones sonaba enfadado, en otras me rogaba. No lo miré ni una sola vez. Ni siquiera cuando noté el tirón en el brazo, ni cuando una fuerza superior me sacudió de pies a cabeza. Seguí andando y no paré hasta que llegué hasta la esquina en la que alguien había plantado todos esos lirios morados. Supe que, de algún modo, eran para mí. No pude evitar alegrarme, porque no aspiraba a nada más. Me arrodillé en el suelo, entre las flores, y las observé durante un instante. Luego levanté la cabeza. Mi padre seguía aferrado a la barandilla del balcón, pero ya no gritaba. Había estado llorando y nos miramos el uno al otro. Lo saludé con una mano y sonreí.

—¡Estoy bien! —grité.

Y él se derrumbó en el suelo, mientras unas luces fuertes me cegaban. Allí se separaban nuestros caminos, sin embargo, supe que no podía ser malo.

La estrella que más brillaTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon