Dieciseis: No la cagues

Începe de la început
                                    

Cerré la puerta y me paré a su lado. Él no se volvió a mirarme, sino que permaneció con la vista hacia abajo, a la gran avenida que se extendía a sus pies.

—¿Puedes fumar? —pregunté.

Sonaba un poco hipócrita viniendo de alguien como yo, pero la diferencia era que yo no me encontraba bajo medicación. Y tampoco lo hacía en mi casa, donde probablemente mi madre me diera una bofetada si me viera con un cigarro o alguna de sus botellas de alcohol.

Me senté a su lado. Pasé las piernas entre los barrotes de la barandilla y lo vi arrugar la frente con preocupación mientras examinaba su cigarro, como si acabara de darse cuenta de que se suponía que no debía estar haciéndolo. Luego suspiró y acabó con él entre sus labios de nuevo.

—Lo estoy dejando —me aseguró.

—Una vez leí por ahí que lo que calma los nervios no es el tabaco, sino la pose que adoptas cuando fumas.

Lo vi poner los ojos en blanco, pero una sonrisa se formó de a poco en su rostro.

—Vaya, vaya. Un científico.

Chasqueé la lengua y me dispuse a defenderme con algún argumento barato sobre psicología cuando una gota de agua cayó sobre mi nariz. Cerré los ojos con sorpresa y cuando los abrí me encontré con las cejas alzadas del castaño. Lo vi apagar su cigarro y acercarse hacia mí. Creí que me iría a besar, pero simplemente tomó la toalla que estaba sobre mi hombro y se levantó del suelo para pararse detrás de mí.

—¿Tu mamá no te dice que si no te secas el pelo, te resfrías? —cuestionó mientras dejaba caer la toalla sobre mi cabeza.

La tela me cubrió el rostro hasta que lo oí sentarse detrás de mí. Entonces, la acomodó para que no me molestara y comenzó a hacer pequeños masajes con sus dedos para secarme el cabello. Aquel gesto me tomó por sorpresa y a lo único que atiné fue a permanecer inmóvil y en silencio mientras él lo hacía.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero lo disfruté. Cuando estábamos los dos solos, me percaté de que no importaba mucho si hablábamos no.

—¿Es cierto lo que dijo tu padre? —pregunté finalmente—. Que me has traído para que no se enoje contigo delante de mí.

—Claro que no —se apresuró a decir, visiblemente irritado—. Quiero decir, eventualmente tendría que contarle todo, así que aproveché que estabas. Te pusiste nervioso.

Él quitó la toalla y metió los dedos de su mano entre mi cabello cuando me volví un poco a verlo. No me soltó, pero dejó de mover los dedos.

—Me hiciste entrar en pánico.

Jordan sonrió.

—Siempre entras en pánico.

Me giré un poco más hasta quedar sentado frente a él, entrecerré los ojos y apoyé las manos en sus rodillas para inclinarme más cerca. Jordan no se movió, sino que me mantuvo la mirada. Me dolía la cabeza y me sentía un poco mareado, pero eso no impedía que estuviera seguro de lo que quería en aquel momento.

—¿Me has estado observando? —pregunté, completamente serio.

Él no dijo nada, como siempre que lo acorralaban. En un principio había pensado que lo hacía por falta de interés, pero ahora sabía que no se trataba de eso. No tenía idea de por qué nunca respondía, pero por lo menos ahora sí me miraba a los ojos. Quizá no pudiera. Quizá no se atreviera a contar determinadas cosas.

Tragó saliva y me acerqué sólo un poco más. Al estar inclinado, mis ojos no estaban a la altura de los suyos, sino bastante más abajo, en su cuello. Exhalé. Estaba seguro de que él sintió mi respiración, porque volvió a tragar, pero no se movió.

Romeo, Marco y JulietaUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum