XLVIII.- El primer ataque

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Los fantasmas, pues eso parecían entonces, daban vueltas por el otro lado de la cubierta, y, con celeridad sin ruido, soltaban las jarcias y amarras de la lancha que allí se balanceaba. Esa lancha siempre se había considerado una de las lanchas de reserva, aunque técnicamente se la llamaba «la del capitán», a causa de que colgaba al lado de estribor. La figura que ahora estaba junto a su proa era alta y sombría, con un solo diente blanco sobresaliendo malignamente de sus labios acerados. Una arrugada chaqueta china de algodón negro le revestía funeralmente, con anchos pantalones negros del mismo material oscuro. Pero coronando extrañamente todo su color de ébano, había un resplandeciente turbante blanco entrelazado, con el pelo vivo, trenzado y retorcido, dando vueltas a la cabeza. Menos sombríos de aspecto, los compañeros de esta figura eran de ese color vívido, de amarillo de tigre, peculiar de algunos de los aborígenes de Manila; una raza famosa por cierto diabolismo de sutileza, y que algunos marineros honrados suponen que son espías pagados y agentes confidenciales y secretos en las aguas, enviados por el demonio, su señor, cuyo despacho suponen que está en otro sitio.

Mientras la interrogativa tripulación del barco miraba a aquellos desconocidos, Ahab gritó al viejo de turbante blanco que iba a la cabeza de ellos:

—¿Todos dispuestos, Fedallah?

—Dispuestos —fue la respuesta medio siseada.

—Botes al agua, entonces, ¿oís? —gritando a través de la cubierta—. Botes al agua ahí, digo.

Tal fue el trueno de su voz, que a pesar de su asombro, los hombres saltaron sobre el pasamanos, las roldanas dieron vueltas como torbellinos en los motones, y con un chapuzón, las tres lanchas cayeron al mar, mientras, con diestra y tranquila osadía, desconocida en cualquier otra profesión, los marineros, como machos cabríos, se dejaban caer de un brinco desde el costado balanceante del barco a las agitadas lanchas de abajo.

Apenas habían remado hasta salir de sotavento de la nave, cuando una cuarta quilla, viniendo del lado de barlovento, bogó dando la vuelta bajo la popa y mostró a los cinco desconocidos remando con Ahab, quien, de pie en la popa, gritaba ruidosamente a Starbuck, Stubb y Flask que se dispersaran mucho para cubrir una gran extensión de mar. Pero con todos sus ojos clavados en el sombrío Fedallah y su tripulación, los marineros de las otras lanchas no obedecieron la orden.

—¿Capitán Ahab...? —dijo Starbuck.

—Dispérsense —gritó Ahab—: dejen sitio, las cuatro lanchas. ¡Tú, Flask, echa más a sotavento!

—Sí, sí, capitán —gritó animosamente el pequeño «Puntal» haciendo girar su gran remo de gobernalle—. ¡Atrás! —dirigiéndose a su tripulación—. ¡Ahí, ahí!, ¡ahí otra vez! ¡Ahí delante mismo está soplando, muchachos! ¡Atrás!

—No te preocupes de esos tipos amarillos, Archy.

—¡Ah, no me importan, señor! —dijo Archy—: ya lo sabía todo antes de ahora. ¿No los había oído en la bodega? ¿Y no se lo dije, aquí, a Cabaco? ¿Qué dices tú, Cabaco? Son polizones, señor Flask.

—¡Remad, remad, mis queridos valientes; remad, hijos míos; remad, pequeños! —gruñó y suspiró mimoso Stubb a los de su tripulación, algunos de los cuales todavía mostraban señales de intranquilidad—. ¿Por qué no os rompéis los espinazos, muchachos? ¿Qué os quemáis mirando? ¿Aquellos muchachos de ese bote? ¡Chist! Solamente son cinco hombres más que han venido a ayudarnos; no importa de dónde; cuanto más, más contentos. Remad, entonces, remad; no os preocupéis del azufre; los demonios son bastante buenos chicos. Ea, ea, ea, ya estamos; ése es el golpe, por mil libras; ¡ése es el golpe para llevarse la partida! ¡Hurra por la copa de oro de aceite de ballena, mis héroes! Tres hurras, muchachos; ¡ánimo todos!Tranquilos, tranquilos, no tengáis prisa. ¿Por qué no partís los remos, bribones?  ¡Morded algo, perros! Ea, ea, ea, ahora; suave, suave. ¡Eso es, eso es! Largo y fuerte. ¡Dejad sitio ahí, dejad sitio! ¡El diablo os lleve, bribones andrajosos; estáis dormidos todos! Dejad de roncar, dormilones, y remad. Remad, ¿queréis? Remad, ¿no sabéis? Remad, remad ¿vamos allá? En el nombre de los gobios y los pasteles de jengibre, ¿no remáis? Remad y romped algo; remad, sacaos los ojos. ¡Vamos! —sacando del cinto el afilado cuchillo—: que cada hijo de su madre saque el cuchillo, y reme con la hoja entre los dientes. Eso es..., eso es. Ahora,haced algo; esto ya tiene buen aspecto, mis pedacitos de acero. ¡Dadle fuerte, dadle fuerte, mis cucharitas de plata! ¡Dadle fuerte, pedazos de pasadores!

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora