Capítulo 4: Chozas (Parte 1)

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Capítulo 4

Primer fragmento

Chozas



—Me llamo Vorck —se presentó el anciano que acompañaba a Ribée—. Tus regalos me han tenido muy ocupado estos días. —Bajó la mirada hacia ella y le sonrió—. ¿Me harías el favor de aclararme algunas dudas?

—Claro, será un placer —contestó ella, sumisa.

Vorck le fue mostrando la aldea. Estaba conformada por una veintena de chozas con forma de cubo, fabricadas con cañas, paja y barro. En algunas se notaba una armazón de madera. Tenían las puertas y ventanas tapadas con simples cortinas de fibras vegetales. Ribée no comprendió cómo eso podía atajar el frío y la humedad de la bruma en la noche. Lo había probado en carne propia, dormir en una de esas chozas no proporcionaba protección alguna. ¿Y por qué tenían el techo plano? ¿Cómo corría el agua cuando llovía? El lugar no se veía sucio, pero sí conservaba el aspecto abandonado que tenía cuando ella llegó y no encontró a nadie. La paja de las chozas se salía de los atados o colgaba de los techos; las cortinas estaban rasgadas; la madera mostraba signos de podredumbre y estaba comida por los insectos.

No había faroles o luces de ningún tipo. No vio plantas. En Tham, las casas eran de madera, revestidas en barro pintado y con pieles en las ventanas. En las calles se encontraban toneles, morteros, telares. Cada vivienda tenía su pequeña huerta o jardín en masetas y la mitad de las casas eran talleres. Sin embargo, en esa aldea no había nada de eso. Nada que denotara algún tipo de adelanto. Veía abandono, pobreza y necesidades cubiertas de formas muy primitivas. En algún momento tendría que preguntar dónde estaban los baños, pero le preocupaba lo que encontraría en ese caso.

Vorck le presentó a otros habitantes, señalándole dónde vivían y las tareas que realizaban. A Ribée le pareció muy raro que no tuviera reparos en mostrarse tan abierto, considerando que la habían llamado "intrusa". La trataba con familiaridad incluso antes de que los demás hombres terminaran de discutir su situación. O al menos eso era lo que ella pensaba que estaban debatiendo. ¿Acaso ya habían tomado una decisión? ¿Vorck era el jefe y dispuso por sí mismo integrar a Ribée a la aldea? ¿No pensaba escuchar lo que los demás tenían que decir? Eso nunca se hubiera aceptado en su aldea.

¿Y qué tal si... ¡Vorck era el rey de esas tierras!? No le agradaba esa idea. Era amable, sí, pero demasiado, ¡demasiado viejo! No tenía estómago como para casarse con alguien de esa edad. Prefería pensar en otras posibilidades. Formuló unas cuantas teorías conspirativas, como por ejemplo que Vorck sólo estaba distrayéndola mientras los otros planeaban cómo deshacerse de ella, o que no le molestaba mostrarle el resto de la aldea e integrarla a la comunidad porque, de todos modos, jamás saldría de allí por el resto de su vida.

La segunda idea no estaba tan errada.

Llamó su atención ver a los dos conejos que había traído con ella, colgaban atados de las patas, balanceándose asustados. Frente a ellos estaba sentado un hombre muy, pero muy viejo que afilaba un pequeño cuchillo en una piedra húmeda. Le dio mucha pena porque esos animalitos le habían dado calor y compañía.

—Disculpe, señor —le dijo llamando su atención, el hombre la miró con interés—, ¿son estos los conejos que venían en la ofrenda?

—¿Qué ofrenda? —preguntó el hombre—. Estos bichos aparecieron hace unos días junto con un montón de carne y vegetales. Ya nos comimos la carne, así que pensábamos empezar a matar a los animales. Si su carne es buena no hay que desaprovecharla.

—¿Bichos? —preguntó Ribée tratando de no sonar grosera—. ¿Nunca vieron un conejo por acá?

La pregunta fue dirigida a Vorck que negó con un brillo extra de diversión en sus ojos. ¿Qué clase de gente nunca había visto un conejo? Y lo peor era que aun sin saber, pensaban matarlos y comerlos.

—Bueno —empezó buscando una forma educada de salvar a sus amigos peludos—, los conejos son animales que se reproducen con facilidad, su carne es muy sabrosa si se sazona correctamente y su piel sirve para hacer ropa y abrigo, pero necesitará una gran camada para ello.

El hombre viejo la miró como si le hubiese hablado en otro idioma y miró a Vorck desconcertado, pero él no intervino, sino que sonrió divertido. Ribée sintió que debía explicarse con mayor sencillez.

—Si los deja vivir, tendrán muchas crías. Serán sabrosos cuando los cocine con hierbas. Su piel le va a servir para ropa. —Señaló sus botas de cuero.

El hombre asintió más alegre, dejó el cuchillo e intentó bajar a un conejo que lo pateó y rasguñó mientras intentaba liberarlo. La chica llamó su atención y le mostró la forma correcta de agarrar al animal y así lo bajó y desató sin mayores complicaciones.

—Batán, ella es Ribée, una doncella de ofrenda —los presentó Vorck. A ella se le caldearon las mejillas ante el título, aunque él lo declaró con mucho respeto—. Ribée, él es Batán, desde ahora en más, el cuidador de los conejos.

Batán le hizo una pequeña reverencia y mostró una sonrisa casi sin dientes.

—Quiero tener unas como esas —le dijo señalando sus botas.

—Las tendrá, pero debe cuidar que no se escapen esos conejos.

—¿Y a dónde irían? —preguntó con un ademán hacia la bruma, donde Ribée creía que no había más que agua pantanosa.

—Tal vez no se vayan de la aldea, pero pueden causar mucho desorden o quizá se caigan al agua y se ahoguen. Póngalos en un corral y dentro de un año todos en la aldea tendrán botas como estas.

Cuando se despidió del hombre descubrió que tenía mucha audiencia. La gente de la aldea se le acercó haciéndole preguntas sobre los cerdos y las ovejas que había llevado. Ellos estaban deseosos de saber y ella se sentía más útil de lo que jamás había sido en su vida. Por un momento se olvidó de su precaria situación y se sintió feliz.

 Por un momento se olvidó de su precaria situación y se sintió feliz

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