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Los días siguientes fijaba mi mirada en la ventana, esperando el momento en que mis ojos la enfocaran nuevamente. Por fortuna, mi lugar en la recepción del estudio se encontraba frente a un ventanal, que se transformó en mi bendición y perdición en ese tiempo.

Llegaba cada noche a las once, tan puntal como reloj suizo y cada noche dirigía mi mirada a ella mientras esperaba que Joel, otro tatuador, sacara su vehículo del garaje para llevarme a casa. No me atrevía a hablarle ni siquiera a mirarla fijamente por miedo a ofenderla.

Soñé con sus ojos por horas, mis pensamientos giraban en torno a ello y ansiaba poder observarlos de cerca. Los imaginaba, los dibujaba y los atesoraba.

Se había vuelto una obsesión, la cual no se detendría hasta el momento en que supiera su nombre e incluso después seguiría siendo una.

 


Sin mirar atrásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora