—Por supuesto, abuela —accedí rápidamente y le tomé la mano de vuelta.

Su rostro estaba tan lleno de conmoción que daban ganas de abrazarla y quitarle toda la angustia que podría estar sintiendo. En cada nuevo gesto, la encontraba más y más parecida a mamá.

—Ahora te dejo para que te terminen de arreglar. Primero tendremos una junta con el Consejo de Atanea para presentarte oficialmente.

—Suena intenso.

—Así es esta vida, corazón. Pero te aseguro que lo pasarás bien, estarás con nosotros. —Me animó con un último beso en el pelo y salió de la habitación.

Por más que me costaba asumirlo, todo esto era real. Era la nieta de los reyes de un mundo invisible para los humanos, y estaba en su mansión, arreglándome para que toda la ciudad me diera una bienvenida. Además de todo, tenía una fuente de poder en mi alma, la cual cada día aprendía a controlar más.

«¿Quién soy yo para pasar por todo esto? Soy solo una simple chica». Suspiré. Era más que oficial; mi vida había cambiado por completo. Si me preguntaban quién era yo, ya ni siquiera estaba segura de qué responder.

—Está lista, princesa —dijo una de las asistentes.

Me di vuelta en el largo espejo dentro del closet y casi no me reconocí a mí misma.

Me habían puesto un largo vestido blanco de caída natural, con pequeños brillos en la parte superior y con mangas hasta la muñeca. Mi pelo dorado tenía más ondas que las olas del mar y brillaba como nunca. Mi cara estaba perfectamente maquillada, se veía natural, pero habían tapado mis enormes ojeras y los rasguños.

Me sentía cómoda con esa ropa, no era nada exagerado, pero el sentimiento duró poco. Una de las chicas entró con un cofre, y al abrirlo, mis ojos se ampliaron y mi mandíbula cayó. Intenté encontrar alguna palabra.

—¿Una corona? ¿Es joda? —solté por fin, con el ceño fruncido y con la irritabilidad subiendo por mi garganta.

No estábamos en un cuento de princesas, ni en la época medieval, y había una guerra. La corona era innecesaria. Ya con solo estar en un carro de desfile con un vestido blanco saludando a la ciudad era suficiente.

—Princesa, la reina se la ha enviado. Es una costumbre de nuestro reino. Debe llevarla en el desfile —explicó la chica que trajo el cofre, incómoda ante mi reacción y con expresión de súplica.

—No pienso...

—Póntela y deja el berrinche. —Una figura familiar apareció en la puerta—. Te prometo que no te verás ridícula, ni me reiré. Te verás más guapa de lo que eres.

Llevaba puesto un traje azul con toques dorados. Una reluciente espada envainada colgaba de su lado izquierdo. Su pelo oscuro estaba peinado con cuidado, pero aun así algunos mechones se le veían alborotados, perfectos.

Mierda, es que siempre tenía que verse tan guapo.

—Déjennos —ordenó Theo.

—Pero debe llevar la corona... —intervino nerviosa la otra asistente.

—Yo me encargo —respondió tajante y les dedicó unas de sus miradas penetrantes que impedían llevarle la contra.

Las chicas bajaron la vista de sus ojos escrutadores y salieron haciendo una pequeña reverencia.

—No estás en Galveng, Claire. Llevar la corona para un desfile es una tradición —explicó, finalizando con un beso en mi frente.

—No crecí aquí, no tengo por qué hacer estas cosas de cinco siglos atrás. El reino ni siquiera es medieval, ya tienen que actualizarse —respondí ofuscada.

Atanea I: Heredera doradaWhere stories live. Discover now