21. Clivias dibujadas

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A mediados de agosto, durante mi quinto ciclo de quimioterapia, cumplí los dieciséis años. Había intentado pasarlo por alto, pero el día había llegado, a pesar de todo. Mi padre intentó improvisar una pequeña fiesta en la habitación del hospital. Colgó algunos globos solitarios que reventaron rápidamente, trajo una tarta y trató de hacer que aquella locura pareciera real. No quise participar. Me hice un ovillo en la camilla, concentrándome en el ruido de la maquinaria. Nunca me habían gustado mis cumpleaños y menos si eran como aquel. Prefería fingir que era un día normal. ¿Por qué esmerarse tanto en una estupidez?

El ambiente se volvió incómodo tras mi negativa tajante a disfrutar del día. Mis hermanos no tardaron en irse a la cafetería a por algo de beber. Mi padre y Mary se quedaron conmigo. Se sentaron juntos en la camilla vacía, dando la espalda a la ventana, los miré. Tenían las manos cogidas. Ella se miraba las rodillas, él clavó los ojos en mí. Me hizo sentir miserable y estuve tentada a levantarme y fingir que estaba feliz. Mary pronto tomó la misma decisión que mis hermanos y salió de la habitación diciendo que iría a por algo de comer. Tuve miedo que también mi padre se fuera, como los demás. No lo hizo.

—Evolet —vino a sentarse más cerca de la camilla—, estás en tu derecho de descansar —explicó. Se inclinó hacia delante—, pero podrías divertirte un poco.

—No puedo —murmuré irguiéndome—. Prefiero celebrar mi cumpleaños en casa y no aquí. Tú también lo harías.

—Lo sé —levantó la cabeza. La luz blanca que entraba por la ventana le iluminó la cara.

Volví a tumbarme, sabiendo que ya no me molestaría. Luego se levantó y caminó hasta la ventana. Se quedó allí un momento, mirando el escuálido paisaje. A veces, la mayoría de ellas, no sabía qué hacer para que me sintiera mejor. Había intentado hacerle entender que aquello no iba con él, pero no por eso lo afectaba menos. Quería cambiar mi modo de reaccionar ante sus intentos. ¿Por qué no podía simplemente hacer como él decía? Mi padre se volvió y me miró por el rabillo del ojo, como diciendo que me comprendía.

Jennifer vino más tarde, cuando todos nos habíamos relajado y comíamos tarta, hablando como si el incidente de la mañana nunca hubiese ocurrido. Me había mandado felicitaciones por teléfono y me dijo que vendría, así que no me sorprendí en absoluto cuando entró. Llevaba una caja roja y naranja con clivias dibujadas. La dejó en mi mesita. 

—Es de James —se quitó las gafas de sol—, no ha podido venir, pero dijo que te gustaría.

En la etiqueta leí el nombre de la cafetería donde habíamos ido a comer los dos solos después del Día de la Independencia, e, inconscientemente, sonreí. La abrí con cuidado y las manos temblorosas. Dentro, tal y como la recordaba, encontré la tarta de arándanos que yo pedí aquella tarde. Había recordado ese detalle que yo olvidé al volver a casa. Mi sonrisa se ensanchó.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now