CI. El frasco

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Antes de que se pierda de vista el barco inglés, quede aquí anotado que había zarpado de Londres, y que llevaba el nombre del difunto Samuel Enderby, comerciante de esa ciudad, fundador de la famosa casa ballenera de Enderby & Hijos, casa que, en mi pobre opinión de ballenero, no queda muy por detrás de las casas reales reunidas de los Tudor y los Borbón, en punto a autentico interés histórico. Mis numerosos documentos pesqueros no dejan en claro cuántos años llevaba existiendo esta gran casa ballenera antes del año 1775 de Nuestro Señor; pero en ese año, 1775, armó los primeros barcos ingleses dedicados a la pesca del cachalote; aunque durante unas décadas antes (desde 1726), nuestros valientes Coffin y Macey, de Nantucket y del Vineyard, habían perseguido al leviatán en grandes flotas, pero sólo en el Atlántico Norte y Sur, y no en otro lugar. Conste aquí claramente que los de Nantucket fueron los primeros de la humanidad en arponear con civilizado acero al gran cachalote, y que durante medio siglo fueron la única gente del globo entero que así le arponeaba.

En 1778, un hermoso barco, el Amelia, armado con ese propósito preciso, y a cargo exclusivo de los vigorosos Enderby, dio la vuelta valerosamente al cabo de Hornos, y fue el primero, entre las naciones, en arriar una lancha ballenera de cualquier especie en el gran mar del Sur. El viaje fue hábil y con éxito; y como volvió a su puerto con la sentina llena del precioso aceite de esperma, el ejemplo del Amelia fue seguido pronto por otros barcos, ingleses y americanos, y así se abrieron de par en par las vastas zonas de pesca del cachalote en el Pacífico. Pero no con tenta con esta buena acción, la infatigable casa se puso en movimiento otra vez: Samuel y todos sus hijos —cuántos, sólo su madre lo sabe—; y, bajo sus auspicios inmediatos, y en parte, creo, a sus expensas, el gobierno británico fue inducido a enviar la corbeta Rattler en viaje de exploración ballenera al mar del Sur. Mandada por un oficial nombrado capitán de la Armada, la Rattler hizo un viaje resonante, y fue de alguna utilidad: no consta cuánta. Pero eso no es todo. En 1819, la misma casa armó un barco ballenero propio para exploración, para ir en viaje de prueba a las remotas aguas del Japón. El barco —bien llamado el Sirena—hizo un magnífico crucero experimental, y así fue como por primera vez se conoció universalmente la gran zona ballenera del Japón. El Sirena, en ese famoso viaje, iba mandado por un tal capitán Coffin, de Nantucket.

Todo honor a los Enderby, pues, cuya casa, creo, sigue existiendo hasta hoy, aunque sin duda el primer Samuel debe haber soltado amarras hace mucho tiempo rumbo al gran mar del Sur del otro mundo.

El barco cuyo nombre llevaba, era digno de ese honor, siendo un velero muy rápido y una noble embarcación en todos los sentidos. Una vez yo subí a bordo de él, a medianoche, en algún punto a lo largo de la costa de Patagonia, y bebí buen flip en el castillo de proa. Fue un estupendo gam, y todos, nos emborrachamos, hasta el último a bordo. Vida breve, para ellos, y muerte alegre. Y aquel estupendo gam que tuve —mucho, mucho después que el viejo Ahab tocase sus tablas con su pierna de marfil— me recuerda la noble y sólida hospitalidad sajona de ese barco; y que mi párroco me olvide y el demonio me recuerde si alguna vez lo pierdo de vista. ¿Flip? ¿Dije que tomamos flip? Sí, y lo tomamos a razón de diez galones por hora, y cuando vino el chubasco (pues aquello es muy chubascoso, a lo largo de Patagonia), y todos los hombres —visitantes incluidos— fuimos llamados a rizar gavias, estábamos tan pesados de cabeza que nos tuvimos que atar arriba unos a otros con bolinas; y sin darnos cuenta, aferramos los faldones de nuestros capotes a las velas, de modo que allí quedamos colgados, rizados y sujetos en la galerna aullante, como ejemplo admonitorio para todos los lobos de mar borrachos. Sin embargo, los mástiles no saltaron por la borda, y poco a poco nos revolvimos para bajar, tan despejados, que tuvimos que volver a pasar el flip, aunque las salvajes salpicaduras saladas que entraban por el portillo del castillo lo habían diluido demasiado, dándole demasiado sabor a salmuera, para mi gusto.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora