16. Amapolas secas

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Pasé esa noche en vela. No podía dormir, pensando en James y en qué tenía que hacer. Llevaba unos meses sin relacionarme con alguien que no fuese de mi familia o Jennifer. Se me haría demasiado difícil entablar una conversación con él, estando los dos solos. ¿Qué quería de mí? Apenas le había dirigido la palabra, la tarde anterior. No comprendía a qué se debía toda esa simpatía. Me levanté tarde y malhumorada.

No sabía cuándo vendría James, pero, como a mediodía aún no había llegado, pude relajarme porque no tendría que salir con él. Pronto se disipó mi enfado y decidí tomarme ese día para descansar del anterior. Había hecho mucho más de lo que estaba acostumbrada a hacer. Me quedé sola en casa con Robert, que seguía con su ensayo, en su habitación. Ya se había enterado de mi posible salida con James y no había dudado en animarme a dar un paseo, que me sentaría bien. Aproveché las horas libres para tumbarme en el sofá. Estaba adormecida. Los zumbidos de las abejas se escuchaban desde las ventanas abiertas. Tenía la mente en blanco.

El sonido del timbre me despertó de mi letargo. Me puse de pie, la cabeza me daba vueltas y me latían las sienes. Me hubiese gustado que Robert se hubiese ocupado de todo, pero estaba en la otra punta de la casa y no parecía que fuese a venir pronto. De modo que me arrastré hasta la puerta principal. Cuando la abrí vi a James. Ya sabía que era él. Retrocedí unos pasos sin soltar el pomo. Sonrió.

—¿Vamos? —preguntó.

—Pero... estoy en pijama —busqué una excusa. No quería salir a la calle, estaba demasiado cansada.

—Entonces, vístete. Te espero —insistió.

Quise gritarle que se fuera de mi casa, pero, en lugar de eso, me aparté para dejarlo entrar y lo invité a pasar al salón.
Él dedicó una ojeada rápida a mi casa, como juzgando los pequeños detalles. Me quedé en una esquina, sosteniéndome las manos. Robert vino al poco rato. Acompañó a James al balcón y me indicó que fuese a cambiarme. Mientras me iba a mi habitación, como si me hubiese obligado a hacerlo a punta de pistola, vi que se estaban encendiendo cada uno un cigarrillo. Me di cuenta de que James fumaba casi tanto como Robert, y eso que a mi hermano le daba ansiedad si se movía de un cuarto a otro sin sus Camel. La única diferencia entre los dos era que James prefería liarse sus propios cigarros, disfrutando de casa paso, mientras hablaba. Me puse unos vaqueros y una camiseta y luego regresé al salón, tan rápido como pude.

Robert se despidió de nosotros en la puerta. Fue como ir a la cita más extraña del mundo, sólo que aquello no era una cita. No tenía ni idea de cómo llamarlo. Salimos de mi casa sin decir nada más. Caminamos hasta el Falcon, que descubrí que era suyo. Era incómodo. Me senté en el asiento del copiloto antes de que me abriera la puerta. Se sentó en su sitio y me miró. Quizá esperaba que le dijera algo. Cogió el volante con suavidad. Parecía que fuese su segunda casa. De hecho, bien dobladita en el asiento trasero, vi una manta. También tenía una almohada. No dudaba que hubiese pasado allí dentro alguna que otra noche. No le hice ninguna pregunta al respecto. Las evidencias hablaban por sí solas. Noté que me miraba mucho, antes de arrancar.

—¿Cómo te hiciste eso? —preguntó, pasando el pulgar por la vieja cicatriz que me cruzaba la mejilla izquierda de parte a parte.

Me sobresalté ante ese gesto. No me lo esperaba para nada. Había tenido lesiones más graves, fracturas, sobre todo, pero me habían cosido la mejilla tan bien que apenas había quedado una pequeña marca, sólo perceptible al tacto. De hecho, James había tenido que sentarse justo a mi lado para notarla.

—Es de hace mucho tiempo —murmuré, apartándome.

Condujo hasta el centro. Estuve todo el viaje mirándolo disimuladamente. Él iba hablando sin parar, subiéndose las gafas con un dedo, de vez en cuando. Yo no era capaz de pensar respuestas para lo que me decía, así que me dedicaba a contestar con monosílabos. El coche hacía un ruido espantoso y me sentí realmente ridícula. Aparcó delante de una plaza muy concurrida. No quería caminar mucho, pero no me atreví a decírselo. Cuando bajamos, él seguía charlando, casi como si fuese un entretenido monólogo. Advirtió que yo me quedaba atrás y me ayudó con tanto disimulo, que era imposible que alguien se hubiese dado cuenta. Entrelazó su brazo con el mío y redujo la marcha.

Relajé un poco los músculos, reponiendo un poco de mi peso en él. No me apartó, como temía. La verdad era que todavía no había conseguido recuperar el peso perdido antes de mi diagnóstico y en ese momento pesaba poco más de cuarenta quilos. Y a su lado parecía más menuda aún. Él caminaba tranquilo, sin reparar en aquellos que nos miraban. Era evidente que yo no estaba pasando por mi mejor momento y que él había sufrido una paliza, porque esa mañana le era imposible ocultar el hematoma que terminaba de cubrirle el ojo. No se daba cuenta, o no quería.

—Es aquí, —señaló un edificio con varias sillas y mesas en la terraza— ¿no tienes hambre?

¡No!, pensé.

—Está bien —murmuré encogiéndome de hombros.

Entramos y caminamos hacia el mostrador. Clavé la mirada en la vitrina. Detrás del cristal, los mejores postres que había visto en mucho tiempo, parecían desfilar para mí. Yo era una persona golosa por naturaleza y las cosas dulces me podían. James me compró un pedazo de tarta de arándanos. Nos sentamos dentro, cerca del ventanal. Unas amapolas secas decoraban la mesa. Las miré durante un instante, porque no sabía qué más decir, ahora que estaba sentada frente a él. Pero James no daba muestras de incomodidad. Mientras él se liaba otro cigarro, pues ya se había terminado el que se estaba fumando en el coche, examiné el local con la vista. Era un día de mediados de verano y se notaba. Yo desentonaba, allí plantada, con una chaqueta de lana que mi padre me había prestado la última vez que estuve en el hospital.

Un camarero nos llevó la tarta y una taza de café para James. Le gustaba expresso y no ese café aguado que bebía todo el mundo. Antes de que yo empezara a comer, él ya había pedido dos tacitas y en ninguna le vi echar azúcar. Le pregunté si no estaba demasiado amargo y él contestó que no era más que un sorbo, como tenía que ser. Me parecía curioso todo lo que hacía, incluso el hecho de que hubiese preferido pasar el Día de la Independencia con nosotros en vez de con su familia. Era una duda que acababa de llegarme.

—¿Cómo es que ayer lo celebraste con nosotros? —quise saber, un poco más confiada. Me llevé un trozo de tarta a la boca. Saboreé la crema de arándanos y luego el bizcocho esponjoso. 

Él me miró durante un momento, como tomando consciencia de su moretón, sintiendo las gafas en el puente de su nariz. Luego sacudió la ceniza de su cigarro en el cenicero de cristal que tenía al lado y la sombra que le había oscurecido los ojos desapareció por completo. Ignoró lo que le había dicho, para hablarme de su madre, una mujer de Nueva Jersey que soñaba con ser actriz. Tenía la misma edad que él ahora cuando cruzó el país para llegar a Los Ángeles. La aventura no le había ido demasiado bien y se llevó un verdadero desengaño cuando se encontró sola en una ciudad como aquella. Luego nació él y vinieron a San José. Me contó que su madre era una gran admiradora de James Dean, por eso lo había llamado así.

—Murió cuando llegamos aquí, ¿sabes? —se refería al actor. Dio unos golpes a la mesa con los nudillos, dando por terminada esa parte de la conversación dedicada a su familia—. ¿Te gusta este sitio, Evolet?

—Sí —murmuré. Me dejaba boquiabierta. Hablaba tanto y tan rápido, que no quise interrumpirlo para que concretase lo del Día de la Independencia. Lo miré, mientras él trataba de leer el poso de su café. Parecía verdaderamente concentrado.

Levantó la cabeza y me sonrió, como si supiese que acababa de ganar algo bueno. Yo sonreí de vuelta, cómoda por primera vez desde que me había sacado de mi casa.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora