Messor

28 3 0
                                    

El cielo ese día era claro, limpio y puro; como una gran sabana azul cubriendo toda la superficie de la Tierra. Ni una sola nube sobrevolaba aquellos cielos impolutos y una suave y cálida brisa recorría todos los rincones del campamento, colándose por puertas y ventanas, removiendo el polvo de los más oscuros rincones.
Percy se encontraba levantado, duchado y vestido desde hacía ya rato cuando llamaron a la puerta de su cabaña. Con tranquilidad se acercó a la puerta y la abrió.Fuera, esperándole, estaba Annabeth.

La chica tenía su larga melena rubia recogida en una coleta que le caía sobre el hombro y colgaba sobre la camiseta naranja del campamento. De su cintura pendían la espada de hueso de drakon y la gorra mágica de los Lakers que había recuperado su poder después de la guerra; a su espalda, llevaba una mochila azul.
En cuanto Percy vio a su novia él también cogió su mochila recién preparada de encima de la cama y, después de besarse como si esa pudiese ser la última vez, salieron juntos hacia la Casa Grande.

Annabeth se notaba inquieta, casi asustada; sus preciosos ojos de tormenta estaban rodeados de ojeras. Posiblemente como los suyos propios pensaba Percy. Él apenas dormía y cuando lo hacia su mente se poblaba de pesadillas. Desde que volvieron del Olimpo sus pesadillas eran peores que nunca, se le aparecían en sueños todas las causas de su dolor. Todo lo que le había hecho daño alguna vez se le aparecía cada noche; sus días en el Tártaro, Annabeth sujetando el cielo, los abusos de Gabe, el sacrificio de Luke, él mismo ahogándose, cada semidiós muerto por su culpa, la muerte Zoë, la de Damasen, la de Bob. Pero lo peor eran los sueños de lo que aún estaba por venir, el cielo cayéndose, la tierra temblando, monstruos terribles surgiendo del abismo, su propia muerte, la de todos los que conocía, risas profundas como el firmamento y, en un trono negro, brillantes ojos dorados. Muchas noches se despertaba y lloraba hasta que no podía más, gritaba y clamaba a voces que qué había hecho él para merecer aquello, golpeaba el suelo con los puños hasta que le sangraban y se le llenaba la garganta de dolor. Cada noche el mar se enfurecía y las criaturas del mismo amanecían varadas, agitándose con desesperación. Había noches en las que Percy deseaba la muerte.

—Perdona ¿Qué has dicho?
Annabeth lo miró extrañada con una ceja arqueada sobre el ojo derecho

—No he dicho nada Percy

—¿Seguro? Serán imaginaciones mías

Siguieron caminando, Percy juraría que había oído algo, como si alguien le hubiese susurrado al oído en un idioma extranjero.

La Casa Grande resaltaba con su radiante color blanco contra el cielo azul; en el porche Quirón estaba sentado en su silla de ruedas y mientras tomaba un café con la consigna «Convención de ponis marchosos de Minneapolis 2015» parecía mantener una acalorada conversación con la figura oscura del hijo de Hades.

Nico vestía con una chaqueta de aviador semejante a la que perdió durante la guerra contra Gaia, solo que esta era por fin de su talla y por tanto ya no parecía que fuese un niño jugando a ser mayor con la ropa de su padre. Del cinturón del chico colgaba su espada de hierro estigio y una cajita de color verde claro con chicles como los que Will le daba cuando le consumían las sombras. Desde el final de la guerra el hijo de Hades había ganado peso, su cuerpo ahora era más musculoso y menos esquelético, había crecido un par de centímetros y sonreía más de lo que había sonreído en los ultimos años. Todo gracias a la «terapia intensiva» de Will sobre el menor.

En cuanto Percy y Annabeth llegaron a la Casa Grande Nico cogió su propia mochila del respaldo de la silla y se les acercó con el ceño casi fruncido, lo cual, teniendo en cuenta la inexpresividad de Nico, ya era un signo de que Quirón no había aceptado su propuesta

—Te dije que no lo aceptaría. No puedes ir tú solo al inframundo.

—Percy, llevo toda la vida...

El Trono de OthrysWhere stories live. Discover now