Y, como si el universo estuviera de buen humor para hacer bromas, una vez que llega mi última hora en la facultad el profesor Ruggles comienza a hablar de algo que llama «El arte de la complicación».

—Quiero hablarles de un tipo de personas en específico —comienza el hombre limpiando sus gafas—. Son aquellas que hacen difícil lo sencillo, las que a veces denominamos como complicadas; se les presenta un problema para cada solución, y así tornan algo que describimos como simple en otra cosa sumamente compleja. Esta gente, como ya he dicho, es complicada y posee la habilidad de ver cualquier problema desde un plano negativo. —Hace una pausa para colocarse sus anteojos y comienza a caminar a paso lento a través del aula—. Cabe resaltar que todos somos complicados a nuestra manera y que, por más tranquila, lógica y analítica que sea la persona, siempre va a existir un momento donde sus inseguridades la sobrepasen y sus pensamientos hagan de un punto negro todo un abismo.

—¿Podríamos hablar de una escala de complejidad? —inquiero—. Porque independientemente de que todos somos complicados hay algunos que van más allá de eso.

—Se podría decir que sí —reflexiona el señor Ruggles—. Los casos más extremos son aquellos que tienen una clara inestabilidad emocional, los que no logran establecer relaciones con otros de forma funcional y afectiva. Estas personas, vale resaltar que no todas, pueden padecer, por ejemplo, un trastorno afectivo de carácter depresivo crónico. Sin embargo, yo no busco concentrarme en los casos extremos.

—¿Vamos a analizar a alguien medianamente cuerdo? ¿De qué serviría eso? —Ríe Nevil, ganándose una mirada desaprobadora por parte del docente.

—No todas las personas son blanco o negro, la mayoría son de una tonalidad gris —explica con las manos entrelazadas tras su espalda—. Tomemos a un sujeto cualquiera, alguien con virtudes y defectos, que es bastante lógico y estable emocionalmente. En algún momento, por el simple hecho de ser humano, puede dejarse llevar por sus emociones y pensamientos, tal vez, por ejemplo, por el estrés. Este sujeto puede hacer de un problema minúsculo algo monumental, y esto se debe a que las noticias se reciben de forma diferente en cada persona y, la mayor parte del tiempo, por desgracia, tenemos una tendencia natural a ver las cosas mucho más complicadas de lo que son en realidad.

—¿Puede ejemplificarlo? —pide Sierra, cuyos ojos se encuentran por una milésima de segundo con los míos.

—Busquemos un ejemplo cotidiano, uno que ustedes, o mejor dicho los estudiantes de su edad, hayan atravesado o estén atravesando —murmura pensativo—, como por ejemplo, el hecho de aceptar que alguien nos atrae.

¿De verdad? ¿De todos los ejemplos que podría haber dado escoge ese?

—Uno se da cuenta si tiene sentimientos por otra persona, no le veo el punto —se queja una muchacha de la última fila.

—No se trata de darse cuenta, sino de aceptarlos —replica Ruggles—. Muchos temen que les rompan el corazón, tal vez porque ya estuvieron en una relación que no funcionó. Otros tienen miedo a experimentar algo que jamás sintieron y hasta hay casos en donde las circunstancias no son las ideales y entonces nos prohibimos reconocer sentimientos hacia el otro. Nos negamos cierta felicidad por algo que, en muchos casos, tiene una solución. Dicha solución está ante nuestros ojos, pero la vista se ve nublada por un montón de inseguridades y una pequeña tendencia hacia el pesimismo. —No me gusta su última ejemplificación. Para nada.

Y sé exactamente el motivo: me encuentro en esa misma posición. Soy consciente de que los sentimientos están ahí y no van a desaparecer, no basta con querer cambiar lo que sentimos para que suceda. Pero ojalá pudiera hacerlo.

Mientras el profesor habla enfoco la vista en el reloj tras su escritorio. Pienso en el tiempo y automáticamente mi cerebro comienza a sacar cálculos.

TouchdownWhere stories live. Discover now