22. Jazmín trepador

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Las margaritas que Robert había plantado a los pies del porche se habían muerto, al igual que todo lo que intentaba echar raíces en nuestro jardín. El suelo estaba cubierto por una capa de césped amarillento y quemado que raspaba la planta de los pies al andar y absorbía el rocío como una esponja seca. A mi alrededor, los vecinos disfrutaban decorando sus parcelas con flores maravillosas y, algunos, hasta se atrevían a dar formas a sus setos frondosos.

Esa mañana, tuve ganas de pasear por mi desastroso jardín. Era casi como si hubiese olvidado los cortos veranos en los que pasaba horas tendida al sol, bronceándome. La madera blanca de las escaleras crujió bajo mi peso. Bajé los peldaños mirándome las pantuflas. Cuando levanté la cabeza me encontré con una mujer, que, en la acera, a pocos metros de mí, paseaba a su perro. La conocía, de vista. Era una vecina que vivía en la otra punta de mi mismo barrio. Detuvo su marcha para mirarme. Todo el mundo lo hacía. Hasta yo misma lo hubiera hecho en otro momento. Me saludó con un gesto de la mano, incómoda y luego se fue con el paso acelerado. Para muchos vecinos era difícil reconocerme. No podían confundirme con mis hermanos, porque se apreciaba con facilidad que Robert era mucho mayor y que Richard me doblaba el tamaño, con sus espaldas anchas. Aun así, por un momento me miraban fijamente, creyendo que fuese otro chico, un hermano que se había mantenido en el anonimato todo ese tiempo. Dolía tanto, que algunas veces necesitaba esconderme para llorar en secreto.

No siempre mi jardín fue así, como alcanzado por un rayo. Cuando mi madre vivía, se ocupaba ella, entre dibujo y dibujo, de cuidarlo. Me di la vuelta. Si cerraba los ojos aún podía verla de pie, delante de las escaleras, con la cara sudada y las uñas sucias de tierra. Siempre se sentaba conmigo, sin dejar de hablar. Solía ayudarla en las tareas no peligrosas, como arrancar los hierbajos o retirar las flores secas del suelo. Mis hermanos nunca tuvieron demasiadas ganas de participar. De hecho, Robert comenzó a interesarse por la jardinería sólo cuando ella murió.

—Mira —decía mi madre señalando un punto perdido del jardín—, he plantado un jazmín trepador, pronto cubrirá la valla —y parecía tan satisfecha, que daba la impresión de estar en su lugar favorito.

Cuando cayó en coma, nadie se ocupó del jardín. Casi todas las plantas se secaron y, las que sobrevivieron a la falta de agua, crecieron desmesuradamente, dando un aspecto lúgubre a nuestra casa. Luego ella murió. Al volver del funeral, mi padre nos envió a mí y a mis hermanos a casa. Él se quedó en el jardín, delante del jazmín trepador, que de verdad había empezado a cubrir la valla. La cogió enfadado y tiró de los tallos con fuerza, hasta romperlos. Lo miraba desde la ventana de mi habitación, encogida de miedo, porque nunca lo había visto así. Se quitó la chaqueta, que rodó por el suelo, manchándose de hierba. Se puso en cuclillas y, con las manos desnudas, escarbó en la tierra para sacar las raíces. Me alejé de la ventana. Arrancó todas las plantas de cuajo. En enero ya no quedaba nada y, en marzo, cuando comenzaba a apreciarse el calor de la primavera, en vez de aparecer el césped verde y tierno que todos conocíamos, salieron unas briznas de hierba áspera.

—¡Evolet! —Richard salió de casa, aún iba en pijama —, llevo veinte minutos buscándote y Robert no está —dijo alarmado.

—Ha ido al supermercado —empecé a andar hacia la entrada. Puso los brazos en jarras, como si no pudiese creer lo que acababa de ver.

—¿Has salido de tu habitación?

Soplaba un viento muy frío.

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