El Trono de Othrys

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Cuando empezó el fin del mundo Jason fue el primero en darse cuenta. Al despertarse de nuevo en su prisión empezó a encontrarse mareado, le dolía detrás de los ojos y empezaba a darle vueltas la cabeza; casi sentía que iba a vomitar. Se pasó la mano por la frente, limpiándose de sudor frío y frotándose los párpados para aliviar el dolor con el tacto helado de las yemas de sus dedos.

Miró a su alrededor y ya no reconocía el improvisado campamento de su hermana; a su alrededor ya no estaban ni el saco, ni las armas, ni las provisiones, ni ninguna de las cosas de Thalia; ya no veía a los lejos el planeta verdoso, ni sus anillos azules que le habían dado las buenas noches antes de irse a dormir.

Buscó con la vista y no encontró rastro alguno de la cazadora. Hacía apenas unas horas que se habían metido cada uno en su saco de dormir y ahora despertaba, completamente sólo, en aquel nuevo lugar.

El suelo ya no era aquel vacío insondable sobre el que había caminado durante los últimos días, sino que se trataba de una superficie de un color puramente blanco y tan reluciente que tenía que cerrar los ojos si lo miraba directamente y la cual parecía fluir formando espirales, círculos y formas imposibles. El techo era de un color tan negro que parecía tratarse de un abismo, a Jason sólo con verlo le daba vértigo. A lo largo de la habitación, colocadas a distancias irregulares, de forma que parecía casi un bosque, se alzaban columnas desde el brillante suelo y que poco a poco se oscurecían en su ascenso, perdiéndose en el techo infinito. Por mucho que el semidiós se esforzarse no había paredes a la vista.

Apoyando una mano en la superficie reluciente trató de levantarse mientras apretaba los dientes con fuerza y fruncía el ceño por el esfuerzo y el dolor. Se puso en pie, pero le temblaban las piernas y aun tras dormir estaba débil. Cayó de nuevo al suelo y se golpeó la cabeza.

Volvió a intentar, esta vez con las dos manos en el suelo; el sudor le caía por la frente y acababa en la superficie brillante. Lo intentó una y otra vez, pero sus músculos parecían negarse a ello.

Entonces notó como una mano se apoyaba suave sobre su hombro y lo apretaba con un candor casi paternal

-Déjame que te ayude- ofreció una voz mientras Jason se daba la vuelta para ver a quien había iniciado el contacto-. Parece que necesitas que te echen una mano.

El hombre que le había hablado le sonrió. Su piel era oscura como una noche de verano, su larga barba blanca estaba hecha de colas de cometas y sus ojos parecían esconder un universo entero y lleno de estrellas.

-Mi nombre es Urano- dijo extendiendo la mano para ayudarle a levantarse- y este es mi reino.

Jason, que ya había estirado el brazo para aceptar la ayuda, paró en seco. Conocía quien era Caelum y lo que había hecho, pero ninguna deidad del panteón estaba hecha de pura bondad, además, aquel era su reino y él un simple invitado. Los engranajes de su mente empezaron a trabajar a toda velocidad, recordando mitos, tratando de leer las intenciones de su anfitrión e intentar cuadrar al dios con los acontecimientos en la tierra y, sobre todas las cosas, buscar a su hermana. Finalmente aceptó la mano, lo mejor sería hacer caso al primordial, de momento.

El dios tiró para levantarle y con ello el mestizo recuperó todas sus fuerzas, fue como si el cansancio ya no le atenazase, como si la gravedad le hubiese perdonado una afrenta fatal.

-¿Dónde está Thalia?¿Qué hago aquí?

-Relájate, tu hermana está bien; la traje aquí antes que a ti, mientras aún dormías. Ahora está descansando junto con sus compañeras cazadoras.

Jason suspiró, ligeramente relajado por las palabras del Cielo. Entonces su anfitrión se dio la vuelta y, con un gesto para que le siguiese, empezó a andar. El Hijo de Júpiter le siguió.

El Trono de OthrysWhere stories live. Discover now