034 | Taquicardia

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MALCOM

Hemos estado escuchando la radio desde que subimos al Jeep hace casi una hora. Kansas sintonizó la 470 AM, de Betland, donde suena canción tras canción, artista tras artista. La constante música solo se ve interrumpida por los ocasionales comentarios de los locutores. Las luces del coche iluminan la ruta y, cada pocos minutos, dos faros aparecen en el otro carril. La noche envuelve el paisaje, convirtiendo los árboles y casas de campo en sombras. Las luces son escasas y las estrellas resplandecen con más intensidad a medida que nos alejamos de la ciudad. Afuera del vehículo todo parece demasiado remoto, demasiado tranquilo, mientras que puertas adentro un silencioso caos y una persistente tensión se adueña del aire y los pensamientos.

Observo a la castaña, cuyo cuerpo se esconde bajo una sudadera. Sus manos se aferran al volante como si de ello dependiera su vida, cada extremidad permanece tiesa al igual que sus facciones. Sus ojos se mantienen fijos en la carretera y, por la forma en que aprieta los labios, puedo decir que intenta contenerse.

—Lamento haberte gritado —me disculpo—. No suelo levantar el tono de voz —me sincero sobre el suave sonar de la melodía.

—No me importa que grites —replica tras unos escasos segundos—, así por lo menos puedo descifrar cómo te sientes —añade aún sin mirarme, y lo único que se limita a hacer es colocar un mechón de cabello tras su oreja—. En todo caso, me preocuparía que no lo hicieras, Malcom.

Las palabras que dijo para que no subiera al taxi se reproducen nuevamente en mi cabeza y es difícil mirarla como lo hacía antes.

—Los gritos son para los incivilizados y yo no soy ningún Homo habilis, soy Malcom el Homo sapiens sapiens.

Ella aprieta aún con más fuerza los labios en un intento de no tener expresión alguna ante mi comentario, sin embargo, fracasa. Sus comisuras se elevan sin su permiso y la risa trepa por las paredes de su garganta, pronto inunda el coche y penetra más allá de mis oídos. Respirar se vuelve más sencillo, la tensión se disipa lo suficiente como para que pueda disfrutar de un sonido tan espléndido como el de su risa. Me dispara una mirada fulminante porque es obvio que no quería reírse en una situación como esta.

A pesar de estar aliviado por escuchar su voz tras una hora de puro e inquebrantable silencio, no sé si estoy preparado para lo que sigue.

—Eres un imbécil —murmura tras aplacar su repentina hilaridad—. Y nos faltan unos veinte minutos para llegar al aeropuerto, así que será mejor que me des algo de información —apunta girando en la curva más cercana—, porque estás loco si crees que voy a dejarte subir a un avión sin tener ni la más mínima explicación del motivo de tu partida. Bill me mataría.

Esto era lo que quería evitar.

Ella intercala sus ojos entre la ruta y mi semblante, y aquella mezcla de verde y café es inundada por la comprensión y la suavidad. Es realmente complicado concentrarme para decir una cosa cuando mis pensamientos están en otra. Debería pensar en Gideon, pero me encuentro apreciando la forma en la que las sombras juegan con su rostro. Me fijo en lo pequeña que se ve dentro de esa sudadera de la BCU, que probablemente sea unos tres talles más grandes del que suele usar. Me digo que soy un egoísta, que no debería estar pensando en lo impaciente y linda que se ve tamborileando sus dedos contra el volante. Alguien acaba de morir y, a pesar de que no se trate de una persona que quiera, sino de una a la que debería despreciar, creo que debería tener la consideración de pensar en él. Sin embargo, cuando a miro a Kansas solo puedo concentrarme en todo lo que dijo y aquello que aún no ha salido de sus labios.

—Voy a responder solo si contestas a una pregunta —mascullo observando la oscuridad que se extiende a nuestro alrededor—. ¿Qué piensas de la muerte?

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora