XLI V. La carta

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Si hubierais bajado a la cabina detrás del capitán Ahab después del huracán que tuvo lugar en la noche sucesiva a aquella desatada ratificación de su propósito con su tripulación, le habríais visto ir a un cofre en el yugo, y, sacando un gran rollo arrugado de amarillentas cartas de marear, extenderlas ante él en su mesa atornillada al suelo. Luego, sentándose ante ella, le habríais visto estudiar atenta mente las diversas líneas y sombreados que se presentaban a su vista, y, con lápiz lento pero firme, trazar líneas adicionales en espacios que antes estaban vacíos. De vez en cuando, consultaba montones de viejos cuadernos de bitácora que tenía al lado, donde estaban anotados las épocas y lugares en que, en diversos viajes anteriores de varios barcos, se habían visto o capturado cachalotes.

Mientras así estaba ocupado, la pesada lámpara de peltre colgada de cadenas sobre su cabeza se mecía continuamente con el movimiento del barco y lanzaba destellos y sombras de líneas continuamente desplazados sobre su frente arrugada, hasta que casi pareció que, mientras él estaba trazando líneas y recorridos en las arrugadas cartas, algún lápiz invisible trazaba también líneas y recorridos en la carta, profundamente marcada, de su rostro.

Pero no fue esa noche en particular cuando Ahab caviló así en la soledad de su cabina sobre sus mapas. Casi todas las noches se sacaban; casi todas las noches se borraban algunas señales de lápiz, y se sustituían otras. Pues, con las cartas marinas de los cuatro océanos ante él, Ahab devanaba un ovillo de corrientes y remolinos, con vistas al más seguro cumplimiento de aquella idea monomaníaca de su alma.

Ahora, para cualquiera que no estuviera plenamente familiarizado con las costumbres de los leviatanes, podría parecer una tarea absurdamente desesperanzada buscar así una sola criatura solitaria en los ilimitados océanos de este planeta. Pero no se lo parecía a Ahab, que conocía los sentidos de todas las mareas y corrientes, y calculaba con eso las derivaciones del alimento de los cachalotes, y así, teniendo en cuenta también las temporadas normales y comprobadas para cazarlos en diversas latitudes, podía llegar a hipótesis razonables, casi próximas a ser seguridades, en cuanto al día más oportuno para estar en tal o cual lugar en busca de su presa.

Tan comprobado, en efecto, es el hecho de la periodicidad de la presencia del cachalote en unas aguas determinadas, que muchos cazadores creen que, si se pudiera estudiar y observar de cerca por todo el mundo, y se compararan cuidadosamente los cuadernos de bitácora de una sola campaña de toda la flota ballenera, se encontraría que las emigraciones del cachalote se parecen en lo invariable a las de los bancos de arenques o a los vuelos de las golondrinas. Con esta sugerencia, se han hecho intentos de construir complicados mapas de emigración del cachalote.

Además, cuando van en travesía de un lugar de pasto a otro, los cachalotes, guiados por algún instinto infalible —digamos, más bien, por alguna secreta noticia de la Divinidad— , suelen nadar en venas, como las llaman, continuando su camino por una determinada línea del océano, con exactitud tan infalible que ningún barco ha navegado en su travesía ni con la décima parte de tan maravillosa precisión. Aunque en esos casos la dirección emprendida por un determinado cetáceo sea tan recta como la línea de un agrimensor, y aunque la línea de avance se atenga estrictamente a su propia e inevitable estela derecha, sin embargo, la arbitraria vena en que se dice que nada en esas ocasiones, generalmente abarca varias millas de anchura (más o menos, puesto que se supone que la vena se ensancha o se contrae), pero nunca excede el campo visual de los vigías del barco ballenero al deslizarse de modo circunspecto por esa zona mágica. El resultado es que, en determinadas épocas, dentro de  esa anchura y a lo largo de ese camino, se pueden buscar cetáceos emigrantes con mucha confianza.

Y por tanto, Ahab podía esperar encontrar su presa no sólo en momentos averiguados y en bien conocidos parajes de pasto, por separado, sino que, al cruzar las más amplias extensiones de agua entre esos parajes, podía, con sus artificios, colocarse en lugar y hora tales que no le faltaran perspectivas de encuentro.

Moby DickWhere stories live. Discover now