Capítulo 15: La despedida

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Llovía a cántaros esa mañana.

Gael había pasado la noche entera recordando, llorando y rabiando; pero nada era suficiente para aplacar el dolor que le atravesaba el pecho como un cuchillo afilado. No estaba listo para enfrentarse a la cruda realidad, a despedirse de la que fue su casa durante toda su niñez, a sentir el abrazo de su persona especial por última vez. Sentía que se lo habían arrebatado todo, ya no le quedaban más lágrimas que derramar, pero la angustia insistía en estrujarle el pecho cada vez que caía en cuenta de lo que estaba sucediendo.

Se levantó con pereza, frotándose los ojos, hinchados y enrojecidos. Arrastró los pies hasta el baño, con la ropa que usaría en la mano. Se dio una ducha rápida, cepilló sus dientes y salió, con el pelo mojado y un par de ojeras prominentes bajo sus ojos.

Su madre lo recibió en la cocina con el desayuno listo y un beso en la mejilla, obviando las preguntas incómodas y las palabras de aliento, inútiles en ese momento.

Un sorbo de chocolatada fue lo único que pudo consumir antes de salir rumbo al aeropuerto. Partiría con su madre a las cuatro de la tarde, su padre los estaría esperando en el aeropuerto cuando aterrizaran en España.

Cargaron las maletas en el taxi y antes de salir, Gael echó un último vistazo a la sala de estar vacía, la misma que fue testigo y cómplice de tantos momentos felices junto a su familia, junto a Dilan.

El viaje fue silencioso, incómodo. Su madre iba de copiloto y él detrás, con la cara apoyada en la palma de la mano, mirando con melancolía las gotas de lluvia que resbalaban por la ventana y se perdían en el camino.

Cuando finalmente llegaron, Gael revisó su teléfono para ver el punto de encuentro: las escaleras mecánicas cerca de la entrada principal. Caminó junto a su madre, arrastrando una maleta gigantesca de color negro, con la mirada fija en las baldosas blancas, lustradísimas e inmaculadas.

—Allá están... —dijo la mujer, señalando al muchacho, que estaba parado al pie de las escaleras, acompañado de sus padres.

El muchacho levantó la vista rápidamente. Caminó a paso apresurado hasta Dilan y cuando llegó hasta donde estaba, atrapó su cuerpo en un abrazo. En ese instante deseó con todas sus fuerzas ser capaz de fundirse con él; quería detener el tiempo para que nunca llegara el momento de irse.

Cuando se separaron, la madre del castaño saludó a Dilan y a su familia con un caluroso abrazo, notablemente conmovida.

—Mamá, vamos a la cafetería a tomar algo caliente mientras esperamos —anunció Gael.

Su madre asintió y se sentó en las banquetas de metal, junto a los padres de Dilan.

—Te aviso cuando nos estemos por ir.

Gael se giró, tomando al rubio de la mano. Los guantes de lana le impidieron sentir la piel tibia de Dilan, pero en ese momento le restó importancia. Quería aprovechar al máximo las pocas horas que le quedaban para estar con él, no podía soportar ver la tristeza plasmada en sus ojos, la sola idea de estar haciéndole daño lo estaba matando.

Se sentaron en una mesa para dos, cerca de la ventana. Pidieron dos submarinos y una porción de brownie para compartir.

—¿Cómo estás? —le preguntó el castaño, con la voz ahogada.

—No lo sé...—contestó Dilan, suspirando—. Mentalmente agotado, furioso, angustiado. Siento... demasiadas cosas juntas ahora mismo. —Se limpió el rostro con el dorso de la manga de su abrigo cuando las lágrimas comenzaron a brotar sin su permiso—. Tú no deberías estar yéndote a ningún lado. Deberíamos estar jugando videojuegos en casa o viendo alguna película, y en lugar de eso estamos aquí... y... te irás...

La moza llegó con el pedido, dejó todo sobre la mesa y se marchó. Ambos se miraron durante unos instantes a los ojos, con el llanto a punto de empapar sus mejillas.

—Anoche me acordé de la vez que encontramos un gatito en la plaza... —comenzó Gael, extendiendo ambas manos sobre la mesa para tomar las del rubio—. Me lo guardé en el bolsillo del canguro, tú me dijiste que seríamos sus papás hasta que encontráramos a la madre. ¿Te acuerdas?

—Claro que sí. Nos pasamos el día entero buscando a la madre del gatito porque no nos dejaban tenerlo. ¿Y recuerdas aquella vez que nos metimos a un charco de barro a jugar lucha libre?

Dilan sonrió cuando los recuerdos de su infancia regresaron a su memoria. Aquellos días donde la angustia no existía y ambos eran felices.

—Mi madre casi me mata, tenía barro hasta dentro de los calcetines —. comentó Gael, esbozando una sonrisa melancólica.

—Fue tu idea, solo a ti se te pueden ocurrir esa clase de juegos...

—Te voy a extrañar un mundo, princesa. Me voy a volver loco sin ti. — Estiró la mano para regalarle una caricia con el revés del dedo índice.

—No, nada de volverte loco. Recuerda que tienes que cumplir con tus promesas.

—Claro que sí. Un marinero nunca olvida su palabra.

Dilan tragó saliva. Se aclaró la garganta y bebió un sorbo de su bebida, con la esperanza de aflojar el nudo que se le había formado en la garganta.

—Ojalá no encuentres otro marinero por allá...

—Jamás. Tú eres el único que quiero. El que me ha acompañado en todos mis viajes. Ni se te ocurra pensar en eso porque no va a pasar, ¿me oíste?

Dilan asintió, bajando la mirada.

—Recuerda mandarme fotos de todo. Quiero conocer tu casa, tu cuarto, tu escuela, hasta tu baño.

—Te voy a mandar una foto mía recién salido de la ducha, para cuando me extrañes mucho. Y quiero una tuya también.

Dilan se mordió el labio, tirándole un manotazo.

—Cállate.

—Oye, princesa... —el aludido levantó la vista—. Te amo. No vayas a olvidarlo. Voy a pensar en ti todos los días. Trataré de hacer que esto sea lo menos tortuoso posible y quiero que tú lo hagas también. Yo voy a regresar y no va a haber nadie que vuelva a alejarme de ti.

Dilan asintió, suspirando. Las lágrimas inundaron sus ojos nuevamente por más que trató de evitarlo.

—No creo que sea tan fácil, todo esto fue muy repentino, pasaron demasiadas cosas estresantes y justo cuando creí que todo había terminado... te vas, a la otra punta del puto mundo. Yo lo estoy intentando, te juro que estoy tratando de ser fuerte pero no puedo...

Gael se levantó, se acercó al muchacho y lo abrazó. Dilan buscó refugio en el cuello del chico y lloró aferrado a él.

—Mira, tengo algo para ti... —Gael revolvió el bolsillo de su abrigo con una mano, y sacó una cajita de plástico forrada con terciopelo azul. En su interior, habían dos cadenas plateadas con una D y una G. Gael sacó la cadena con la G y la pasó por el cuello de Dilan—. Tú llevarás mi inicial y yo llevaré la tuya. Debes prometer que no te la vas a quitar por nada del mundo.

Dilan asintió, sacando la otra cadenita para ponérsela a Gael.

—Lo prometo...

Gael tomó el rostro del rubio, limpió las lágrimas con una servilleta de papel y comenzó a repartir besos por todo su rostro. Dilan se dejó hacer, disfrutando de los mimos.

—Ya tenemos demasiadas promesas que cumplirnos, princesa, no hay manera de que nos separemos ahora.

La madre de Gael, que miraba la escena desde la puerta de la cafetería, se les acercó con pena a avisarles que había llegado la hora de marcharse. Le pagaron a la moza y salieron de la cafetería tomados de la mano. Enfrentando la frialdad de aquel aeropuerto enorme, lleno de gente que lloraba la partida de sus seres queridos o festejaba su regreso. Se despidieron por última vez con un abrazo apretado, un beso y la promesa de volver a abrazarse dentro de algunos años.

"Siempre vamos a estar juntos"

Le dijo Gael, apretándole la mano. Y aquella promesa se grabó a fuego en el corazón roto de Dilan. 

CONTINUARÁ... 

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