XXXIV. La mesa de la cabina

286 17 0
                                    

Es mediodía, y Dough-Boy, el mayordomo, sacando su pálida cara de hogaza por el portillo de la cabina, anuncia la comida a su dueño y señor, quien, sentado bajo el bote de pescantes de sotavento, acaba de hacer una observación del sol, y ahora está calculando silenciosamente la latitud en la lisa tableta, en forma de medallón, reservada para esta finalidad cotidiana en la parte superior de su pierna de marfil. Por su completa falta de atención al aviso, pensaríais que el maniático Ahab no ha oído a su sirviente. Pero de repente, agarrándose a los obenques de mesana, se lanza a cubierta y, diciendo con voz igual y sin animación: «La comida, señor Starbuck», desaparece en la cabina.

Cuando se ha extinguido el último eco del paso de su sultán, y Starbuck, el primer emir, tiene todos los motivos para suponer que está sentado, se levanta de su quietud, da unas cuantas vueltas por la cubierta y, tras una grave ojeada a la bitácora, dice, con cierto acento placentero: «La comida, señor Stubb», y baja por el portillo. El segundo emir se demora un rato por los aparejos, y luego, sacudiendo ligeramente la braza mayor, para ver si no le pasa nada a tan importante jarcia, asume igualmente la vieja carga, y con un rápido «La comida, señor Flask», sigue a sus predecesores.

Pero el tercer emir, viéndose ahora por completo a solas en el alcázar, parece sentirse aliviado de alguna singular sujeción, pues, lanzando a todas las direcciones toda clase de guiños entendidos, y quitándose de un golpe los zapatos, se arranca en una brusca, pero silenciosa racha de danza marinera encima mismo de la cabeza del Gran Turco, y luego, lanzando con un diestro golpe su gorra hasta la cofa de mesana, como a una estantería, baja haciendo el loco, al menos mientras queda visible desde cubierta, y cierra la marcha con música, al revés que en todas las demás procesiones. Pero antes de entrar por la puerta de la cabina de abajo, se detiene, embarca una cara totalmente nueva, y luego el independiente y risueño pequeño Flask entra a la presencia del rey Ahab en el papel de Abyectus, el esclavo. 

De todas las cosas raras producidas por la intensa artificialidad de las costumbres marinas, no es la menor que muchos oficiales, mientras están al aire libre, en cubierta, se comporten a la menor provocación de modo atrevido y desafiante respecto a su jefe, pero que, en diez casos contra uno, esos oficiales bajen un momento después a su acostumbrada comida en la cabina del mismo capitán, e inmediatamente tomen un aire inofensivo, por no decir suplicante y humilde, hacia aquél, sentado a la cabecera de la mesa: es algo maravilloso, y a veces muy cómico: ¿Por qué tal diferencia? ¿Un problema? Quizá no. En haber sido Baltasar rey de Babilonia, y haberlo sido de modo no altivo, sino cortés, en esto sin duda debió de haber algún toque de grandeza humana. Pero aquel que con espíritu auténticamente real e inteligente preside su propia mesa particular de comensales invitados, ese hombre tiene por el momento un poder sin rival y el dominio de la influencia individual; la realeza de rango de ese hombre supera a Baltasar, pues Baltasar no era el más grande. Quien por una sola vez haya invitado a comer a sus amigos, ha probado a qué sabe ser césar. Es una brujería de zarismo social a que no se puede resistir. Ahora, si a esa consideración se sobreañade la supremacía oficial del capitán de un barco, por deducción se obtendrá la causa de esa peculiaridad de la vida marítima recién mencionada.

Sobre su mesa taraceada de marfil, Ahab presidía como un león marino, mudo y melenudo, en la blanca playa de coral, rodeado por sus cachorros, bélicos pero deferentes. Cada oficial aguardaba a ser servido en su propio turno. Estaban ante Ahab como niñitos; y sin embargo Ahab no parecía abrigar la menor arrogancia social. Con una sola mente, todos clavaban sus ojos atentos en el cuchillo del viejo, mientras trinchaba el plato principal ante él. Por nada del mundo supongo que habrían profanado ese momento con la más leve observación, aunque fuera sobre un tema tan neutral como el tiempo. ¡No! Y cuando, extendiendo el cuchillo y el tenedor entre los cuales se encerraba la tajada de carne, Ahab hacía señal a Starbuck de que le acercara el plato, el primer oficial recibía su alimento como si recibiera limosna, y lo cortaba tiernamente, un poco sobresaltado si por casualidad el cuchillo rechinaba contra el plato, y lo masticaba sin ruido, y se lo tragaba no sin circunspección. Pues, como el banquete de la Coronación en Francfort, donde el Emperador germánico come gravemente con los siete Electores Imperiales, así esas comidas en la cabina eran comidas solemnes, no se sabe cómo, tomadas en temeroso silencio; y, sin embargo, el viejo Ahab no prohibía la conversación en la mesa, sino que solamente permanecía mudo él mismo. ¡Qué alivio era para el atragantado Stubb que una rata hiciera un repentino estrépito en la bodega de abajo! Y el pobre pequeño Flask era el menor y el niñito de esa fatigada reunión familiar. A él le tocaban los huesos de canilla del salobre buey; a él le tocaban las patas de los pollos, pues para Flask, haberse atrevido a servirse, le habría parecido algo equivalente a hurto de primer grado. Sin duda, si se hubiera servido él mismo en la mesa, jamás se habría atrevido a ir con la frente alta por este honrado mundo; y no obstante, por raro que sea decirlo, Ahab nunca se lo prohibía. Y si Flask se hubiera servido, lo probable es que Ahab ni siquiera se habría dado cuenta. Menos que nada se atrevía Flask a servirse manteca. Si era porque pensaba que los propietarios del barco se lo negaban a causa de que le haría tener pecas en su tez clara y soleada, o si juzgaba que, en un viaje tan largo en tales aguas sin mercados, la manteca debía de estar muy cara, y por tanto no era para un subalterno como él, por cualquier cosa que fuera, Flask, ¡ay!, era hombre sin manteca. Otra cosa. Flask era el último en bajar a comer, y Flask era el primero en subir. ¡Consideradlo! Pues de este modo la comida de Flash quedaba apretada de mala manera en cuanto al tiempo. Starbuck y Stubb le llevaban ventaja en la salida, y además tenían el privilegio de entretenerse después. Si sucede además que Stubb, que apenas está a una clavija por encima de Flask, tiene por casualidad poco apetito y pronto muestra síntomas de que va a terminar su comida, entonces Flask tiene que moverse, y ese día no sacará más de tres bocados, pues va contra la sagrada costumbre que Stubb salga antes que Flask a cubierta. Por consiguiente, Flask reconoció una vez en privado que, desde que había ascendido a la dignidad de oficial, no había sabido, ya a partir de ese momento, lo que era no estar más o menos hambriento. Pues lo que comía, más que aliviarle el hambre, se la mantenía inmortal en él. «La paz y la satisfacción —pensaba Flask— han abandonado para siempre mi estómago.

Moby DickΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα