Triste libertad

9 0 0
                                    

Nosly, treinta y dos meses después de haber sido secuestrado, evadió a los insurgentes que lo custodiaban cada vez que salía del enclave académico guerrillero. En la última ida a la ciudad de Sogamayor logró que sus tres carceleros bebieran el somnífero que preparó con plantas silvestres. En un descuido de estos les mezcló la sustancia con el trago que los confiados hombres libaban. En consecuencia, muy pronto fueron objeto de los efectos soporíferos de la mezcla; momento que aprovechó para salir del refugio insurgente en el cual se encontraban. Ya libre, buscó una posada modesta sobre la vía que conduce a El Cruce, rumbo a la ciudad de Jaropar.

Allá se refugió durante quince días, al cabo de los cuales se desplazó, con mucho sigilo, rumbo a la capital del país. Nosly sabía que tenía un problema: estaba indocumentado; nunca logró que le reintegraran su postal de identificación; razón por la cual, antes de salir del refugio, tomó las de los tres guardianes mientras dormían por efecto del somnífero. Dudaba usarlas, con toda seguridad eran falsas. Tenía que decidirse: pasar por indocumentado, lo cual le permitiría un campo de acción muy limitado, o correr el riesgo de usar una de aquellas.

Tan pronto se descubrió y reportó la fuga del profesor, la guerrilla dispuso a un comando de recaptura compuesto por cuatro hombres y dos mujeres, entre ellas Matilde. El objetivo era atraparlo o darlo de baja. ¿La razón? Conocía y poseía información comprometedora, la cual, sin control, constituía un riesgo operativo, político, legal, táctico, logístico y financiero, tanto para aquella cincuentera y multimillonaria empresa insurgente, como para los auxiliadores no beligerantes de la misma: personas de bien dentro de la sociedad nacional que apoyaban, o que se beneficiaban (se enriquecían) de manera directa o indirecta con la perennidad mutante de la causa revolucionaria. Es decir, con la irresolución del lucrativo conflicto interno armado nacional, muy pocos, tal vez unas ciento catorce mil quinientas personas, extraían de la patria y acumulaban grandes dividendos que eran depositados, o invertidos, en economías externas seguras, que les garantizaban inmunidad financiera.

Entre aquellos auxiliadores no beligerantes se contaban políticos de izquierda, de centro y, ¡oh sorpresa!, un buen número de derecha. La mayoría de estos eran representantes de los grupos económicos dominantes, de los más significativos e influyentes del país. También se lucraban y beneficiaban de aquella causa rebelde inacabable un buen número de servidores públicos de alto nivel, así como agentes, actuales y pasados, del Gobierno Nacional, de las diversas cortes, del Congreso, del Ministerio Público, de la Contraloría General; agentes diplomáticos de varias partes del mundo; pero, en especial, de los países vecinos y hermanos; directivos y empleados de organizaciones no gubernamentales; varios clérigos y jerarcas de las iglesias tradicionales y no tradicionales; militares y policías, activos unos y retirados otros, de diversos rangos y guarniciones; directivos sindicalistas; comerciantes; industriales; banqueros; proveedores; mercenarios; traficantes de armas y de drogas ilícitas; proxenetas; modelos y reinas; presentadores, presentadoras y periodistas de los medios de comunicación nacional e internacional; y otro buen número de anónimas y reservadas personas de la alta sociedad, cada vez más ostentosas.

El día quince desde su fuga Nosly salió a la autopista y abordó una flota interdepartamental, rumbo a la capital. Eran las dos de la tarde. Contó con suerte, durante las cinco horas y media que duró el viaje no hubo retenes, ni dificultades adicionales.

Al llegar al perímetro urbano de la capital se encontró con una metrópoli distinta a la de antes de su secuestro. La capital había sufrido una gran, y poco menos desordenada, transformación urbanística. Antes de bajarse de la flota hizo cuentas, mentalmente, de cuánto dinero le debía quedar después de pagar el costo del hospedaje, la ropa y la maleta que mandó a comprar con una empleada de la posada a uno de los almacenes de Sogamayor. Eran, tal vez, cuatro millones quinientos veinticinco mil pesos. Por suerte, había guardado muy bien los últimos pagos efectuados, así como despistado a sus guardianes escoltas que le llevaban la contabilidad de lo que tenía, recibía y gastaba. Desde luego que el millón setecientos cincuenta mil pesos que "tomó prestado" de los tres escoltas, junto con sus postales de identificación, una vez sucumbieron por efecto de la soporífera dosis, también hacían parte de ese monto. No sabía el valor de los transportes urbanos, mucho menos recordaba las rutas; además, preguntar podría ser riesgoso, sobre todo si lo hacía en las estaciones de los buses de transporte masivo donde habría cámaras, policías uniformados y encubiertos y, con toda seguridad, intuyó, milicianos urbanos de la guerrilla a los que ya les debían haber llegado sus fotos, junto con la orden de recaptura. Se bajó, entonces, antes de la calle 170 con autopista norte y abordó un taxi. Le solicitó al conductor que lo llevara al Hotel Santa Fe, en el centro de la ciudad, donde establecería su cuartel general de operaciones.

En la recepción del hotel Nosly se identificó con la postal de ciudadanía de uno de sus anteriores escoltas. Con antelación seleccionó para ello la identificación del guerrillero quien por la edad y unos rasgos físicos tenía un ligero parecido con él. Procedió a cancelar cinco días por adelantado, solicitó alimentación a la habitación y que le prestaran un directorio telefónico. Esa noche no saldría ni iría a ninguna parte. No recordaba con precisión ningún número telefónico ni de celular, ni siquiera los de su casa o los de Arinhayeth, razón por la cual la guía de la Empresa Capitalina de Teléfonos (ECT) sería de gran ayuda. Pensó que debía tener mucho tacto al hacer contacto, desconocía qué información tenían de su desaparición sus familiares y allegados, ni se imaginaba la reacción que su aparición súbita pudiera generar, menos cuando durante todo ese tiempo perdió más de nueve kilos, razón por la cual los casi cincuenta y nueve que tenía ahora lo hacían ver más alto de lo que era: un metro y sesenta y tres centímetros. Así mismo, su piel, de un color ahora muy parecido al de sus pequeños ojos de picardía, se tornó más canela por la incidencia del sol; su cabello negro ya dejaba entrever, coquetamente, algunas sutiles canas sobre sus patillas; sin embargo, aún parecía tener diez años menos de los cincuenta y uno que había cumplido el pasado 4 de julio.

Le causó extrañeza y preocupación el hecho de que en la guía telefónica ya no aparecía su nombre, ni el de ninguno de sus hijos, ni el de su esposa, tampoco el de Arinhayeth. Tendría que iniciar la búsqueda física. Ello da espera, pensó y apagó la luz a las nueve de la noche; de inmediato se durmió.

A las 8:35 de la mañana siguiente el taxi que solicitó a la recepción lo estaba esperando. Subió al vehículo y le indicó al conductor que lo llevara hasta el parque principal del barrio San Antonio. El taxista tomó, a la altura de la calle 14, por la carrera cuarta hacia el sur de la metrópoli, rumbo al sitio indicado. Durante el recorrido Nosly entabló una animosa charla con él, la cual le permitió enterarse de las nuevas rutas y políticas de tránsito de la capital. Quince minutos después llegaron al parque principal del barrio San Antonio. El conductor le solicitó a su pasajero que le indicara el sitio exacto. Nosly le pidió el favor para que se detuviera frente al local de postres de doña Lilia, sobre el costado oriental del parque. Una vez ahí, pagó la carrera, se apeó y aquel se marchó, mientras él se dirigió hacia la casa de Arinhayeth.

¡Ahora estaba ahí!, ¡parado frente a la casa de su amada! Le parecía un sueño.

¿Qué estará haciendo Arinhayeth?, se preguntó con ronco silencio y trémulo delirio, a la vez que afloraba a su rostro un visaje de preocupación reprimida.

En la entrada principal ahora había un local. Antes, solo estaba el garaje donde él guardaba su carro. Tanto la pintura de la fachada como las cortinas del segundo piso, donde quedaba el apartamento de Arinhayeth, eran distintas. Un frío aterrador, casi como una cuchillada, penetró su alma al enterarse de que esa casa tenía nuevo dueño y que ni este, ni nadie en la cuadra, sabía del paradero de Arinhayeth; tampoco doña Lilia, la anciana que hacía casi treinta años vendía los postres que solían disfrutar los dos. Del paradero de Arinhayeth tampoco sabía la señora Gloria, la dueña del supermercado donde compraban los víveres. Su amada partió sin decir para dónde.

Lo que sí le dijo a Nosly doña Gloria fue lo delfallecimiento de su señora madre; y, también, que las cenizas las dispersóArinhayeth, previa solicitud final de la anciana, en el Parque Nacional. Eldolor y la angustia, por su impotencia al no haber evitado su partida; y, másaún, por no haber estado con ella en esos momentos, inundó el alma de Nosly,manifestándose mediante un incontrolado torrente de lágrimas salobres. Nosly nolo esperaba, menos aún estaba preparado para ninguna de estas dos noticias fatales.Sin embargo, se repuso. No había nada que hacer; llevaría el recuerdo de suidolatrada madre por siempre en su corazón, seguiría sus enseñanzas y lepediría su bendición y guía cada vez que lo necesitara, o cada vez que seacordara de ella. En ese momento sintió que aquella pérdida maternal disminuíaal menos en un cincuenta por ciento la razón de su existencia. Instó recordar,una vez más, los números telefónicos de los familiares de Arinhayeth, sinlograrlo. Entonces, optó, ya que estaba algo cerca, ir hasta la casa de Alcira,hermana de Arinhayeth. Allá vivió su amada hasta antes de que él le comprara, asu nombre, esta, la del barrio San Antonio.

Con derrotero inciertoWhere stories live. Discover now