Capítulo 2: Abandonada (parte 1)

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Demoraron más de un día en llegar a la otra aldea atravesando aguas pantanosas, vegetación salvaje y la bruma densa que era constante en la zona durante todo el año.

Hacían descansos cada seis horas, más o menos. Insistieron en seguir avanzando incluso por la noche, a la luz de los faroles, guiados por cálculos que sólo los expertos entendían y no compartieron con nadie más. Se limitaban a dar las directivas y los otros las acataban sin chistar. Nadie preguntó si estaban en lo cierto, porque no era su trabajo sacar cálculos, así que no les importaba. Y aunque hubieran cuestionado el rumbo, los expertos que llevaban marcado el rostro con las runas de su materia, no compartirían jamás sus conocimientos con cualquiera, a menos que sea su aprendiz.

Fue por eso que Ribée no se animó a preguntar nada, incluso cuando parecían perdidos dentro de bruma espesa como paredes de algodón.

Divisaron la otra aldea cuando ya estaban a unos pocos metros de distancia. El caserío parecía desierto. Nadie salió a recibirlos ni se oyó una voz de alarma. No se veía gente en las chozas que se levantaban sobre una gran plataforma fijada al pantano por pilotes de madera podrida. Los thama sospecharon que podía ser una emboscada, así que decidieron no investigar ni demorarse demasiado.

Acercaron el camino flotante al muelle, que estaba elevado casi un metro desde el nivel del agua y empezaron a subir los animales, la comida y los regalos. Esa estrecha pasarela de madera estaba unida en forma precaria a la plataforma elevada que sostenía la aldea a la que acababan de llegar. Ribée intentaba ayudar, pero estaba tan asustada que su torpeza se maximizaba y las cosas se le escapaban de las manos. Casi se le cae un atado de telas al agua y se tropezó con la jaula de los conejos, a la que le quedó un agujero. Cuando dos de los hombres ofrecieron la mano a Ribée para ayudarla a subir, ella se paralizó.

—¿Están seguros de que ésta es un buena idea? —les preguntó.

Los hombres la miraron con desaprobación y la tomaron de los brazos para levantarla mientras otro tiraba de ella desde el muelle de la aldea.

Los soñadores dejaron a Ribée sola, parada al borde de la aldea abandonada, rodeada de todos los regalos y al cuidado de los animales.

Se fueron de la misma forma silenciosa y sumisa en la que habían llegado. Las balsas deshicieron el camino y toda su vida anterior, su familia, sus amigos y sus raíces desaparecieron en la bruma.


Esa noche no durmió, no sólo por estar sola en una aldea despoblada frente a un futuro incierto, sino porque le parecía ver formas entre la niebla. En algunos lugares la neblina se hacía más espesa y se movía de formas erráticas.

Se abrazó con fuerza a uno de los conejos que pareció agradecer el calor quedándose quieto en su regazo. Los otros animales también se compadecieron de ella y se quedaron en el muelle, agrupados en busca de calor. La noche era tan cerrada que Ribée ya no podía distinguir las chozas, pero aun así la oscuridad no era absoluta, un brillo tenue y de procedencia desconocida daba a la niebla una luminiscencia sobrenatural.

Ribée empezó a formar delirantes teorías, como que la tribu enemiga era otra y que ya habían atacado. Dedujo que todos en esa aldea habían muerto y que eran sus fantasmas los que se movían entre las sombras.

Estaba equivocada, pero no tanto.

Estaba equivocada, pero no tanto

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