Capítulo 3

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—¡Dios mío, Elizabeth! ¿¡Te iban a atropellar!? —chilla mi hermana cuando le he contado lo que pasó cuando salí de casa.

—Pero no fue así —digo—, El chico que te dije, me salvó.

—¿Cómo dijiste que se llama?

—Evan.

Mi hermana me dirige hacia un lugar y yo voy tanteando el camino con mi mano derecha, hasta que choca con algo duro, y luego de examinarla me doy cuenta que es una silla. Carol me ayuda a sentarme para que no ponga mi trasero en otra parte y caiga sentada en el suelo.

—¿En qué estabas pensando cuando saliste de la casa? —escucho los pasos de mi hermano acercándose.

—¿Dónde están mis padres? —trato de esquivar la pregunta de Sebastián.

—No me cambies el tema, Elizabeth —dice con voz firme—, ¿Por qué saliste sin avisarnos?

—Quería despegar mi mente —digo después de un rato—, no soportaba estar allí entre esas cuatro paredes.

—Eso no es excusa, Elizabeth. Pudiste avisarnos.

—No quiera hablar con nadie, ni estar con nadie, por eso salí sin avisar.

—Y por tu imprudencia casi te arrolla un auto.

—Sebastián... —la voz de mi hermana Carol llega a mis oídos, y suena como una advertencia hacia Sebastián.

—¿Qué tal si ese chico no hubiese llegado? ¿Qué tal si nadie te hubiera salvado? —la voz de Sebastián sube más y más de tono con cada palabra que dice—, ¡¿Qué tal que ahora en lugar de estar aquí sentada estuvieras en una cama de un hospital?!

—Sebastián, basta... —dice Carol, pero él no se detiene y prosigue.

—¡¿Qué tal si ahora estuviéramos llorando por ti porque tu vida estuviera en peligro?!

—¡Sebastián para ya!

—¡¿Qué tal si hubiera pasado como la vez que tenias esos tumores en la cabeza y por eso quedaste ciega?!




Y la palabra que tanto estaba evitando decir y escuchar parece hacer eco en mi cabeza. Esa palabra que quería alejar muy lejos de mí, aunque con solo verme todo de mí grita esa palabra; ciega.

Y es que parece que con solo mencionarla, toda mi miseria parece volver, y lo peor de todo era que mi hermano era el que me había llamado ciega. Y no lo niego, lo soy, pero todos en esta casa saben lo mucho que a veces me cuesta admitirlo por muy idiota que suena, y también saben que no me gusta escuchar dicha palabra.



Y que mi hermano me llame así, duele más que cualquier cosa, y puedo creer que jamás superaré estar en una inmensa oscuridad, que no sepa la diferencia si es de día o es de noche. Y me da miedo, que pueda olvidar muchas cosas, como los colores, los objetos, o el rostro de mis padres...

—Elizabeth...


Pero sé que debo estar agradecida con la vida por dejarme vivir, y estar aquí presente aún. Y que aunque haya perdido la vista estoy viva, y eso debería ser suficiente para mí. Pero como me gustaría que las cosas hubieran sido de otra manera.

—Elizabeth yo...

Me pongo de pie.

No tengo ganas de llorar, y es lo más raro el día de hoy. Ya que desde que salí del hospital con la noticia desgarradora de que no volvería a ver jamás, había llorado desde ese entonces, claro que nadie puede llorar un día completo sin parar, así que solo eran en pequeños episodios. Ya no comía, y mucho menos me importaba dormir porque, ¿Cuál es la diferencia? Todo lo veía negro.

Aunque no te pueda ver ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora