Ahora estoy encolerizada por varios motivos, pero ninguno de ellos incluye a la pequeña Zoe Murphy. Ella es solo una niña que en su inocencia logró dejar inconsciente a un inglés.

—Claro que no —respondo con abierta honestidad antes de ponerme de cuchillas para estar a su altura—. No hay nada que pudieras hacer que lograra enojarme —confieso colocándole uno de sus rebeldes mechones tras la oreja.

—¿Nada?

—Nada.

Pero no puedo decir lo mismo de mi nuevo inquilino.

—No voy a repetir la pregunta —advierte mi padre entre dientes.

—Y yo no voy a repetir la respuesta —replico.

Hace no más de quince minutos que la señora Murphy pasó a recoger a Zoe. Ahora que estoy redimida de cualquier responsabilidad, mi padre es libre de acaparar toda mi atención.

—Tú escondiste el alcohol dentro de mi propia casa y eres la responsable de que mi jugador tenga una resaca inhumana —espeta demasiado alto, y estoy segura de que Malcom puede escucharlo desde el segundo piso—. Vas a disculparte y le dirás que te encantaría que nos acompañe para la cena, aunque sea una mentira.

No puedo contradecirlo con eso último. Él tiene razón, lo que menos quiero es sentarme a comer tallarines con el abstemio de Beasley.

—Sube y discúlpate —dice cruzándose de brazos. —Esta vez no es una pregunta, es una orden —aclara, y estoy segura de que, si tuviera su silbato alrededor del cuello, lo usaría para que corriese escaleras arriba de inmediato.

Me lanza una tableta de pastillas para el dolor de cabeza y se gira para concentrarse otra vez en la salsa de sus amados tallarines. Es lo único que sabe cocinar, y hasta con su estúpido y risible delantal de flores luce amenazante.

Subo los peldaños de la escalera en silencio, ya estoy cansada de discutir con él. Me planteo que, si voy a vivir bajo el mismo techo que el abstemio de Londres, por lo menos debería intentar que nos lleváramos bien. Así que en el corto trayecto que hay hasta la habitación de invitados, me convenzo de que todo lo que ocurrió hoy es una gran maraña de malentendidos. Mañana será otro día y seguramente podremos empezar con mi pie izquierdo y su pie derecho. Lo que acabo de pensar ni siquiera tiene sentido, pero da igual. Puedo tragarme mi orgullo y dar el primer paso a lo que podría ser una caótica y efímera amistad. Sin embargo, todas las disculpas que penden de la punta de mi lengua se evaporan en cuanto él abre la puerta.

Está sin camiseta.

Está sin camiseta, repito.

Lo primero que veo son sus anchos y trabajados hombros, de los cuales descienden los músculos de sus brazos. Las venas sobresalen de su piel y toma todo de mí apartar la mirada. Pero es un grave error, porque ahora miro su pecho: esos pectorales no se consiguen en cualquier tienda, y es notorio que sus definidos abdominales tampoco lo hacen. Y, para finalizar, contemplo la V de su cadera que se pierde en las más recónditas pulgadas de sus pantalones de gimnasia.

—Mis ojos están aquí arriba. —Su voz penetra mis oídos y hace conectar otra vez mi cerebro, el cual se desenchufó por unos segundos.

Anclo mis ojos en los suyos y no estoy segura de qué es más cautivante: su rostro o su cuerpo. Pero me quedo con el segundo porque el primero viene con una boca incluida y no me gusta lo que me dice.

—Soy consciente de que tus ojos están allá arriba y tus testículos allá abajo —espeto con un poco de brusquedad, dejándole en claro que conozco la anatomía humana.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora