Desamor

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El otro aspecto que menoscabó su primer proyecto de vida tuvo que ver con lo fundamental. Y hay que precisar que Nosly supo (o sospechaba en silencio ignoto) de ello desde muy temprano en la relación. Pero se le volvió una obsesión, propia del hombre joven: ¡querer cambiar las cosas! Y, peor aún, a las personas, según su óptica. Sin embargo, el tiempo y los sentimientos de Soledad Daniela lo terminaron venciendo y apabullando, ¡casi treinta años después! Él sentía que ella tal vez no lo amaba. Desamor manifestado por esa zafia forma de ser de Soledad Daniela, interpretado por conducto de sus familiares, amistades y, desde luego, por su señora madre. Cuando ella, su madre, se lo insinuó, Nosly sintió morirse. En ese momento, solo en ese momento, lo creyó, o mejor sería decir: lo aceptó. Empero, no dijo nada. El silencio del dolor enmudeció su alma y aletargó su corazón, por lo que decidió dar por finalizada su vida afectiva, su primer proyecto de amor, sin comunicárselo a nadie, ni siquiera a ella, a quien por el contrario le escribió y leyó un día:

"¡Atardece ya! Prevalece en el filo crepuscular de los años idos el recuerdo febril de tu sonrisa joven... ¡hermoso e invaluable tesoro de nuestra accidentada historia! Una cascada de brillante cabello negro y fino, montaraz, airosamente sensual y perfumado, una tarde de agosto, hace ya casi treinta años, entró para siempre a mi existencia errante, haciendo deleznar mi arrogante y desaforada juventud, hoy diezmada por el arduo fragor de la contienda diaria. El destello letal de aquellos, tus pardos ojos, y la exótica belleza de tu mirar salvaje me enseñaron a contemplar con profundo, incólume y nuevo sentimiento, la abundante e hiriente como amarilla flor de julio del bosque sabanero, sucedida en agosto por otra, aún más bella, sutil, blanca, caprichosa y enigmática que ulula majestuosa en los gigantes árboles de aquellos cerros orientales, testigos fieles del frenesí de antaño...

¿Cuánto nos amamos? ¿Y cuánta felicidad y juventud, a manotadas, derrochamos? ¡Dios lo sabe y para nada nos arrepentimos! ¿Y cuánto padecimos? En ti el negro brillante de tu cascada juvenil, hoy ebúrneo y breve manojo de arreboles de octubre lo atestigua mudo, taciturno y quedo. En mí, la sombra del adiós que abriga la esencia de mis versos y la humana palidez de la alegría vana se enchipan y aferran, con denodado y corrosivo empeño, ¡al frágil cristal de mi esperanza yerta!

Escribimos con amor, dolor, tristeza, penurias, llantos, alegrías e ilusiones, esta, nuestra gran historia de la vida. Allí forjamos con versos, algunos de azufre, otros de alelíes, la existencia de dos esbeltas, intrépidas e indomables araucarias, así como la de un robusto, ineluctable y portentoso pino, quienes a dentelladas y a pasos briosos —a veces confundidos, pero, eso sí, siguiendo, sin saberlo, el indeleble camino por los dos marcado— hoy emergen entre la maraña boscosa de la vida, escenario de la tragicomedia humana donde tú y yo antes florecimos, amamos y sufrimos, y que hoy debemos estar prestos a heredárselo a ellos.

Cae aciaga e inexorable la penumbra fatal de la existencia.

Ahora el esplendor y el florecer les son propios a nuestros hijos, a quienes corresponde vivir y escribir su respectiva historia, ojalá por la senda indeleble forjada en ellos.

Ya el paisaje primaveral nos es ajeno, y la brisa fría del otoño abre paso al ocaso de los días. Ahora, tú y yo, ebrios de satisfacción frente al deber cumplido, con gracia plena y bellos recuerdos idos, hemos de zarpar a lontananza, dejando espacios para que continúe la historia".

Esta narración, al parecer, emocionó a Soledad Daniela. Sin embargo, Nosly no logró, ni era su objetivo conmoverla o hacer que se disparara en ella el torrente de sus sentimientos; mucho menos su amor.

Fue, quizá, a partir de ese momento cuando Nosly decidió aferrarse a ese huracán de aviesas pasiones. Fue, tal vez, el saber (o pensar) que su esposa no lo amaba, la causa de su artera decisión. Verdad revelada, contada por su propia madre, a la que en una tarde Soledad Daniela, tras ultrajarla y faltarle al respeto, lo cual hacía con rabia y desprecio muy seguido, se lo gritó a la cara, buscando, no solo maltratarla, aún más, sino que se lo dijera a su hijo para ver si al fin reaccionaba y entendía que tal vez ella jamás lo había amado, y que tal vez no lo amaría nunca. ¡Sí! Fue a partir de dicho episodio que Nosly, quizá, tomó la decisión de refugiarse en las infectas garras de aquel amor difícil, con derrotero incierto... de aquel sino fatal que, a cambio, le ofrendó, le ofertó Arinhayeth, y a muy bajo precio, pero de elevado y mortal costo.

Soledad Daniela se casó con Nosly por caprichosas circunstancias de la vida, pero, sobre todo, ante la infatigable y asfixiante insistencia de él. Según sus hirientes palabras, le habría dicho Soledad Daniela a su suegra, Nosly no era su tipo, no le gustaba físicamente, ni lo aceptaba como persona. Algo, no muy significativo, lo reconocía, la satisfacía en lo sexual. Se casó, como se lo gritó esa vez a su suegra, para poderse desquitar de él; pues, con su persistencia, con sus detalles y palabras amorosas la sometió y, entonces, terminó por aceptarle una relación sin compromisos; lo que a la postre les alejó a los tres pretendientes que tenía desde antes de que él se le atravesara en el camino. Uno de ellos, a quien ella sí adoraba, amaba y que no olvidaría jamás; y que un día, al verla con Nosly, decidió desaparecer de su vida. Eso, Soledad Daniela, nunca podría perdonarle a Nosly; y se lo reiteraba con encono siempre que se presentaba la oportunidad.

Ese drama que turbó para siempre su alma y su corazón, Nosly lo documentó en otra de sus más sentidas narraciones románticas, la cual tituló: "Cenizas de dolor". Escrito que unos días antes del secuestro se lo leyó a Soledad Daniela en la intimidad de su alcoba:

"Lo presiento... siento que el final es inminente... momento de partir, de emprender la triste e ineludible retirada; sin adiós, en este arrebol sin gloria, bajo el abrigo de estas cenizas de dolor, de esta tristeza vana y de una ilusión desecha en el acantilado agreste del olvido y la desesperación incierta.

¡Llanto de versos de poeta herido! ¡Sombras etéreas engalanan los recuerdos en estas calles húmedas, solitarias, frías, con olor de muerto y sinsabor de olvido!

Te quise y te amé desde el principio mismo; sincero sentimiento te profesé por siempre; me esforcé más allá del cansancio, del desvelo y de la desesperación, a la siga de ese, tu amor, tan esquivo, mortal, silencioso, ebúrneo y aterradoramente yerto. A cambio, y como inútil recompensa, solo obtuve —porque recogí del piso— un mendrugo de tu amor efímero, ante mi pertinaz y obstinada presencia en cada instante de tu vida, soportando, abnegado, tus certeros desaires, desdenes y diatribas.

¡Ignominia fatal cercenó mi espíritu!

El cansancio, creo, o quizá fue la costumbre de verme, terminó por prodigarme tu existencia en mi rutina diaria; eso sí, instando siempre huir de mí, cual arrebol al caer la tarde. Era mío solo tu cuerpo, mas, nunca, o quizá muy pocas veces, lo fue tu corazón, tus sentimientos, tu alma y, menos aún: tu amor, que a pesar de todo lo disfruté con ansia loca y pasión sin límites.

Hoy, después de tanto tiempo, cuando el paisaje y la geografía del luctuoso ocaso adornan de gris el entorno de nuestras vidas, sigues ausente, ida, como al principio, y más aún, con el dolor de la juventud y la pasión esquiva, perdida y trémula en el haber querido ser y no haberlo conseguido.

Y entonces afloran, quizá sin proponértelo, dardos de fuego, de odio y de nostalgia, en esos, tus bellos ojos pardos, traicioneros, fríos, que me traspasan el corazón, los sentimientos y la menguada ilusión de vida que aún se aferra a la desgracia eterna.

¡Sí! Nunca me quisiste y, menos aún, me amaste... ¡Y no lo harás jamás! Has estado al lado mío quizá por mera conveniencia. Sin embargo, mi amor, así te acepto.

¡Sí! A pesar de tu enojo injustificado e inefable, y de tu odio recalcitrante y recóndito, te amo, te quiero y, sobre todo, al comenzar nuestro preludio hacia el edén de los olvidos, te necesito, tanto como tú a mí; pues has de reconocer, no sin poca dificultad, que soy para ti la última de las estrategias; pero, eso sí, la más segura y sincera...

¡Y quizá la única!

Ignoro, aunque sospecho, mas no quiero saber, ni menos comprender, confirmar ni enfrentar, la razón de tu acibarado desdén que mana a borbotones hacia mí desde de tu atormentada alma.

Las cenizas del dolor que consumen la fuerza de la juventud, la ilusión perdida y la alegría triste del pasado, es mejor que pernocten en perenne latencia de murmullos, ¡pues su letal tibieza presagia un ardor que abrasa, que devora... que destruye! Que el hálito del recuerdo no avive su furor de espanto, ni su artero y mortal desdén de odio y de agonía.

Mira que es breve la brizna que falta por recorrer el valle... Por eso, por siempre, amada esposa mía, hoy solo quiero suplicarte por vez última que, al caer la tarde, que, al momento de los adioses postreros de nuestras vidas, tú y yo partamos a lontananza, cogidos de la mano, cual si me quisieras".

Con derrotero inciertoWhere stories live. Discover now