053 | Inconmensurable

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KANSAS

«Te quiero».

Escuché bien, sé perfectamente lo que acaba de confesar hace solo minutos atrás: me quiere. Eso dijo, eso escuché, eso me estremeció e hizo saltar mi ya acelerado corazón.

Me resulta difícil de explicar lo que siento. De seguro es porque la realidad es que no estoy sintiendo nada en absoluto. No puedo respirar, mucho menos pensar o sentir mientras aquellos ojos azules vacilan antes de tomar una decisión. El entumecimiento hace pesar mis músculos y presiento que voy a caer en cualquier momento y, como Malcom parece estar tan estático como yo, asumo que voy a terminar besando el piso.

Y no barro hace tres días, así que debe estar sucio.

—Necesito que abras la boca y me respondas, porque no creo que pueda seguir soportando tu suspenso de telenovela —aclaro.

—Una vez leí que el cerebro humano recibe 36 litros de sangre cada hora, eso equivaldría a 864 litros por día —dice antes de acercar su mano a mi rostro. Un escalofrío me recorre la espina dorsal en el segundo en que sus cálidos dedos hacen contacto con la piel de mi cuello y su pulgar acaricia suavemente mi mejilla—. Esto implicaría la llegada de unos 0,6 mililitros por minuto, y en los últimos sesenta segundos en los que te he estado observando la sangre parece haberse drenado de ti, estás pálida y pareces no tener reacción. Ni muscular ni cerebral... —simula el diagnóstico de un médico y la misma expresión que este usaría para dar una mala noticia.

—No sé de qué hablas, eso no tiene nada que ver con esto. —Me sorprende la forma en que mi voz sale, como si se hubiera tornado más débil.

—Hay muchas causas por las que palidecemos, pero creo que tú lo haces porque tienes miedo —sigue, y en cuanto sus palabras penetran mis oídos mis músculos entumecidos vuelven a la vida únicamente para tensarse—. Palideces porque tus capilares sanguíneos se estrechan y así se logra mandar la sangre a lugares de tu cuerpo que son más aptos para huir. Porque estás asustada, Kansas. —Su tono es ronco y bajo, cargado de seguridad y cierta preocupación—. Y aún no logro saber el porqué.

—Tal vez sea porque no quiero escuchar la respuesta en caso de que no sea la que yo quiero oír —declaro—. Ese es motivo suficiente para querer salir corriendo de la habitación, Malcom. —Sonrío, pero la sonrisa divertida que quiero exteriorizar termina por ser el antónimo de tal adjetivo—. Supongo que tengo miedo al rechazo, pero ¿quién no lo tiene?

Las comisuras de sus labios se elevan con suavidad y, a pesar de que no es una sonrisa que muestra sus dientes o que llega hasta sus ojos, la considero la mejor sonrisa que he visto en toda mi vida.

—No deberías tenerle miedo al rechazo —apunta deslizando su pulgar de mi mejilla hasta mi boca. La yema traza una línea imaginaria a lo largo de mi labio inferior, la cual es seguida por su aguda mirada—. Porque dudo que alguna vez alguien vaya a rechazarte, Kansas.

—¿Y qué hay de ti?

—Yo no soy la excepción.

Estamos tan cerca que soy capaz de sentir la calidez de su cuerpo y, en cuanto la última palabra sale de sus labios, mis manos se lanzan desesperadas en su búsqueda. Rodeo su cuello y él lleva su mano libre a mi espalda, acercándome con una leve y pequeña presión.

—¿Entonces escribimos un cuento? —Enarco una ceja.

Él no responde, solo se limita a mirarme a través de las largas y delgadas pestañas que posee. El color oceánico de sus ojos se intensifica y me escanea, absorbiendo cada detalle de mi rostro.

Él asiente.

Y me besa.

O eso intenta hacer.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora