CXXXIII. La caza. Primer día

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Aquella noche, durante la guardia de media, cuando el viejo —como solía hacer a intervalos— salió del portillo en que se apoyaba, y llegó a su agujero de pivote, de repente adelantó la cara ferozmente olfateando el aire marino, como un sagaz perro de barco al acercarse a alguna isla bárbara, y declaró que debía de haber alguna ballena cerca. Pronto se hizo perceptible a toda la guardia ese peculiar olor que a veces emite a gran distancia el cachalote vivo, y ningún marinero se sorprendió cuando, después de inspeccionar la brújula, y luego el cataviento, y después de asegurarse, en todo lo posible, del rumbo exacto del olor, Ahab ordenó rápidamente que se cambiara un poco el rumbo del barco y se disminuyera de paño.

La aguda prudencia que dictaba esos movimientos quedó justificada suficientemente al alborear, cuando se vio en el mar una larga mancha de calma, delante mismo, suave como el aceite, y semejante, en las plegadas arrugas de agua que la bordeaban, a las pulidas marcas de aspecto metálico de alguna rápida hendidura, de la corriente en una garganta de un torrente profundo y rápido.

—¡Vigías a las cofas! ¡Todos a cubierta!

Tronando con los extremos de tres espeques empuñados contra la cubierta del castillo, Daggoo despertó a los durmientes con tales golpes de juicio final, que parecieron salir disparados por el portillo, de tan al momento como aparecieron con la ropa en la mano.

—¿Qué veis? —gritó Ahab, volviendo la cara hacia el cielo.

—¡Nada, nada, capitán! —fue el sonido que bajó en respuesta.

—¡Juanetes y alas! ¡Abajo y arriba, y a las dos bandas!

Desplegando todas las velas, soltó entonces el cable reservado para izarle al mastelero de sobrejuanete, y pocos momentos después le izaban allí, cuando, sólo a dos tercios del camino hacia arriba, y mientras oteaba a través del vacío horizontal entre la vela de gavia y la de juanete, elevó por el aire un grito como de gaviota:

—¡Ahí sopla, ahí sopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!

Inflamados por el grito, que pareció repetido al instante por los tres vigías, los marineros en cubierta se precipitaron a las jarcias a observar la famosa ballena que tanto tiempo llevaban persiguiendo. Ahab ahora había alcanzado su altura final, a varios pies por encima de los demás vigías, y Tashtego estaba exactamente por debajo de él en el tamborete del mastelero de juanete, de modo que la cabeza del indio quedaba casi al nivel del talón de Ahab. Desde esa altura, la ballena se veía ahora a poco más de una milla, mostrando a cada ondulación del mar su alta joroba resplandeciente, y disparando con regularidad al aire su silencioso chorro. Para los crédulos marineros, pareció el mismo chorro silencioso que habían observado, hacía tanto tiempo, a la luz de la luna, en los océanos Atlántico e Índico.

—¿Y no la visteis antes ninguno de vosotros? —gritó Ahab, dirigiéndose a los vigías.

—La vi casi en el mismo momento que el capitán Ahab, y la señalé —dijo Tashtego.

—No en el mismo momento, no en el mismo... no, el doblón es mío; el Destino me ha reservado el doblón. Yo sólo he sido, ninguno de vosotros tres habéis sido el primero en avistar a la ballena blanca. ¡Ahí sopla, ahí sopla, ahí sopla! £¡Otra vez, otra vez! —gritó, en tono prolongado, lento, metódico, a compás de las extensiones graduales de los chorros visibles de la ballena—. ¡Se va a zambullir! ¡Aferrar las alas! ¡Arriar juanetes! ¡Preparados para tres lanchas! Starbuck, no olvides, quédate a bordo, y guarda el barco. ¡Timonel, orza una cuarta! ¡Eso, firme, muchacho, firme! ¡Ahí va una cola! ¡No, no, es sólo agua negra! ¿Preparadas todas las lanchas? ¡Dispuestos todos! ¡Bájame, Starbuck, baja, baja, deprisa, más deprisa! —y se deslizó por el aire hasta cubierta.

Moby DickWhere stories live. Discover now