C. Pierna y brazo. El Pequod, encuentra al Samuel Enderby, de Londres

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¡Ah del barco! ¿Habéis visto a la ballena blanca?

Así gritó Ahab, saludando una vez más a un barco que pasaba a popa, con pabellón inglés. Con el altavoz en la boca, el viejo estaba en su lancha izada, con la pierna de marfil claramente visible para el capitán recién llegado, que estaba descuidadamente reclinado en la proa de su propia lancha. Era un hombre de curtida piel oscura, corpulento, de buen humor y buen aspecto, de unos sesenta años, vestido con un espacioso gabán que colgaba a su alrededor en festones de azul paño de marina; y una manga vacía de ese chaquetón flotaba detrás de él como el brazo bordado de un dolmán de húsar.

—¿Ha visto a la ballena blanca?

—¿Ve esto? —y sacándolo de los pliegues que lo ocultaban, levantó un brazo blanco de hueso de cachalote, que acababa en una cabeza de madera como un mazo.

—¡Hombres a mi lancha! —gritó Ahab, con ímpetu, y golpeando los remos que tenía a su lado—: ¡Preparados para arriar!

En menos de un minuto, sin abandonar su pequeña embarcación, él y sus remeros bajaron al mar y pronto estuvieron junto al costado del recién llegado. Pero allí se presentó una curiosa dificultad. En la excitación del momento, Ahab había olvidado que, desde que perdió la pierna, jamás había subido a bordo de otro barco que no fuera el suyo, y en este caso era siempre mediante un artefacto mecánico muy ingenioso y hábil, peculiar del Pequod un objeto que no podía ser armado y embarcado en otro barco con pocos momentos de anticipación. Ahora, no es cosa muy fácil para nadie —excepto los que están acostumbrados a ello a todas horas, como los balleneros— trepar por el costado de un barco desde una lancha en alta mar, pues las grandes olas unas veces elevan la lancha hasta lo alto de las amuradas y luego, en un momento, la dejan caer a mitad de camino de la sobrequilla. Así, privado de una pierna, y como el barco forastero, desde luego, carecía en absoluto de la benévola invención, Ahab se encontró ahora reducido otra vez, de modo abyecto, a ser un torpe hombre de tierra adentro, observando con desesperanza la incierta altura cambiante que difícilmente podría alcanzar.

Se ha sugerido antes, quizá, que cualquier pequeña circunstancia contraria que le ocurriera, y que indirectamente procediera de su lamentable desgracia, casi siempre irritaba o desesperaba a Ahab. Y en el caso presente, todo se aumentó al ver a dos oficiales del barco recién llegado, asomados a la borda, y la escala de gato de flechaste claveteados, y, balanceándose hacia él, un par de guardamancebos decorados con mucho gusto, pues al principio no parecieron considerar que un hombre con una sola pierna debía estar demasiado mutilado para usar sus barandas marinas. Pero esta perplejidad sólo duró un momento, porque el capitán recién llegado, observando de una ojeada cómo estaban las cosas, exclamó:

—¡Ya veo, ya veo! ¡Dejad de echar nada! ¡Pronto, muchachos; fuera el aparejo de descuartizar!

Como si lo hubiera hecho la buena suerte, habían tenido una ballena al costado un día o dos antes, y los aparejos grandes estaban todavía arriba, y el macizo y curvado gancho de la grasa,ahora limpio y seco, todavía estaba amarrado al extremo. Éste se hizo bajar rápidamente hasta Ahab, que, comprendiéndolo enseguida, deslizó su solitario muslo en la curva del gancho (era como sentarse en la uña de un ancla, o en la horquilla de un manzano), y, entonces, dando la señal, se agarró fuerte, y al mismo tiempo ayudó a izar su propio peso tirando, una mano tras otra, de uno de los cabos móviles del aparejo. Pronto le balancearon cuidadosamente dentro de las altas batayolas, y se posó suavemente en el sombrero del cabrestante. Con su brazo de marfil cordialmente extendido en bienvenida, el otro capitán avanzó, y Ahab, adelantando su pierna de marfil y cruzándola con el brazo de marfil (como dos hojas de pez espada) exclamó, en su tono de morsa:

Moby DickOn viuen les histories. Descobreix ara