069 | Obsequios

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MALCOM

El atardecer es una mezcla de líneas de colores pasteles que se bifurcan entre las nubes en las alturas, algunas aves aparecen como puntos oscuros que se deslizan y contrastan en la paleta de cálidas tonalidades. Soy capaz de ver los últimos rayos del sol a través de la ventanilla del Jeep, desde el asiento del copiloto donde estoy sentado. Las pequeñas casas de la ciudad pasan en cámara lenta a los lados del vehículo al igual que lo hacen los habitantes de Betland. La imagen es una que podrías ver todos los días de tu vida, una que al estar acostumbrado a ella pasarías por alto y no mirarías por segunda vez. Sin embargo, desde mi punto de vista, a veces es necesario detenerse y apreciar lo que ignoramos de nuestra rutina.

Giro la cabeza y mis ojos caen en alguien que se ha vuelto bastante frecuente en mi vida últimamente, alguien que se transformó en parte del día a día en mi estadía aquí. Kansas tiene una mano en el volante mientras que con la otra intenta acomodarse los rebeldes mechones de cabello que insisten en taparle la visión. Su ventanilla está ligeramente baja a pesar de que es consciente de que hace frío y de que la brisa de principios de noviembre sopla en su rostro iluminado por lo que resta del sol. Su perfil es un conjunto de suaves facciones donde se resalta la ligera curva de su nariz, la de sus labios y su mentón. Sus delgadas y extensas pestañas destacan una mirada serena y despreocupada que se desliza por las calles de la ciudad.

La imagen rebosa de una armonía natural, una que sería capaz de apaciguar los latidos de un desenfrenado corazón y robar suspiros sin siquiera intentarlo. Ella se percata de que estoy contemplándola y arquea una ceja con cierta curiosidad y gracia en mi dirección.

—Has estado demasiado callado desde que salimos del bowling, ¿debería preocuparme? —inquiere ahora con ambas manos al volante—. Es raro que no estés regurgitando datos científicos o cosas que a nadie más que al difunto Einstein le interesen.

—Solamente pensaba y admiraba la vista —revelo tras una exhalación.

—Sí, es una imagen panorámica muy bonita, todo el mundo lo sabe —coincide mientras dobla en una esquina y comienza a reducir la velocidad a medida que nos acercamos a la casa de la señora Murphy.

El viernes de pasta pareció cancelarse dado que los Jaguars necesitan practicar exhaustivamente para el partido de mañana.

—Me estaba refiriendo a ti, no a la ciudad ni al atardecer —señalo.

—Ya lo sé, Beasley —reconoce—. Muchos coinciden en que los genes de los Shepard son dignos de admirar.

—Eso sonó muy arrogante y, sin ánimos de ofender, no creo que muchos seres humanos se detengan a contemplar la belleza de Bill —apunto—. Ni siquiera el hámster de Zoe puede mirarlo por tres segundos seguidos sin antes espantarse porque el hombre está gruñendo como una especie de animal salvaje, mirándote con ojos de caníbal o lanzando partículas de saliva a todas partes mientras grita cuál es el nivel de ineficacia de Timberg.

Ella estaciona frente a la casa de la señora Murphy y el motor se silencia lentamente. Sus manos siguen en el volante para el momento es que ladea la cabeza en mi dirección y me observa con un destello de diversión en sus ojos, uno que se va apagando con el paso de los segundos y da lugar a otro que está cargado de un sentimiento mucho más complejo.

Nos observamos mutuamente y no es necesario hablar para expresar lo que estamos evaluando o sintiendo. Tengo la certeza de que ambos estamos apreciando al otro, pensando cuánto serán capaces de extrañarse dos personas que se conocen hace relativamente poco e intentando identificar con exactitud qué es lo que sentimos respecto al que tenemos al lado. Rememoramos internamente viejas conversaciones y acciones del pasado que fueron las causantes de que ahora estemos aquí, encerrados dentro de un Jeep y con la nostalgia arraigada al pecho a pesar de que aún seguimos juntos.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora