CX. Queequeg en su ataúd

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Después de un examen se observó que los últimos barriles estibados estaban totalmente indemnes y que el escape debía de estar más abajo. De manera que, estando el tiempo en calma, se siguió el trabajo de reconocimiento, perturbando el descanso de los enormes envases alineados e izando aquellas moles enormes desde la penumbra de media noche a la luz del día, arriba. Tan hondos se hallaban, y tan corroídos, mohosos y antiguos parecían los barriles de las filas inferiores, que al verlos casi se tenía la idea de alguna mocheta que contuviera monedas del capitán Noé, con carteles ,previniendo, aunque en vano, del diluvio al mundo antiguo.

Fueron izadas también, unas tras otras, las barricas de pan, agua y carne, las duelas sueltas de barril y los líos de zunchos, hasta que se hizo complicado el conseguir andar por cubierta, y el casco hueco resonaba bajo las pisadas como si anduviera sobre catacumbas vacías, y cabeceaba y se mecía en el mar como una damajuana llena de aire. Al buque le pesaba la calabaza, como a un famélico estudiante con la cabeza llena de Aristóteles. Menos mal que por entonces nonos visitó ningún tifón. Pero he aquí que fue entonces cuando mi pobre camarada infiel y amigo del alma, Queequeg, cogió unas fiebres que le pusieron al borde de la tumba.

Es necesario hacer constar que en esta profesión de ballener o no existen las sinecuras. La dignidad y el peligro van de la mano hasta que se llega a capitán, y cuanto más alto el grado, más dura la faena. Esto ocurría con el pobre Queequeg, quien no sólo tenía que hacer frente a la furia de la ballena viva, sino, como ya hemos visto antes, descender finalmente sobre su lomo muerto en un mar agitado, y bajar a la penumbra de la cala para sudar amarga mente todo el día, manejando y estibando los más pesados barriles. Para abreviar, a los arponeros se les llama, entre balleneros, los "asideros".

¡Pobre Queequeg! Deberíais haberos asomado por la escotilla para verle, allí abajo, mientras el barco estaba medio destripado: sin otra ropa que sus calzones, el tatuado salvaje se arrastraba entre el fango y la humedad, como un gran lagarto verde y con pintas, en el fondo de un pozo. Y un pozo, más bien una fresquera, resultó ser para él, no se sabe cómo, pobre pagano; pues allí, por extraño que parezca, a pesar de todo el calor de sus sudores, le entró un terrible enfriamiento que se convirtió en fiebre, y por fin, después de sufrir varios días, le hizo caer en su hamaca, cerca del umbral de la puerta de la muerte. £Cómo se consumió, cada vez más, en aquellos pocos días lentos, hasta que pareció quedar de él poco más que su esqueleto y su tatuaje! Pero todo lo demás en él se adelgazó, y sus mandíbulas se pusieron más salientes, aunque sus ojos parecían volverse cada vez más llenos: adquirieron una extraña suavidad y lustre, y, con benevolencia, a la vez que con profundidad, se asomaban a miraros desde su enfermedad, prodigioso testimonio de esa salud inmortal en él, que no podía morir o debilitarse. Y como círculos en el agua, que se expansionan al debilitarse, así sus ojos parecían extenderse en redondo como los anillos de la Eternidad. Un horror que no puede nombrarse os invadía al sentaros al lado de aquel salvaje que se extinguía, y veíais tantas cosas extrañas en su cara como las que pudieron observar los que estaban al lado de Zoroastro cuando murió. Pues cuanto es de veras prodigioso y temible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros. Y el acercamiento de la muerte, que nivela a todos por igual, igualmente infunde en todos una última revelación que sólo podría contar adecuadamente un escritor de entre los muertos. Así que —digámoslo una vez más— ningún caldeo o griego agonizante tuvo pensamientos más altos y sagrados que aquellos cuyas misteriosas sombras veíais deslizarse sobre la cara del pobre Queequeg, tendido tranquilamente en su hamaca oscilante, mientras el mar agitado parecía mecerle suavemente para su reposo final, y la invisible marea desbordada del océano le elevaba cada vez más hacia su destino celestial.

No hubo marinero en la tripulación que no le diese por perdido, y, en cuanto al pobre Queequeg, lo que pensaba de su situación se manifestó de modo impresionante por un curioso favor que pidió. Llamó a uno, en el grisáceo cuarto de guardia de alba, y aferrándole por la mano, dijo que cuando estaba en Nantucket había visto por casualidad ciertas pequeñas canoas de madera oscura, como la lujosa madera de guerra de su isla nativa; y, al preguntar, había sabido que a todos los balleneros que morían en Nantucket les ponían en esas canoas oscuras, y le había gustado mucho la idea de ser sepultado así, pues no se diferenciaba mucho de la costumbre de los de su propia raza, que, después de embalsamar a un guerrero muerto, le tendían en su canoa, y le dejaban así derivar flotando hacia los archipiélagos de las estrellas, pues no sólo creen que las estrellas son islas, sino que más allá de todos los horizontes visibles, sus propios mares benévolos y sin límites afluyen a los cielos azules, y así forman las blancas rompientes de la Vía Láctea. Añadió que se estremecía a la idea de ser sepultado en su hamaca, conforme a la habitual costumbre marinera, lanzado, como algo vil, a los tiburones devoradores de la muerte. No: él deseaba una canoa como las de Nantucket, tanto más adecuadas para él, como ballenero, porque, igual que las lanchas balleneras, esas canoas ataúdes no tenían quilla, aunque ello implicaba un rumbo incierto y mucha deriva por las eras de tiniebla.

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