Tomé un atajo por una callecita llena de basureros donde pasé a empujar uno, pero no me importó, ni eso ni la rata que se cruzó. Me centré en mover las piernas lo más rápido posible y no paré de correr hasta llegar a casa.

Salté el pequeño portón delantero con una agilidad poco habitual para mí. Mis manos temblaban cuando metí la llave en el cerrajero. Entré y di un portazo para cerrar. Pegué mi espalda a la puerta con mis piernas temblando violentamente.

¿Qué diablos había sido eso?

Entre que mi pecho subía y bajaba para llenar de oxigeno a los pulmones, me doblé y espié el exterior por la pequeña ventanilla junto a la puerta, pero no había ni rastro del psicópata.

―¿Qué te pasa? ―La voz de mi hermano a mis espaldas me hizo sobresaltar y mi garganta expulsó un grito agudo. Ethan juntó las cejas y me miró raro―. Estás loca ―concluyó negando con la cabeza y se fue escaleras arriba poniéndose un auricular en la oreja.

¿Lo estaba? La inseguridad de mi mente me hizo dudar de mi cordura. «Dijo mi nombre... ¿Verdad? Sí, dos veces, y no lo conozco.... ¿No lo conozco?» Titubeé. ¿Y si en verdad él se acordaba de mí de alguna parte y yo no lo había reconocido?  Y quizás me había seguido para asegurarse de que estaba bien... ¿Sí? ¿No? Maldita sea... En la seguridad de mi casa la escena anterior se sentía un poco exagerada.

Tragué con fuerza y opté por poner mi mente en orden antes de decirle a mi hermano menor, o más peligroso, llamar a mamá o papá.

Dejé la bolsa en la cocina (al menos los huevos no se rompieron) y subí a mi habitación aún con pulso irregular.

Decidí que lo mejor era encerrarme en mi burbuja.

Cerré la cortina, saqué mis libros y los dejé caer sonoramente sobre el escritorio. Después de unos minutos de respiraciones profundas, intenté hacer las tareas de química para distraerme. Maldita asignatura, pero era mejor que las películas de terror que estaban formándose en mi mente.

De todos modos, si le contara a Ethan, probablemente se reiría de mí.

Tres horas más tarde ya me había calmado

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Tres horas más tarde ya me había calmado. Pasaba el rato como una planta sin hacer nada, tendida sobre la cama. Escuché que Betty preparaba la cena en la cocina. Seguido de eso, mi estómago rugió exigente.

Resolví que por el momento era mejor olvidar lo de la tarde. Ni siquiera sabía cómo contarlo sin sonar paranoica. No quería defender mi posición de víctima de acoso.

Maldito mundo donde las mujeres somos más indefensas frente a posibles acosadores callejeros.

Lo único bueno que podía rescatar de ese día es que era viernes, mi día favorito; el primer día en el que puedes descansar y tienes dos días más para hacer lo que quieras.

Recordé que Amil me había invitado para esa noche al cumpleaños de su primo, pero estaba muy cansada, no sabía si quería ir. La semana había sido del asco, más aún con esa tarde de terror con el psicópata persiguiéndome.

Oí a papá entrando a la casa y subiendo por las escaleras. Pasó por la habitación de Ethan, quien tenía la música a todo volumen. Papá lo saludó y charló un poco antes de seguir camino por el pasillo hacia mi habitación.

Me incorporé para no estar como un desecho encima de la cama.

Cuando los pasos cesaron, la alta figura de mi padre apareció en el marco de mi puerta, sonriendo.

—¿Cómo te ha ido hoy, hija? —preguntó con ojos atentos.

Por un momento pensé en contarle lo que me había pasado, pero su cara familiar hizo que sintiera que todo estaba bien y que quizás sí había sido algo paranoica.

—Normal, pero se me hizo muy largo y pesado el día —me limité a responder.

Papá hizo una mueca conciliadora.

—Deberías bajar, la cena está casi lista, así te duermes temprano —propuso en tono cariñoso.

—Buen plan.

Papá me sonrió más satisfecho y desapareció por el pasillo haciendo rechinar las viejas tablas del piso. Pensé que cuando tuviera la mente más clara, tal vez le contaría mi pequeña aventura de miedo.

Inhalé otra vez, desperezándome, y me levanté de un tirón.

Mamá daba las últimas indicaciones para su secretaria escribiendo un correo cuando besó mi mejilla e Ethan bajaba las escaleras enviando un mensaje de audio. Fui a la cocina para agradecerle a la magnífica Betty y traje mi plato de comida humeante.

Betty era una señora mayor y era algo así como una tía abuela de papá. No tenía hijos ni más familia, así que vivía con nosotros hace cinco años y prácticamente se encargaba de toda la casa ella sola. Estaba obsesionada con ser servicial.

Papá comenzó a hablar con mi hermano sobre lo de siempre: natación y fútbol, sus dos  deportes favoritos. A diferencia de mis padres e Ethan, yo era la oveja negra del deporte. Ellos practicaban senderismo los fines de semana mientras yo me aprendía de memoria los diálogos de mis series favoritas. Ethan siempre llegaba lesionado de alguna manera y, a pesar de que era medio especial porque se recuperaba muy rápido, no quería ese sufrimiento gratis de dislocarme una pierna.

Estábamos en mitad de la cena cuando sonó el timbre. Betty se levantó de la mesa emitiendo un gruñido para ir a atender y papá preguntó si alguien estaba esperando visitas, pero nadie respondió.

Betty volvió al comedor y, para nuestra sorpresa, le habló a mamá:

—Lucinda, tienes visitas —anunció, juntando las cejas. 

Mamá jamás recibía visitas en la noche, decía que la noche era para descansar, disfrutar en familia y leer un libro.

Lanzamos miradas entre nosotros cuando mamá se levantó de la mesa para dirigirse al vestíbulo. Unos segundos después, escuché a mi madre saludar sorprendida al extraño, y luego él a ella. Era una voz de hombre.

Papá, siempre medio protector, se levantó también para ir a ver qué pasaba. Sin embargo, oí que saludó muy amable al incógnito. Conversaron algunas cosas, pero a volumen muy bajo. No pude escuchar nada, tampoco mi hermano o Betty.

Seguimos comiendo y hablando sobre nada interesante. Betty se levantó para ir a ponerse sus inyecciones de insulina.

Después de un rato, mis padres aparecieron por el marco de la puerta, seguidos de su, al parecer, amigo.

En ese maldito segundo mi corazón dejó de funcionar y el aire se evaporó de mis pulmones. Me quedé congelada, sin poder mover ningún músculo del cuerpo. El tenedor cargado de estofado se quedó haciendo equilibrio entre mis dedos. La cena subió y bajó desde mi estómago a mi esófago. Mi mirada se quedó petrificada en ese hombre, más bien, en ese chico.

El psicópata estaba en mi casa.






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Atanea I: Heredera doradaWhere stories live. Discover now