Introducción

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La plaza del barrio era su lugar favorito.
Su madre solía llevarlo casi todos los días luego de recogerlo en los portones del colegio. Al llegar, ella se sentaba en una banca de madera -media despintada por el paso del tiempo-, y lo veía subirse con entusiasmo a los juegos. En ocasiones era invitada a jugar también, y ella, gustosa de compartir tiempo con su hijo, rodeaba la estructura de madera para recibirlo al pie del tobogán.
A pesar de que había otros niños en la plaza, ninguno le convencía lo suficiente; para Dilan, su madre era la mejor monstruo marino, la mejor comandante de base y la mejor alienígena de todo el espacio exterior.

En primavera, cuando la brisa se prestaba para la ocasión, remontaban juntos una cometa de pterodáctilo que habían conseguido en una feria, con una cola larguísima. Se sentaban en el pasto cuando se elevaba lo suficiente, y la veían volar a lo lejos, haciéndose cada vez más pequeña, hasta que el sol desaparecía por el horizonte, dejando un mar de matices dorados en el cielo.

Siempre eran ellos dos; para cada aventura de tiempo libre. Rebeca sabía que la personalidad introvertida de Dilan le impedía relacionarse abiertamente con sus compañeros de clase; por más que lo intentara, nunca terminaba de encajar con ningún grupo. El psicólogo le había dicho que era cuestión de tiempo que lograra identificarse con algún otro niño, o niña, que compartiera sus mismos intereses.

Y una tarde sucedió, hubo algo que marcó la diferencia.

Llegaron a la plaza y Dilan se apuró a quitarse la campera del uniforme escolar. Su madre cargaba su mochila en un hombro.

-Hoy nos quedaremos solo una hora, tengo que ir al super a comprar algunas cosas para la cena.

El niño asintió con energía, sacudiendo su pelo dorado, a juego con sus ojos. Corrió hacia los juegos y cuando llegó a la casita de madera que se conectaba con el tobogán, vio a un niño de ojos grandes y cabello alborotado acercarse con una sonrisa. Dilan lo miró con desconfianza.

-Hola, ¿quieres jugar conmigo?

Dilan titubeó antes de hacer un leve gesto afirmativo con la cabeza. El chico se metió en la casita, subió por la pequeña escalerita de madera y se tiró por el tobogán. Luego volvió a subir y se paró en la torre.

-¡Ven! Vamos a jugar a los piratas. Este es nuestro barco. ¡Sube, marinero!

Dilan se apresuró a meterse dentro de la casita. Subió las escaleras y se paró junto al niño, que fingía mirar al horizonte, con la mano sobre las cejas para cubrirse del sol.

-¿A dónde vamos? -preguntó inseguro, mirando en la misma dirección.

-A la casa del sol -respondió con seguridad.

-¿Dónde queda eso?

-Allá adelante. Mira: ¿ves que el sol siempre se esconde bajo la tierra? ¡Tenemos que llegar antes de que se quede dormido! -El niño corrió alrededor de la pequeña torre, mirando hacia abajo y hacia los costados, buscando algún enemigo imaginario para entrar en batalla. Dilan lo miraba con curiosidad-. Compañero, tenemos dos barcos enemigos más adelante, ¡tenemos que pelear! -dijo, alzando el puño cerrado luego de señalar los subibajas que estaban a unos metros de la casita-. ¡Ve a preparar los cañones!

-¿Cómo...?

-Ve a buscar algunas piedras -le susurró con una sonrisa.

Dilan bajó corriendo, y recogió unas cuantas piedras medianas. Las guardó en los bolsillos de su pantalón deportivo y regresó al "barco", donde el niño lo esperaba con el entusiasmo plasmado en su carita.

-Aquí están, traje muchas.

-¡Buen trabajo, marinero! ¡Vamos a atacar!

Ambos tomaron un puñado y comenzaron a tirarselas a los subibajas. Cuando se quedaron sin ninguna, el chico se giró hacia su nuevo amigo y le dedicó una amplia sonrisa.

-¡Lo hicimos! ¡Derrotamos al enemigo!

Rebeca lo había visto todo, con una sonrisa tan grande que se pronunciaban las patas de gallo en sus ojos rasgados; "era cuestión de tiempo", se dijo a sí misma, y con mucha pena se dio cuenta de que se les estaba haciendo tarde.

-¡Dilan, ya es hora de irnos!

El aludido hizo una mueca, y dejó escapar un suspiro. Era la primera vez que se había divertido tanto, la hora se le había pasado volando.

-¿Mañana vienes? -le preguntó el niño.

-Sí, vengo casi todos los días después del colegio.

-Bien, entonces nos vemos mañana. Vivo a un par de casas de aquí, me mudé hace tres días.

Dilan sonrió, entusiasmado por aquella promesa. Había encontrado una mente tan imaginativa e ingeniosa como la suya, un niño con el cual no se sentía diferente.

Cuando llegó a su casa le contó todo a su mamá mientras se desnudaba para meterse en la tina. Sobre el niño de la casita, que había quedado en verlo al día siguiente y cada una de las aventuras que habían vivido juntos en menos de sesenta minutos, que sonaban como meses de viajes increíbles.

Pasaron los días y los nuevos amigos se continuaban encontrando en la plaza. Todos los días iban en busca de "la casa del sol", las tardes se pasaban volando cuando usaban su imaginación para crear mundos fantásticos. Entre ellos no hizo falta ninguna presentación. Dilan supo su nombre a la semana de haberse conocido, y en ese mismo momento le dijo el suyo.

-Gael... qué nombre más raro -comentó Dilan, colgado de cabeza en el monito de hierro.

-Mi mamá me dijo que lo eligió mi abuelo. Significa "el hombre generoso" o algo así.

-Yo no sé qué significa Dilan. Solo sé que lo eligió mi mamá el mismo día que nací. Creyó que iba a ser una niña y quería ponerme Martina. Menos mal que nací niño, ese nombre no me gusta para nada.

Ambos rieron.

-Después de las vacaciones de turismo voy a empezar la escuela. Estoy en segundo grado.

-¿A qué escuela irás?

-A la que está cerca de aquí, no recuerdo como se llama.

Dilan se incorporó de golpe, sosteniéndose de los barrotes.

-¡Irás a la misma escuela que yo! ¿Y si nos toca juntos? ¡Sería genial!

Gael le sonrió.

-Si no nos toca juntos, nos podemos juntar en el recreo. Estaba nervioso porque no conozco a nadie, pero ahora siento que será genial ir a la escuela si estás tú.

El niño bajó la mirada, apenado. Sentía las mejillas calientes y cosquillas en el estómago. Nunca le había entusiasmado tanto regresar a la escuela.

Su nuevo amigo era simplemente genial. Tenían muchísimos gustos en común, remontaban cometa juntos, eran fanáticos de los videojuegos y de los dibujos animados.

Los años pasaron y aquella vieja casita de madera se convirtió en su lugar de encuentro. Era el sitio donde podían darle rienda suelta a la imaginación y crear mundos a partir de ramitas y unas cuantas piedras. Fue un barco pirata, un avión, un autobús, un castillo encantado y muchísimas cosas más. Pero por sobre todo, se convirtió en el refugio de ambos, el sitio que fue testigo de una amistad única, el único lugar que se llevaba las tristezas y devolvía sonrisas.

-Siempre vamos a ser amigos, ¿no?

-Claro que sí.

-Prométemelo.

El chico tomó la mano de su mejor amigo, entrelazando sus dedos.

-Te lo prometo. Tú y yo siempre vamos a estar juntos.

. . .

LazosWhere stories live. Discover now