30. Varas de oro

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Poco antes de que comenzase julio, Jennifer, James y yo queríamos ir al cine, a ver la última secuela del Planeta de los Simios. No tenía ganas de acompañarlos, aunque al principio me había emocionado la idea de sentarme en una butaca, como solía hacer antes de ponerme enferma. Cancelé los planes con unos días de antelación. La biopsia que me hicieron reveló que las células inflamadas eran en realidad células cancerígenas, de modo que en ningún momento había estado remitiendo. Había sido una negligencia por parte del hospital. De hecho, durante esos meses, el tumor había conseguido doblar su tamaño. En la biopsia sólo habían sacado tejido inflamado, no tumoral. Me habían puesto en la lista de espera para un nuevo trasplante, esta vez de cualquiera de los donantes que estuviese dispuesto a ayudarme. Estaba demasiado deprimida como para salir. Jennifer me había llamado esa mañana.

—Sólo estoy un poco resfriada —dije cuando me preguntó porque no quería ver la película.

—Te vendré a ver mañana. Iré al cine con unos chicos de clase, porque James se ha rajado.

Luego colgamos. Estaba muy cansada. La noche anterior mi padre y yo habíamos tenido una buena discusión. Me habían programado nuevos ciclos de quimioterapia y yo me había negado a recibirlos. No quería volver a someterme a todo aquello. Lo peor de todo era que me había ilusionado pensando que me iba a curar, pero ahora debía empezar de cero. Mi padre se había enfadado conmigo por primera vez en mucho tiempo. Yo seguía negándome a sus ruegos, como si tuviese que convencerme, y él comenzaba a enfadarse. Me gritó como nunca, gesticulando violentamente a centímetros de mi cara, mientras que Mary se tapaba la boca en una esquina. Sabía que nunca me pondría una mano encima, aun así, me asusté y se me llenaron los ojos de lágrimas. Me levanté torpemente y me fui a mi habitación. Mi padre no me siguió, como temí que haría, sino que vino a verme cuando ya se había tranquilizado. Yo estaba hecha un ovillo en mi cama, sin saber qué hacer. Ni siquiera sabía dónde se había metido Nugget. Mi padre se sentó al borde del colchón. Tenía los ojos rojos y se disculpó conmigo.

—Te lo digo por tu bien —murmuró. Estaba afónico.

—Lo he pasado muy mal —admití—. No puedo volver a hacerlo.

Estiró una mano y me dio un apretón amistoso en el tobillo. No añadió nada más, como si la decisión de verdad dependiese de mí. Por la mañana, incluso después de hablar con Jennifer, seguía trastornada. Después de ponerme crema solar, fui a sentarme en el balcón, pensativa. No habíamos hablado de la pelea, como si no hubiese ocurrido de verdad y sentía que algo se había quedado dentro de mí, un peso enorme.

Cerré los ojos. Nugget se había decidido a regresar, después de hacerme pasar toda la noche sola. Se había tumbado en mi regazo y se dejaba acariciar el lomo. Escuché el ruido de un motor. Levanté la cabeza. Siempre reconocería el estruendo del Falcon rojo de James. Aparcó en la acera de enfrente. Esquivó de milagro las varas de oro del vecino. Bajó del coche, tranquilo. Llevaba un cigarro en la mano izquierda. Terminó de fumárselo mientras que cruzaba la calle, luego tiró la colilla a la acera, la pisó antes de avanzar. Me saludó con la mano, dirigiéndose a la entrada, y lo perdí de vista durante los minutos que Robert tardó en abrirle la puerta y luego subió al balcón. 

—Hola —volvió a saludarme. Di unos golpes a la silla que había a mi lado para que se sentara. Así lo hizo—, ¿todo bien?

Me pasé una mano por la nuca. Era una costumbre que acababa de coger, tan sólo para sentir el pelo nuevo bajo mis dedos. Me daba lástima perderlo otra vez.

—Claro, todo bien —mentí.

Me miró en silencio y entrecerró los ojos. Él también había percibido el temblor de mi voz. Acarició la cabeza de Nugget, con aire distraído. No quería habla del tema y comenzaba a invadirme la ansiedad.

—Robert me ha dicho que te encontrabas mal.

—Ya, bueno, da igual —me encogí de hombros, restándole importancia—, ¿tú no trabajas por las mañanas?

—¿Qué ha pasado? —preguntó, ignorándome.

Nugget debió notar que me ponía muy tensa, porque se revolvió entre mis brazos y saltó al suelo, como si no quisiera estar allí. Era todo un experto evitando esa clase de momentos. Traté de mantener la calma. Primero quise mentirle, luego intenté explicárselo sin armar un escándalo. Fuese como fuese, no conseguí pronunciar ni una sola palabra. Me costaba respirar, como si alguien me apretase la garganta y pronto reventé. Lloré todo lo que me había aguantado la noche anterior, me dejé ir.

—Tengo que ir a quimioterapia otra vez —balbuceé entre sollozos.

James se inclinó hacia delante. No preguntó nada, se limitó a clavar la vista en la calle. Seguramente Robert se lo había contado todo, como de costumbre. Al cabo de un rato se sacó un pañuelo de algodón del bolsillo de los vaqueros y me lo tendió. Tenía la capacidad de no hacerme sentir incómoda, mientras me secaba las lágrimas y me sonaba la nariz. Comenzó a liarse un cigarrillo, y me serené un poco. Seguía hipando, cuando repetí que tenía que ir volver a la quimio. Ya tenía cita para que me volviesen a poner un catéter.

—Todos estos meses no han servido para nada —murmuré, apretando el pañuelo.

—No digas eso —me reprendió—. Tienes que seguir adelante.

Sonaba fácil. Negué con la cabeza, aunque no sabía qué decir.

—Además —James continuó hablando. Era lo que mejor sabía hacer—, no estás sola. Hay un montón de gente que te quiere y que va a estar allí para ti. Está tu familia, Jennifer, yo...

Instintivamente, miré la puerta principal. Mi padre y Mary estaban trabajando, Richard con sus amigos y Robert leía en su habitación. Se había ofrecido a quedarse conmigo todos los días hasta que me curase del todo. Y lo vi claro. Había llegado muy lejos gracias a ellos. Todos habían cuidado de mí en los peores momentos y no me habían abandonado cuando les volví la espalda y no quise saber nada de ellos. Me puse una mano en el pecho, notándome el corazón acelerado.

—Tienes razón, James.

La estrella que más brillaKde žijí příběhy. Začni objevovat