XXXV. La cofa

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Con el tiempo más agradable fue cuando, en debida rotación con los demás marineros, me tocó mi primer turno en la cofa.

En la mayoría de los balleneros americanos se pone gente en las cofas casi a la vez que el barco sale del puerto, aunque le queden quizá quince mil millas o más que navegar antes de llegar a las aguas propiamente de pesca. Y si tras de un viaje de tres, cuatro o cinco años se acerca al puerto llevando algo vacío —digamos, incluso, una ampolla vacía—, entonces las cofas siguen con gente hasta el final, sin abandonar por completo la esperanza de una ballena más hasta que sus espigas de mastelerillo de sosobre avanzan navegando entre los chapiteles del puerto.

Ahora, como el asunto de situarse en lo alto de cofas, en tierra o en mar, es muy antiguo e interesante, extendámonos aquí en cierta medida. Entiendo que los más antiguos habitantes de cofas fueron los antiguos egipcios, porque, en todas mis investigaciones, no encuentro ninguno anterior. Pues aunque sus progenitores, los constructores de Babel, sin duda intentaron con sutorre elevar la más alta cofa de toda Asia, y también de África, sin embargo, dado que (antes de que se le pusiera la última galleta de tope) ese gran mástil suyo de piedra se puede decir que salió por la borda, en la terrible galerna de la ira de Dios, no podemos por tanto dar prioridad a esos constructores de Babel sobre los egipcios. Y que los egipcios fueron una nación de gente subida a cofas es una aserción basada en la creencia general de los arqueólogos de que las primeras pirámides se fundaron con propósitos astronómicos, teoría singularmente apoyada por la peculiar estructura escalonada de los cuatro lados de esas edificaciones, por la cual, con elevaciones prodigiosamente largas de sus piernas, esos antiguos astrónomos solían ascender a la cima y gritar sus descubrimientos de nuevas estrellas, del mismo modo que los vigías de un barco actual gritan señalando una vela o una ballena recién salida a la vista. En cuanto al Santo Estilita, el famoso ermitaño cristiano de tiempos antiguos, que se construyó una elevada columna de piedra en el desierto y pasó en su cima toda la parte final de su vida, izando la comida del suelo con un aparejo, en él tenemos un notable ejemplo de un intrépido vigía de cofa, que no fue expulsado de su sitio por nieblas ni heladas, granizo o nevisca, sino que, haciendo frente a todo con valentía hasta el final, murió literalmente en su puesto. De los modernos residentes en cofas no tenemos más que un grupo inanimado: hombres de mera piedra, hierro y bronce que, aunque muy capaces de afrontar una recia galerna, son por completo incompetentes en el asunto de gritar al descubrir alguna visión extraña. Ahí está Napoleón, quien, en lo alto de la columna de Vendôme, se yergue con los brazos cruzados, a unos ciento cincuenta pies en el aire, despreocupado, ahora, de quién gobierna las cubiertas de abajo, sea Luis Felipe, Louis Blanc o Luis el Diablo. El gran Washington, también, se eleva a gran altura en su descollante cofa de Baltimore, y, como una de las columnas de Hércules, su columna marca el punto de grandeza humana más allá del cual irán pocos mortales. El almirante Nelson, igualmente, en un cabrestante de metal de cañón, se eleva en su cofa de Trafalgar Square, y aun cuando está muy oscurecido por el humo de Londres, se nota que allí hay un héroe escondido, pues por el humo se sabe dónde está el fuego. Pero ni el gran Washington, ni Napoleón, ni Nelson contestarán a una sola llamada desde abajo, por más locamente que se les invoque para que sean propicios con sus consejos a las consternadas cubiertas que ellos contemplan; si bien se puede suponer que sus espíritus penetran a través de la densa niebla del futuro, distinguiendo qué bajos y qué escollos han de eludirse.

Puede parecer poco justificado unir en ningún aspecto a los vigías de las cofas de tierra con los del mar, pero que no es así en realidad, queda evidenciado claramente por un punto de que se hace responsable Obed Macy, el único historiador de Nantucket. El digno Obed nos dice que, en los primeros tiempos de la pesca de la ballena, antes de que se lanzaran regularmente barcos en persecución de la presa, la gente de la isla erigía elevadas astas a lo largo de la costa, a las que los vigías ascendían por medio de abrazaderas con clavos, algo así como cuando las gallinas suben las escaleras a su gallinero. Hace pocos años ese mismo plan fue adoptado por los balleneros de la bahía de Nueva Zelanda, quienes, al señalar la presa, daban aviso a botes ya tripulados que estaban preparados junto a la playa. Pero esa costumbre ahora se ha quedado anticuada; volvamos entonces a la única cofa propiamente dicha, la de un barco ballenero en el mar.

Moby DickWhere stories live. Discover now