IX. El sermón

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El Padre Mapple se irguió, y con suave voz de autoridad sin arrogancia, ordenó a la gente dispersa que se apretara: —¡Trozo de estribor, allí! ¡Fuera de babor! ¡Trozo de babor, a estribor! ¡A crujía, a crujía! Hubo un sordo ruido de pesadas botas marinas entre los bancos, y un roce más ligero de zapatos de mujer, y todo volvió a quedar en silencio, y todas las miradas en el predicador. 

Él se detuvo un momento; luego, arrodillándose en la proa del púlpito, plegó sus grandes manos morenas sobre el pecho, levantó los ojos cerrados, y ofreció una oración tan hondamente devota que parecía estar arrodillado y rezando en el fondo del mar.

Acabado esto, con prolongados tonos solemnes, como el continuo doblar de una campana en un barco que se hunde en alta mar en la niebla, comenzó a leer así el siguiente himno, pero, hacia las estrofas finales, cambió de acento e interrumpió en una repiqueteante exultación gozosa: 

Las costillas de horror de la ballena

alzaban sobre mí su arco funesto;

la ola de Dios, con claro sol, pasaba

y me llevaba a lo hondo, a ser juzgado.

Vi abrirse las quijadas del infierno,

con penas y dolores que no acaban;

sólo puede contarlo quien lo sufre:

oh, en desesperación me sumergía.

Entre el espanto negro, clamé a Dios,

al que apenas podía creer mío;

él inclinó su oído a mis querellas,

y la enorme ballena me soltó.

En mi auxilio voló deprisa, como

cabalgando en un fúlgido delfín;

claro y terrible igual que los relámpagos

brilló el rostro de Dios mí salvador.

Mi canto para siempre contará

esa hora de miedo y de alegría;

yo doy toda la gloria a mi Señor;

suya es toda la gracia y el poder.

Casi todos se unieron al himno, que creció y subió por encima del aullar de la tormenta. Sucedió una breve pausa; el predicador pasó lentamente las hojas de la Biblia, y por fin, plegando la mano sobre la página buscada, dijo:

—Amados compañeros de tripulación, remachemos el último versículo del capítulo primero de Jonás... «Y Dios había preparado un gran pez para que se tragara a Jonás.»

»Compañeros, este libro, que contiene sólo cuatro capítulos —cuatro filásticas—; es uno de los cordones más pequeños en el poderoso cable de las Escrituras. Y sin embargo ¡qué profundidades del alma sondea el profundo escandallo de Jonás! ¡Qué lección más fecunda es para nosotros este profeta! ¡Qué cosa más noble es ese cántico en el vientre del pez! ¡Qué grandiosidad y qué estruendo de ola! Sentimos el flujo que nos cubre, lo sondeamos hasta el fondo algoso de las aguas; nos rodean las algas y la broza marina. Pero ¿qué es esa lección que enseña el libro de Jonás? Compañeros, esta lección es un cabo de dos cordones; una lección para todos nosotros como hombres pecadores, y una lección para mí como piloto del Dios vivo. Como hombres pecadores, es una lección para todos, porque es un relato del pecado, de la dureza del corazón, de los terrores repentinos, del rápido castigo, el arrepentimiento, las oraciones y finalmente la liberación gozosa de Jonás. Como pasa con todos los pecadores de este mundo, el pecado de este hijo de Amittai estuvo en su deliberada desobediencia al mandato de Dios —no importa ahora cuál fuera ese mandato, ni cómo se lo transmitiera—, que él encontró duro mandato. Pero todas las cosas que Dios quiere que hagamos nos resultan duras de hacer —recordadlo— y, por tanto, más a menudo nos manda que intenta persuadirnos. Y si obedecemos a Dios, debemos desobedecernos a nosotros mismos, y en este desobedecernos a nosotros mismos consiste la dureza de obedecer a Dios.

Moby DickWhere stories live. Discover now