15. Ramas de manzano

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Después del segundo ciclo de quimioterapia, el medicamento empezó a hacer estragos en mí. Me paseaba en pijama por los pasillos de mi casa arrastrándome sobre unos pies que no eran míos y rozando las paredes con unas manos desconocidas. La piel se me quemaba al sol y, estando tanto tiempo sin salir, me puse muy pálida. Mi padre dijo que era por la anemia. Me mandaron unas inyecciones de hierro y de defensas, para ponérmelas en casa, junto a un sinfín de medicamentos. Y tuve miedo, porque creí que podría controlarme y evitar terminar en ese estado, pero, cuando llegó el momento de estar enferma, no pude hacer nada.

También comenzó a caérseme el pelo. Pensé que sería más adelante, pero, en el hospital mismo, los mechones se soltaban de mi cabeza con sólo pasarme la mano por el cabello. Era algo casi surrealista. Me había imaginado algo dramático, como encontrar el cepillo lleno de pelitos o la almohada misma, pero era mucho más agresivo. Yo siempre había tendido una larga melena de rizos rubios. No eran algo espectacular, pero el simple hecho de cortarme las puntas me parecía preocupante. Por el momento no había ninguna calva apreciable, pero sí que había perdido densidad. No quería cortármelo, o raparme la cabeza, pero en mi casa todos coincidieron en que no me vendría mal un corte. Mary me llevó a su peluquero de confianza, que era el que había teñido y domado sus rizos afro. Me hizo un corte a lo Grace Kelly, dejándomelo más corto que el de mi hermano Robert, que llevaba su casquete castaño por encima de los hombros.

El Día de la Independencia estaba cansada. Quería dormir toda la mañana. Quizá, después, picotearía las sobras de la barbacoa. Mary vino a desbaratarme los planes. Me quitó las sábanas de un tirón y me arrastró hasta la cocina. Me dio los buenos días mientras que me servía dos tortitas raquíticas. Me senté y me dediqué a partir las tortas del desayuno con un tenedor. Ella me miraba de reojo, terminando de dejarlo todo listo. Se volvió hacia mí y me dio un suave golpe en la mano, para hacerme parar.

—Jennifer vendrá después del almuerzo —anunció, acariciándome el pelo con la punta de los dedos, como si temiese aumentar el destrozo.

Comí desganada. Cada bocado era como tragarme una piedra. Me pellizqué el puente de la nariz. Me esperaba un día largo. No había pensado en cómo serían las fiestas estando enferma. ¿Las Navidades?, ¿los cumpleaños? Eran fechas especiales que solían ponerme nerviosa, pero no sabía cómo haría ahora. Procuré centrarme en el 4 de julio, antes de avanzar mentalmente. Pensé que Richard hacía bien, al no querer celebrar una fiesta tan patriótica. También había eliminado de su calendario Acción de Gracias. Se iba de casa temprano, medio discutiendo con nuestro padre, y el pobre pasaba todo el día nervioso, esperando a que Richard regresara. Nuestro padre odiaba que alguien se marchara sin saludar correctamente. Yo no salía mucho de casa, pero a mis hermanos se lo decía todo el tiempo. ¿Y si ocurría algo malo? Era mejor dejar dicho un “te quiero” y así se quedaba en paz. Dudaba que ese año fuese a ser diferente. Richard se iría y trataríamos de seguir adelante sin él. Yo lo veía de forma diferente. Para mí el Día de la Independencia sólo era una excusa para reunirse con la familia, asar carne y mirar los fuegos artificiales. Nada más allá de eso.

Jennifer y su madre vinieron a media tarde, mientras yo me estaba cambiando de ropa. Llevaron su típica tarta de moras, tan pequeña que apenas podíamos repartirla entre todos. Jennifer ya me había visto con el cabello corto y en su momento lo comentó, sin sospechar que estaba comenzando a quedarme calva. Fingí que no acababa de hurgar con el dedo en la herida. Las dos nos fuimos a sentar bajo las ramas del manzano del jardín trasero. Nuestros padres estaban montando las mesas y las sillas. Pon otra silla aquí, gira esta mesa, se decían. Jennifer rompía ramitas de manzano sin dejar de hablar. La escuchaba en silencio, pensando donde se había metido Robert. En cuanto a Richard, él se había esfumado en cuanto llegaron Jennifer y su madre.

Cuando mi padre consiguió encender la barbacoa, Jennifer y yo entramos en la cocina para coger los vasos y los platos. Nadie me había mandado poner la mesa. De hecho, todos esperaban que no me levantase de mi silla, pero decidí hacer un esfuerzo. Más que nada para no llamar la atención más de lo que ya hacía. Jennifer abrió la nevera, en busca de los refrescos. Yo me asomé a la ventana. Vi como un viejo Falcon rojo aparcaba delante de mi casa. Lo conducía Robert y a su lado estaba James. Bajaron de forma sincronizada. No quise encontrármelos en casa y metí prisa a Jennifer, para salir de allí antes de que ellos llegaran a la puerta.

Pusimos la mesa rápidamente, aunque Jennifer lo hizo casi todo. Yo tenía ganas de volver a la sombra. Robert llegó mientras yo me sentaba otra vez. Llamó la atención de nuestro padre, para mostrarle a su acompañante.

—Este es James, un amigo de por ahí —señaló al aludido, que nos saludó a todos, nervioso.

No necesitó añadir nada más. Mi padre también parecía sorprendido de haber conocido a James y yo no hacía más que preguntarme porqué había decidido llevarlo a casa. Robert se acercó a la mesa y James lo siguió. Mary estaba sentada con la madre de Jennifer, tomaban una cerveza. Me pareció que el ambiente era insípido. Mi padre parecía una estatua, frente a la barbacoa. Me acomodé en mi sitio, mirando a Jennifer, que se quedó a hablar con James. La vi servirse un vaso de agua, le dijo una última cosa entre risas y, luego, se acercó a mí.

—¿Quién es ese? —preguntó después de tomar un trago—, es simpático.

Lo miré por el rabillo del ojo. Ahora hablaba con Robert. Estaba en su salsa, agarrando un vaso de plástico y entablando conversación con cualquiera que se le acercara, aunque fuesen las mismas cuatro personas.

—Deberías hablar con él —me dijo Jennifer—, te caerá bien.

La comida estuvo lista enseguida. La mesa se llenó de costillas y hamburguesas. A punto de vomitar, pensé que lo mejor sería comer un poco de puré de patata. Me serví una cucharada y eso fue lo único que comí. Todo lo que me llevaba a la boca, se me quedaba atascado en la garganta. Comer se había convertido en un suplicio. James estaba sentado muy lejos de mí. Levanté un momento la vista para fijarla en él. Pensé que se abalanzaría sobre la comida. Era un tipo corpulento, incluso más que Richard, y no sería raro. Pero apenas tocó su plato. Él también levantó la cabeza y me miró. Volví a centrarme en mi puré de patata, molesta.

Después del banquete, recogimos todo. Recogieron entre Robert y Jennifer, en realidad. James iba a ayudarles, pero Robert habló con él en una esquina y, por algún motivo, se quedó allí, liándose un cigarro. Más tarde, los adultos se prepararon una taza de café y se pusieron a hablar. Jennifer y yo nos sentamos, esta vez en unas sillas cerca de la barbacoa. Ella se puso bajo el sol y yo me arrimé a la sombra. Me entretuve mirando las nubes. Sólo quería irme a descansar. No creía que pudiese aguantar hasta los fuegos artificiales. Era capaz de quedarme allí dormida. James interrumpió nuestro momento de relajación. Arrastró una silla a nuestro lado y nos saludó, animado.

Jennifer no tardó en iniciar otra charla con él, yo me encogí en mi asiento, confundida. Sus voces me retumbaban en la cabeza, era molesto. Quise levantarme, pero opté por quedarme allí sin mover un músculo. Y no estuvo tan mal como creía. La tarde pasó rápidamente. James no era tan pedante como parecía. No sabía cuántos cafés se había tomado, ni cuantos cigarros se había fumado en esas horas, pero no dejó de hablar ni un sólo momento. Vi que tenía una herida en el puente de la nariz, justo donde se apoyaban sus gafas. Era consciente de que todos la habíamos notado, incluso el moretón que comenzaba a colorearse cerca de su ojo, pero fingía que no tenía la cara hecha un cromo. No comenté nada al respecto, sobre todo porque él ni siquiera había mirado mi catéter por error y tampoco había dicho nada sobre mi nuevo peinado. Mucho antes de que cayese la noche, James lanzó una mirada furtiva a su reloj de pulsera y se levantó.

—Me tengo que ir —dijo sacudiéndose los vaqueros.

Jennifer se despidió de él y, luego, fue a por otro vaso de refresco tan energética como siempre.

—¿Tú no hablas? —James se dirigió a mí. Seguía sentada y sólo pude mirarlo incómoda— Apenas has abierto la boca hoy.

Levanté la cabeza, el cielo se había teñido de naranja detrás de él. No sabía que decirle, pero presentí que él quería algo más. Fue la forma en la que se echó hacia delante, como tratando de darse un impulso, lo que lo delató.

—¿Te parece bien si mañana salimos? —preguntó. Fruncí el ceño. No estaba segura. No lo conocía.

—¿Yo? 

—¿Sí o no? —se rio.

Busqué a alguien de mi familia con la mirada, todos estaban demasiado ocupados. James esperaba una respuesta sin dar muestras de impaciencia.

—Vale —me encogí de hombros—, supongo que vale.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now