Infancia montaraz

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En ese postrer y letal momento toda su difícil y amarga vida, desde su infancia agreste hasta aquel fatal desenlace, pasó por su mente, con atropello, en fracción de segundos, como en cámara lenta. Fue en ese preciso instante cuando Arinhayeth quiso que Nosly, su "Yiyo del alma", como ella le decía, supiera toda la verdad. Pensó, y así lo deseó con toda la fuerza de su moribundo corazón, que, si él se enteraba, final y plenamente, de su escondida historia, la iba a comprender en su proceder; ese que tanto daño le causó, no solo a ella, en especial a él; entonces, entendiendo las causas de su conducta, la perdonara y la fuera a buscar al más allá, como tantas veces él se lo cantó, narró y prometió.

Por tal razón, y consciente de la escasez de tiempo que le quedaba para hacerlo, Arinhayeth instó contarle a Nosly gran parte de su frívola y tapada vida. Comenzó evocando su imagen cuando era una niña. Se vio parada frente a esa vaca que se murió en uno de los potreros de la finca de los Vera. Recordó, también, los gallinazos que se peleaban por la carroña. Aquellas aves negras entonaban un graznido, una especie de ruido ronco emanado de sus cuellos; algo así como un: «goss, goss», mientras desmembraban los intestinos del semoviente. Nunca entendió la razón por la cual esas aves solo se comieron el interior del animal muerto; ni el porqué, por fuera, la vaca se veía completa, con el estómago inflado; tampoco de qué murió. En aquella finca vivía doña Adelina y su esposo: don Aurelio Chaparro, exactamente frente a la casa de su abuela Maruja. Evocó, en su agonizante pensamiento, aquellas dos propiedades, la de los Vera y la de su abuela, separadas por la carretera que venía desde El Placer y subía hasta El Cabuyo. Aquellos dos predios estaban rodeados por otras fincas como la de Río Blanquillo, propiedad de las Martínez, las señoras Mima y Necha; El Manzanar, de Luz H. Vivas; El Danubio, del doctor Camilo, predio este que limitaba por el costado noroeste con la casa de su abuela Maruja, y que no tenía potrero, pero sí una gran extensión en donde se cultivaba café, plátano, guamos, aguacates, robles y otros árboles. Por el otro costado, al nororiente, estaba el potrero de los Vera, luego la finca de don Tulio Álvarez, más allá la de don Carlos Navia. Aquel señor, don Carlos Navia, solía subir, casi todos los días, a llevarse las cantinas llenas de leche para venderlas en Puebloyán, la capital del suroccidental departamento del Caucal. A ella le encantaba abrirle la portada para que don Carlos pudiera pasar sin tener que bajarse del carro... ese señor era muy correcto y generoso; le pagaba tal favor con monedas, y aunque ella desconocía su valor, siempre corría, feliz, a entregárselas a su mamá, quien sonreía y las guardaba. El único que pagaba era él, don Carlos Navia; los demás no y eso que, para hacer dicho favor, es decir, abrir la portada, sobre todo en invierno cuando se formaba un barrizal, además de estar pendiente cuando viniera un carro, tenía que caminar unos ochocientos metros por la enfangada carretera.

En esos fatídicos instantes de introspección fúnebre, Arinhayeth recorrió el Río Blanquillo, el que nace en la parte más alta de la montaña, en un punto llamado Velasquillo. El trepidante caudal de aquella montaraz fuerza vital la asustaba cuando llovía, pues crecía tanto que el color de su agua cambiaba de transparente cristal a amarillo turbio, por lo cual, durante tales crecidas, ella no podía lavar la ropa, ni bañarse, mucho menos brincar de piedra en piedra, como solía y disfrutaba hacer. Su madre les decía, a ella y a sus hermanas, que no fueran por allá durante ni después de haber llovido, ya que era peligroso; pero a veces, a escondidas, lo hacían para jugar con arena y piedras, así como para escuchar y ver la fuerza intimidante de su creciente. Cuando retornaba la calma, su agua volvía a verse limpia y cristalina; entonces, ellas permanecían todo el día merodeando por su orilla. Primero lavaban los pañales para que se secaran; la ropa blanca la ponían un rato al sol, con jabón, para que blanqueara; después la enjuagaban. Casi siempre llevaban, de regreso a casa, toda la ropa limpia y seca. Cuando les daba hambre comían moras, guayabas, uchuvas, guindas y otras bayas que abundaban, generosas y gratuitas, entre las matas del monte. También hacían, con piedras y palos, una especie de piscina para bañarse; se subían a un barranco y desde ahí se colgaban de las ramas de los árboles para finalizar lanzándose al río.

Con derrotero inciertoWhere stories live. Discover now