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Nada. Al otro lado no había nada, sólo un vacío decepcionante.

Después de perder la luz de sus ojos dorados llegó el silencio, la oscuridad. Palmeé mi rostro para comprobar que mis párpados estaban abiertos. Lo estaban, pero no podían ver nada. El único sentido que me quedaba era el tacto y éste descubrió que mi piel estaba expuesta, desnuda. Mi cuerpo flotaba en esa densa noche y mi pelo danzaba en un líquido que no ahogaba mis pulmones. No respiraba, no lo necesitaba.

Estaba muerta.

Parpadeé en las sombras del umbral del más allá y esperé. No tenía ninguna posesión ni latido en mi pecho, sólo pensamientos retumbando en mis costillas mientras recordaba todo lo que había dejado atrás. Divagué entre los hoyuelos de Ritto, el azul del iris de Sairu, la voz aterciopelada de Hila, las bromas de Saichi y la piel de marfil de Eito. Su blancura me hizo recordar la sonrisa impecable de Yunie y el reluciente pelo de Shiruke. Éste último salpicó mi cabeza con una intensa imagen de Bright que me miraba desde aquellos profundos ojos zafiros. Empecé a sentir una extraña ansiedad que golpeaba contra mi pecho enmudecido.

El vacío se llenó de sentimientos que me agarraban del cuello tratando de asfixiarme. En la penumbra pataleé y me intenté mover hacia algún lugar seguro. ¿Me estaba desplazando o me había quedado suspendida en aquel punto y final? Intenté gritar pero no había ningún sonido que me envolviese; silencio y oscuridad infinita como el firmamento de estrellas que solía ser mi hogar.

Había empezado a sentir un temor penetrante que carcomía mis huesos cuando por fin pude vislumbrar unas formas de entre las sombras. Una tímida luz gris me ayudó a recuperar la visión y revisé los lunares de mis brazos para cerciorarme de mantener el mismo cuerpo que tenía en vida. Busqué en el horizonte aquella imagen tenuemente iluminada para examinarla.

Era una cabeza más grande que mi propio cuerpo, una cabeza de un dragón imponente que me miraba con tristeza.

La oscuridad adquirió la luz suficiente como para otorgarme los colores. Sus escamas y cuernos afilados eran de un carmesí muy oscuro. Sus ojos, cuyos iris se estremecían en una fina línea, estaban tan bañados en rojo como los míos. Lo reconocí al instante como una parte de mí, como si estuviese frente a un espejo. Aquella bestia era mi sangre fuera de mí, abatida y apagada tras morir con dieciocho años recién cumplidos.

Agité brazos y piernas y nadé hacia el dragón. Estrechando las distancias su enorme cuerpo se difuminaba tras su cabeza: estaba agazapado sobre sus garras y, si ignoraba su aspecto fiero y monstruoso, no era más que un animal en estado de reposo.

Me quedé a unos centímetros de su morro y alargué los dedos lentamente con la intención de acariciarle. Sus fosas nasales aletearon y me detuve en seco. Después recordé que estaba muerta y que ya no tenía nada que temer.

Acaricié sus escamas rojizas y éstas me transmitieron un tacto rugoso y cálido. Sus ojos parpadearon con una capa acuosa y opaca que cruzaron su mirada rojiza de manera horizontal. El calor que desprendía su piel empezó a quemarme y me aparté, sin embargo la quemazón no cesó: se extendió como una lengua de fuego que me devoraba por dentro.

Nació desde la palma de la mano que había tocado a la bestia hasta recorrer cada centímetro de mi cuerpo y engullirlo en brasas candentes. No sentía dolor a pesar de que mi piel refulgiese en sangrantes llagas y el dragón no se inmutó aunque me hubiese convertido en una bola de fuego. Iluminé la antesala de la muerte y una voz me abrazó.

Era una voz de hombre, aniñada y alegre, que me hablaba desde un idioma que no lograba entender. Entrecerré los ojos hacia el dragón intentando averiguar si se trataba de él, mas éste permaneció impasible.

Ryu; Retorno (2)Where stories live. Discover now