XXIV

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  —Manuel Alfonso vino a buscarme puntualísimo —dice Urania, mirando elvacío. El cucú de la salita cantaba las ocho cuando tocó—. Su tía Adelina, susprimas Lucinda y Manolita y su sobrina Marianita no se miran entre ellas, paraevitar que aumente la tensión; la observan sólo a ella, anhelantes y asustadas.Sansón, dormido, tiene el corvo pico enterrado en las plumas verdes.—Papá corrió a su cuarto, con el pretexto de ir al baño —prosigue una Uraniafría, casi notarial—. « Bye-bye, hijita, que te vaya bien» . No se atrevió adespedirse mirándome a los ojos.—¿Te acuerdas de esos detalles? —la tía Adelina mueve su puñito arrugadoya sin energía ni autoridad.—Se me olvidan muchas cosas —responde Urania, con viveza—. Pero, deaquella noche, me acuerdo todo. Ya verás.Se acuerda, por ejemplo, que Manuel Alfonso iba de sport —¿a una fiesta delGeneralísimo, de sport?—, con una camisa azul abierta y una ligera chaquetacolor crema, unos mocasines de cuero y un pañuelito de seda tapándole lacicatriz. Con su voz dificultosa, le dijo que era bellísimo su vestido de organdírosado, y que esos zapatos de tacón de aguja le aumentaban la edad. La besó enla mejilla: « Apurémonos, se nos hace tarde, belleza» . Le abrió la puerta delauto, la hizo pasar, se sentó a su lado, y el uniformado y engorrado chofer —seacordaba del nombre: Luis Rodríguez— arrancó.—En vez de bajar a la avenida George Washington, el auto dio unas vueltasabsurdas. Subió por Independencia hacia ciudad colonial, y la atravesó, haciendotiempo. Mentira que se hacía tarde; era aún temprano para ir a San Cristóbal.Manolita adelanta las manos, el cuerpo rellenito.—Pero, si te pareció raro, ¿no le preguntaste nada a Manuel Alfonso? ¿Nadade nada?Al principio, no: nada de nada. Era rarísimo, desde luego, que estuvieranrecorriendo la ciudad colonial, como que Manuel Alfonso se hubiera vestido parair a una fiesta del Generalísimo como se iba al Hipódromo o al Country Club,pero Urania no preguntó nada al embajador. ¿Empezaba a maliciar que AgustínCabral y él le habían contado un cuento? Permanecía callada, escuchando amedias el truculento, estropeado hablar de Manuel Alfonso, quien le refería lasya antiguas fiestas de la coronación de la Reina Isabel II, en Londres, donde él yAngelita Trujillo (« Entonces una chiquilina tan bella como tú» ) representaron alBenefactor de la Patria. Estaba, más bien, concentrada en las inmemorialescasas abiertas de par en par, luciendo sus intimidades, y las familias volcadas alas calles —viejos, viejas, jóvenes, niños, perros, gatos y hasta loros y canarios—para tomar el fresco de la noche luego de la ardiente jornada, parloteando desdesus mecedoras, sillas y banquetas, o sentados en los quicios de las puertas o lospoyos de las altas veredas, convirtiendo las viejas calles capitaleñas en unainmensa tertulia, peña o verbena popular, a la que permanecían totalmenteindiferentes, atornillados a sus mesas iluminadas por lamparines o mecheros, losgrupos de dos o cuatro —siempre hombres, siempre maduros— jugadores dedominó. Era un espectáculo, como el de los alegres colmados con susmostradores y anaqueles de madera pintada de blanco, rebosando de latas,botellas de Carta Dorada, jacas y cidra de Bermúdez, y cajas de colores, en losque siempre había gente comprando, que la memoria de Urania conservaríamuy vivo, un espectáculo tal vez desaparecido o extinguiéndose en el SantoDomingo de hoy, o que existiría, tal vez, sólo en ese cuadrilátero de manzanasdonde siglos atrás un grupo de aventureros venidos de Europa fundaron laprimera ciudad cristiana del nuevo mundo, con el eufónico nombre de SantoDomingo de Guzmán. La última noche que verías aquel espectáculo, Urania.—Apenas tomamos la carretera, tal vez cuando el auto pasaba por el lugardonde dos semanas después mataron a Trujillo, Manuel Alfonso comenzó —unainflexión de disgusto interrumpe el relato de Urania.—¿Qué tú quieres decir? —pregunta Lucindita, luego de un silencio—.¿Comenzó a qué?—A prepararme —recupera Urania la firmeza—. A ablandarme, asustarmey encantarme. Como las novias de Moloch, a las que mimaban y vestían deprincesas antes de tirarlas a la hoguera, por la boca del monstruo.—Así que no has conocido a Trujillo, nunca has hablado con él —exclama,regocijado, Manuel Alfonso—. ¡La experiencia de tu vida, muchacha!Lo sería. El automóvil avanzaba hacia San Cristóbal, bajo un cielo estrellado,entre cocoteros y palmas canas, a orillas del mar Caribe, que golpeaba ruidosocontra los arrecifes.—Pero, qué te decía —la anima Manolita, porque Urania ha callado.Le describía al intachable caballero que era el Generalísimo en su trato conlas damas. Él, tan severo en cuestiones militares y de gobierno, había convertidoen filosofía el refrán: « A la mujer, con el pétalo de una rosa» . Así tratabasiempre a las muchachas bellas.—Qué suerte tienes, muchachita —trataba de contagiarle su entusiasmo, esaemocionada excitación que le atracaba aún más el hablar—. Trujillo, invitándoteen persona a su Casa de Caoba. ¡Qué privilegio! Se cuentan con los dedos de lasmanos las que merecieron algo así. Te lo digo yo, muchacha, créemelo.Y, entonces, Urania le hizo la primera y última pregunta de la noche:—¿A quiénes más han invitado a esta fiesta? —mira a su tía Adelina, aLucindita y Manolita—: Para ver qué contestaba. Yo sabía ya que no íbamos aninguna fiesta.La desenvuelta figura masculina se volvió hacia ella y Urania vislumbró elbrillo en las pupilas del embajador.—A nadie más. Es una fiesta para ti. ¡Para ti solita! ¿Te imaginas? ¿Te dascuenta? ¿No te decía que era algo único? Trujillo te ofrece una fiesta. Eso essacarse la lotería, Uranita.—¿Y tú? ¿Y tú? —exclama, con ese hilo de voz, su sobrina Marianita—. ¿Quépensaste, tía?—En el chofer del auto, en Luis Rodríguez. Nada más que en él.Qué vergüenza sentías por ese chofer con gorra, testigo del discurso farsantedel embajador. Había prendido la radio del auto, y tocaron dos cancionesitalianas de moda —Volare, Ciao, ciao bambina—, pero, estaba segura, no perdíapalabra de las artimañas con que Manuel Alfonso intentaba engatusarla, para quese sintiera feliz y afortunada. ¡Una fiesta de Trujillo para ella solita!—¿Pensabas en tu papá? —se le escapa a Manolita—. ¿Qué mi tío Agustín tehabía, que él...?Calla, sin saber cómo terminar. La tía Adelina le hace un reproche con losojos. La cara de la anciana se ha hundido, y su expresión revela profundoabatimiento.—Era Manuel Alfonso el que pensaba en papá —dice Urania—. ¿Era yobuena hija? ¿Quería yo ay udar al senador Agustín Cabral?Lo hacía con esa sutileza adquirida en sus años de diplomático encargado demisiones difíciles. ¿No era ésta, además, una ocasión extraordinaria para queUrania ayudara a su amigo Cerebrito, a salir de la trampa que le tendieron loseternos envidiosos? El Generalísimo podía ser un hombre duro, implacable, en lotocante a los intereses del país. Pero, en el fondo, era un romántico; su dureza sedeshacía ante una muchacha graciosa como un cubito de hielo expuesto al sol. Siella, con lo inteligente que era, quería que el Generalísimo echara una mano aAgustín, le devolviera su posición, su prestigio, su poder, sus cargos, loconseguiría. Le bastaba llegar al corazón de Trujillo, un corazón que no sabíanegarse a los ruegos de la belleza.—Me dio, también, unos consejos —dice Urania—. Qué cosas no debíahacer, porque disgustaban al Jefe. A él le complacía que las muchachas fuerantiernas, pero no que exagerasen su admiración, su amor. Yo me preguntaba:« ¿Me está diciendo a mí estas cosas?» .Habían entrado a San Cristóbal, ciudad famosa porque en ella nació el jefe,en una modesta casita contigua a la gran iglesia que Trujillo hizo construir, y queel senador Cabral había llevado a visitar a Uranita, explicándole los frescosbíblicos pintados en sus paredes por Vela Zaneti, un artista español exiliado, aquien el jefe, magnánimo, abrió las puertas de la República Dominicana. Enaquel paseo a San Cristóbal, el senador Cabral le mostró también la fábrica debotellas y la de armas, y la hizo recorrer todo el valle bañado por el Nigua.Ahora, su padre la mandaba a San Cristóbal a rogar al jefe que lo perdonara, ledescongelara sus cuentas y lo repusiera en la Presidencia del Senado.—Desde la Casa de Caoba hay una vista maravillosa sobre el valle, el ríoNigua, los caballos y la ganadería de la Hacienda Fundación —pormenorizóManuel Alfonso.El auto, luego de pasar un primer retén de guardias, trepaba la loma en cuyacumbre había sido erigida, con la madera preciosa de los caobos quecomenzaban a extinguirse en la isla, la casa donde el Generalísimo se retiraba unpar de días por semana, a celebrar citas secretas, realizar trabajos sucios onegocios audaces, en total discreción.—Durante mucho tiempo, de la Casa de Caoba sólo recordé esa alfombra.Cubría toda la habitación y tenía bordado un gigantesco escudo nacional, contodos sus colores. Después, recordé más cosas. En el dormitorio, un aparador decristal lleno de uniformes, de todos los estilos, y, encima, una hilera de gorros yquepis. Hasta un bicornio napoleónico.No se ríe. Luce seria, con algo cavernoso en los ojos y la voz. Tampoco ríensu tía Adelina, ni Manolita, ni Lucinda, ni Marianita, quien acaba de regresar delcuarto de baño, donde fue a vomitar. (Ella ha sentido sus arcadas). El lorocontinúa durmiendo. El silencio ha caído sobre Santo Domingo: ni una bocina, niun motor, ni una radio, ni una risa de borracho, ni ladridos de canes vagabundos.—Me llamo Benita Sepúlveda, pase usted —le dijo la señora, al pie de laescalerilla de madera. Entrada en años, indiferente y, sin embargo, con algomaternal en sus gestos y ademanes, llevaba un uniforme y un pañuelo en lacabeza—. Venga por aquí.—Era la cuidadora —dice Urania—, la encargada de poner flores cada díaen todas las habitaciones. Manuel Alfonso se quedó conversando con el oficial dela entrada. Más nunca lo vi.Benita Sepúlveda, señalándole con una manita regordeta la oscuridad, másallá de las ventanas protegidas por rejillas metálicas, le explicó que « eso» erauna mata de roble, y que en la huerta abundaban mangos y cedros; pero, lo másbello del lugar eran los almendros y los caobos que rodeaban la casa y cuyasramas perfumadas se metían por todos los rincones. ¿Olía? ¿Olía? Ya tendríaocasión, temprano, de ver el paisaje —el río, el valle, el central, los establos de laHacienda Fundación— cuando salía el sol. ¿Tomaría desayuno dominicano, conplátano majado, huevos fritos, salchichón o cecina, y jugo de frutas? ¿O, como elGeneralísimo, sólo café?—Por Benita Sepúlveda supe que iba a pasar allí la noche, que dormiría conSu Excelencia. ¡Qué gran honor!La cuidadora, con la desenvoltura que da una larga práctica, la hizo detenerseen el primer rellano, y pasar a un amplio recinto, iluminado a medias. Era un bar.Tenía asientos de madera en todo el rededor, con los espaldares pegados a lapared, dejando un amplio espacio de baile en el centro; una enorme vellonera yun mostrador con una estantería repleta de botellas, vasos y copas de cristal. PeroUrania sólo tenía ojos para la inmensa alfombra gris, con el escudo dominicano,extendida de uno a otro confín de la vasta habitación. Apenas advertía los retratosy cuadros del Generalísimo —a pie y a caballo, de militar y de paisano, sentadoen un escritorio o erecto detrás de una tribuna y empaquetado en la bandapresidencial— que colgaban de las paredes, ni los trofeos de plata y los diplomasganados por las vacas lecheras y los caballos de raza de la Hacienda Fundación,entreverados con ceniceros de material plástico y adornos baratos, todavía con elsello de los almacenes neoyorquinos Macy's, que decoraban las mesitas,aparadores y repisas de ese monumento al kitsch donde Benita Sepúlveda laabandonó, después de preguntarle si, de veras, no quería una copita de licor.—La palabra kitsch no existía aún, creo —aclara, como si su tía o primashubieran hecho alguna observación—. Años después, cuando la oí o leí, y supequé extremos de mal gusto y pretensión expresaba, me vino a la memoria laCasa de Caoba. Un monumento kitsch.Ella era parte del kitsch, por lo demás, aquella noche cálida de mayo, con suvestidito de organdí rosado para fiestas de presentación en sociedad, el collarcitode plata con una esmeralda y los aretes bañados en oro, que habían sido demamá y que, excepcionalmente, papá le permitió ponerse para la fiesta deTrujillo. Su incredulidad irrealizaba lo que le estaba ocurriendo. Le parecía no serella misma esa chiquilla parada sobre un asta del escudo patrio, en eseextravagante recinto. ¿El senador Agustín Cabral la enviaba, ofrenda viva, alBenefactor y Padre de la Patria Nueva? Sí, no le cabía la menor duda, su padrehabía preparado esto con Manuel Alfonso. Y, sin embargo, todavía quería dudar.—En alguna parte que no era el bar pusieron un disco de Lucho Gatica.Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.—Me acuerdo —Manolita, avergonzada de intervenir, se excusa con unmohín—: Tocaban Bésame mucho todo el día, en las radios y en las fiestas.De pie junto a la ventana por la que llegaba una brisa caliente y un aromadenso a campo, yerbas, árboles, oy ó voces. La maltratada de Manuel Alfonso.La otra, chillona, con altibajos, sólo podía ser la de Trujillo. Sintió cosquillas en lanuca y en las muñecas, donde el médico le tomaba el pulso, una comezón que levenía siempre a la hora de los exámenes, y aún ahora, en New York, antes de lasdecisiones importantes.—Pensé tirarme por la ventana. Pensé ponerme de rodillas, rogarle, llorarle.Pensé que tenía que dejarme hacer lo que él quisiera, apretando los dientes, parapoder vivir, y, un día, vengarme de papá. Pensé mil cosas, mientras elloshablaban, ahí abajo.En su mecedora, la tía Adelina da un brinquiño, abre la boca. Pero no dicenada. Está blanca como el papel, los hondos ojitos arrasados por las lágrimas.Las voces cesaron. Hubo un paréntesis de silencio; luego, pasos, subiendo laescalera. ¿Se le había parado el corazón? En la mortecina luz del bar, apareció lasilueta de Trujillo, en uniforme verde oliva, sin guerrera ni corbata. Llevaba unacopa de coñac en la mano. Avanzó hacia ella sonriendo.—Buenas noches, belleza —susurró, inclinándose. Y le estiró su mano libre,pero, cuando Urania, en un movimiento automático, le alargó la suya, en vez deestrechársela Trujillo se la llevó a los labios y la besó—: Bienvenida a la Casa deCaoba, belleza.—Lo de los ojos, lo de las miradas de Trujillo, lo había oído muchas veces. Apapá, a los amigos de papá. Entonces, supe que era cierto. Una mirada queescarbaba, que iba hasta el fondo. Sonreía, muy galante, pero esa mirada mevació, me dejó puro pellejo. Ya no fui yo.—¿Benita no te ha ofrecido nada? —sin soltarle la mano, Trujillo la condujohacia la parte más iluminada del bar; un tubo de luz fluorescente despedía unresplandor azulado. Le ofreció asiento en un sofá para dos. La examinó,paseando sus ojos lentos de arriba abajo, de la cabeza a los pies, subiendo ybajando, sin disimulo, como examinaría a las nuevas adquisiciones vacunas yequinas de la Hacienda Fundación. En sus ojitos pardos, fijos, inquisitivos, nopercibió deseo, excitación, sino un inventario, un arqueo de su cuerpo.—Se llevó una decepción. Ahora, y a sé por qué, esa noche no lo sabía. Yo eraesbelta, muy delgada, y a él le gustaban llenas, con pechos y caderas salientes.Las mujeres abundantes. Un gusto típicamente tropical. Hasta pensaría endespachar a ese esqueleto de vuelta a Ciudad Trujillo. ¿Saben por qué no lo hizo?Porque la idea de romper el coñito de una virgen excita a los hombres.La tía Adelina gime. El puñito arrugado en alto, la boca semiabierta enexpresión de espanto y censura le implora, haciendo muecas. No atina apronunciar palabra.—Perdona la franqueza, tía. Es algo que dijo él, más tarde. Lo citoliteralmente, te lo juro: « Romper el coñito de una virgen excita a los hombres. APetán, a la bestia de Petán, lo excita más todavía romperlos con el dedo» .Lo diría después, cuando había perdido el tino y su boca vomitabaincoherencias, suspiros, palabrotas, fuego excremental en el que desahogaba suamargura. Entonces, aún se comportaba con estudiada corrección. No le ofrecíalo que estaba bebiendo, a una muchachita tan joven el Carlos I podía quemarlelas entrañas. Le daría una copita de jerez dulce. Él mismo se la sirvió y brindó,chocándole la copa.Aunque apenas se mojó los labios, Urania sintió algo ardiente en la garganta.¿Trataba de sonreír? ¿Permanecía seria, exhibiendo su pánico?—No lo sé —dice, encogiendo los hombros—. Estábamos en ese sofá,juntitos. Me temblaba mucho en la mano la copita de jerez.—No me como a las niñas —sonrió Trujillo, cogiendo su copa y colocándolaen una mesilla—. ¿Eres siempre tan callada o sólo ahora, belleza?—Me decía belleza, algo que me había dicho también Manuel Alfonso. NoUrania, Uranita, muchacha. Belleza. Era un jueguecito de los dos.—¿Te gusta bailar? Seguro, como a todas las muchachas de tu edad —dijoTrujillo—. A mí, mucho. Soy muy buen bailarín, aunque no tenga tiempo parabailes. Ven, bailemos.Se puso de pie y Urania lo imitó. Sintió su cuerpo robusto, el vientre algoabultado rozándole el estómago, el aliento a coñac, la mano tibia que ciñó sucintura. Creyó que se iba a desmay ar. Lucho Gatica ya no cantaba Bésamemucho, sino Alma mía.—Bailaba muy bien, cierto. Tenía buen oído y se movía como un joven. Erayo la que perdía el paso. Bailamos dos boleros, y una guaracha de Toña la Negra.También merengues. Dijo que el merengue se bailaba en los clubs y las casasdecentes gracias a él. Que, antes, había prejuicios, que la gente bien decía queera música de negros e indios. No sé quién cambiaba los discos. Al terminar elúltimo merengue, me besó en el cuello. Un beso suave, que me escarapeló.Teniéndola de la mano, los dedos entrecruzados, la regresó al sillón, y se sentómuy cerca de ella. La examinó, divertido, mientras aspiraba y bebía su coñac.Parecía tranquilo y contento.—¿Eres siempre una esfinge? No, no. Debe ser que me tienes demasiadorespeto —sonrió Trujillo—. Me gustan las bellezas discretas, que se dejanadmirar. Las diosas indiferentes. Te voy a recitar un verso, escrito para ti.—Me recitó un poema de Pablo Neruda. Al oído, rozándome la oreja, el pelo,con sus labios y su bigotito: « Me gustas cuando callas, porque estás comoausente; parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso tecerrara la boca» . Cuando llegó a « boca» , su mano me movió la cara y me besóen los labios. Ésa noche hice un montón de cosas por primera vez: tomar jerez,ponerme las joyas de mamá, bailar con un viejo de setenta años y recibir miprimer beso en la boca.Había ido a fiestas con varones y bailado, pero sólo una vez la besó antes unmuchacho, en la mejilla, en un cumpleaños en la gran casa de la familia Vicini,en la intersección de la Máximo Gómez y la avenida George Washington. Sellamaba Casimiro Sáenz y era hijo de diplomático. La sacó a bailar y, alterminar, sintió sus labios en la cara. Se sonrojó hasta la raíz de los cabellos, y, enla confesión del viernes con el capellán del colegio, al mencionar ese pecado lavergüenza le cortó la voz. Pero, aquel beso no se parecía a esto: el bigotito moscade Su Excelencia le arañaba la nariz, y, ahora, su lengua, una puntita viscosa ycaliente, forcejeaba por abrirle la boca. Resistió y luego separó labios y dientes:una viborilla húmeda, fogosa, entró con furia a su cavidad bucal, moviéndose conavidez. Sintió que se atoraba.—No sabes besar, belleza —le sonrió Trujillo, besándole de nuevo la mano,agradablemente sorprendido—: ¿Eres doncellita, verdad?—Se había excitado —dice Urania, mirando el vacío—. Tuvo una erección.Manolita suelta una risita histérica, brevísima, pero ni su mamá, ni suhermana ni su sobrina la imitan. Su prima baja los ojos, confundida.—Lo siento, tengo que hablar de erecciones —dice Urania—. Si el macho seexcita, su sexo se endurece y crece. Cuando metió su lengua dentro de mi boca,Su Excelencia se excitó.—Subamos, belleza —dijo, con voz ligeramente pastosa—. Estaremos máscómodos. Vas a descubrir una cosa maravillosa. El amor. El placer. Vas a gozar.Yo te enseñaré. No me tengas miedo. No soy la bestia de Petán, y o no gozotratando a las muchachas con brutalidad. A mí me gusta que gocen, también. Teharé feliz, belleza.—Él tenía setenta y y o catorce —precisa Urania, por quinta o décima vez—.Lucíamos una pareja muy dispar, subiendo esa escalera con pasamanos demetal y barrotes de madera. De las manos, como novios. El abuelo y la nieta,rumbo a la cámara nupcial.La lamparilla de la mesa de noche estaba prendida y Urania vio la cuadradacama de hierro forjado, con el mosquitero levantado, y sintió las aspas delventilador girando despacio en el techo. Una colcha blanca bordada cubría lacama y muchos almohadones y almohadillas abultaban el espaldar. Olía a floresfrescas y a pasto.—No te desnudes todavía, belleza —murmuró Trujillo—. Yo te ay udaré.Espera, ya vuelvo.—¿Te acuerdas con qué nervios hablábamos de perder la virginidad,Manolita? —se vuelve Urania hacia su prima—. Nunca imaginé que la perderíaen la Casa de Caoba, con el Generalísimo. Yo pensaba: « Si salto por el balcón,papá tendrá remordimientos terribles» .Volvió al poco rato, desnudo bajo una bata de seda azul con motas blancas yunas zapatillas de raso granate. Bebió un sorbo de coñac, dejó su copa en unarmario entre fotografías de él rodeado de sus nietos, y, cogiendo a Urania de lacintura, la hizo sentar a la orilla de la cama, en el espacio abierto por los tules delmosquitero, dos grandes alas de mariposa enlazadas sobre sus cabezas. Comenzóa desnudarla, sin prisa. Desabotonó la espalda, botón tras botón, y retiró la cintaque ceñía su vestido. Antes de quitárselo, se arrodilló e, inclinándose con ciertadificultad, la descalzó. Con precauciones, como si la niña pudiera trizarse con unmovimiento brusco de sus dedos, le retiró las medias ny lon, acariciándole laspiernas mientras lo hacía.—Tienes los pies fríos, belleza —murmuró, con ternura—. ¿Estás con frío?Ven para acá, deja que te los caliente.Siempre arrodillado, le frotó los pies con las dos manos. De tanto en tanto, selos llevaba a la boca y los besaba, empezando por el empeine, bajando por losdeditos hasta los talones, preguntándole si le hacía cosquillas, con una risitapícara, como si fuera él quien sintiera una alegre comezón.—Estuvo así mucho rato, abrigándome los pies. Por si quieren saberlo, yo nosentí, ni un solo segundo, la menor turbación.—Qué miedo tendrías, prima —la apremia Lucindita.—En ese momento, todavía no. Después, muchísimo.Trabajosamente, Su Excelencia se incorporó, y volvió a sentarse, al filo de lacama. Le sacó el vestido, el sostén rosado que sujetaba sus pechitos a medio salir,y el calzoncito triangular. Ella se dejaba hacer, sin ofrecer resistencia, el cuerpomuerto. Cuando Trujillo deslizaba el calzoncito rosado por sus piernas, advirtióque los dedos de Su Excelencia se apuraban; sudorosos, abrasaban la piel dondese posaban. La hizo tenderse. Se incorporó, se quitó la bata, se echó a su lado,desnudo. Con cuidado, enredó sus dedos en el ralo vello del pubis de la niña.—Seguía muy excitado, creo. Cuando empezó a tocarme y acariciarme. Y abesarme, obligándome siempre a abrir la boca con su boca. En los pechos, en elcuello, en la espalda, en las piernas.No se resistía; se dejaba tocar, acariciar, besar, y su cuerpo obedecía losmovimientos y posturas que las manos de Su Excelencia le indicaban. Pero, nocorrespondía a las caricias, y, cuando no cerraba los ojos, los tenía clavados enlas lentas aspas del ventilador. Entonces le oy ó decirse a si mismo: « Romper elcoñito de una virgen siempre excita a los hombres» .—La primera palabrota, la primera vulgaridad de la noche —precisa Urania—. Después, diría peores. Ahí me di cuenta que algo le pasaba. Habíacomenzado a enfurecerse. ¿Porque yo me quedaba quieta, muerta, porque no lobesaba?No era eso, ahora lo comprendía. Que ella participara o no en su propiodesfloramiento no era algo que a Su Excelencia pudiera importarle. Para sentirsecolmado, le bastaba que tuviera el coñito cerrado y él pudiera abrírselo,haciéndola gemir —aullar, gritar— de dolor, con su güevo magullado y feliz allíadentro, apretadito en las valvas de esa intimidad recién hollada. No era amor, nisiquiera placer lo que esperaba de Urania. Había aceptado que la hijita delsenador Agustín Cabral viniera a la Casa de Caoba sólo para comprobar queRafael Leónidas Trujillo Molina era todavía, pese a sus setenta años, pese a susproblemas de próstata, pese a los dolores de cabeza que le daban los curas, losyanquis, los venezolanos, los conspiradores, un macho cabal, un chivo con ungüevo todavía capaz de ponerse tieso y de romper los coñitos vírgenes que lepusieran delante.—Pese a mi falta de experiencia, me di cuenta —su tía, sus primas y susobrina acercan mucho las cabezas para oír su susurro—. Algo le sucedía, quierodecir ahí abajo. No podía. Se iba a poner bravo, iba a olvidarse de sus buenasmaneras.—Basta de jugar a la muertita, belleza —lo oyó ordenar, transformado—. Derodillas. Entre mis piernas. Así. Lo coges con tus manitas y a la boca. Y lochupas, como te chupé el coñito. Hasta que despierte. Ay de ti si no se despierta,belleza.—Traté, traté. Pese al terror, al asco. Hice todo. Me puse en cuclillas, me lometí a la boca, lo besé, lo chupé hasta las arcadas. Blando, blando. Yo le rogaba aDios que se parara.—¡Basta, Urania, basta! —la tía Adelina no llora. La mira con espanto, sincompasión. Tiene levantada la cuenca superciliar, dilatado el blanco de laesclerótica; está pasmada, convulsionada—. Para qué, hijita. ¡Dios mío, basta!—Pero fracasé —insiste Urania—. Se puso el brazo sobre los ojos. No decíanada. Cuando lo levantó, me odiaba.Tenía los ojos enrojecidos y en sus pupilas ardía una luz amarilla, febril, derabia y vergüenza. La miraba sin asomo de aquella cortesía, con una hostilidadbeligerante, como si ella le hubiera hecho un daño irreparable.—Te equivocas si crees que vas a salir de aquí virgen, a burlarte de mí con tupadre —deletreaba, con sorda cólera, soltando gallos.Cogiéndola de un brazo la tumbó a su lado. Ay udándose con movimientos delas piernas y la cintura, se montó sobre ella. Ésa masa de carne la aplastaba, lahundía en el colchón; el aliento a coñac y a rabia la mareaba. Sentía susmúsculos y huesos triturados, pulverizados. Pero la asfixia no evitó que advirtierala rudeza de esa mano, de esos dedos que exploraban, escarbaban y entraban enella a la fuerza. Se sintió rajada, acuchillada; un relámpago corrió de su cerebroa los pies. Gimió, sintiendo que se moría.—Chilla, perrita, a ver si aprendes —le escupió la vocecita hiriente yofendida de Su Excelencia—. Ahora, ábrete. Déjame ver si lo tienes roto deverdad y no chillas de farsante.—Era de verdad. Tenía sangre en las piernas; lo manchaba a él, y la colcha yla cama.—¡Basta, basta! Para qué más, hija —ruge su tía—. Ven acá, persignémonos,recemos. Por lo que tú más quieras, hijita. ¿Crees en Dios? ¿En Nuestra Señorade la Altagracia, patrona de los dominicanos? Tu madre era tan devota de ella,Uranita. La recuerdo, preparándose cada 21 de enero para la peregrinación a laBasílica de Higuey. Estás llena de rencor y de odio. Eso no es bueno. Aunque tepasara lo que te pasó. Recemos, hijita.—Y entonces —dice Urania, sin hacerle caso—, Su Excelencia volvió atenderse de espaldas, a cubrirse los ojos. Se quedó quieto, quietecito. No estabadormido. Se le escapó un sollozo. Empezó a llorar.—¿A llorar? —exclama Lucindita.Una súbita algarabía le responde. Las cinco viran las cabezas: Sansón se hadespertado y lo anuncia, parloteando.—No por mí —afirma Urania—. Por su próstata hinchada, por su güevomuerto, por tener que tirarse a las doncellitas con los dedos, como le gustaba aPetán.—Dios mío, hijita, por lo que más quieras —ruega su tía Adelina,santiguándose—. Ya no más.Urania acaricia el puñito arrugado y pecoso de la anciana.—Son palabras horribles, y a lo sé, cosas que no debería decir, tía Adelina —endulza la voz—. No lo hago nunca, te lo juro. ¿No querías saber por qué dijeesas cosas sobre papá? ¿Por qué, cuando me fui a Adrian, no quise saber más dela familia? Ya sabes por qué.De vez en cuando solloza y sus suspiros levantan su pecho. Unos vellosblanquecinos ralean entre sus tetillas y alrededor de su oscuro ombligo. Tienesiempre los ojos ocultos bajo su brazo. ¿Se ha olvidado de ella? ¿La amargura yel sufrimiento que se adueñaron de él la han abolido? Está más asustada queantes, cuando la acariciaba o violaba. Olvida el ardor, la llaga entre las piernas, elmiedo que le dan las manchitas en sus muslos y el cubrecamas. No se mueve.Volverse invisible, inexistente. Si ese hombre de piernas lampiñas que llora, la ve,no la perdonará, volcará sobre ella la ira de su impotencia, la vergüenza de esellanto, y la aniquilará.—Decía que no hay justicia en este mundo. Por qué le ocurría esto despuésde luchar tanto, por este país ingrato, por esta gente sin honor. Le hablaba a Dios.A los santos. A Nuestra Señora. O al diablo, tal vez. Rugía y rogaba. Por qué leponían tantas pruebas. La cruz de sus hijos, las conspiraciones para matarlo, paradestruir la obra de toda una vida. Pero no se quejaba de eso. Él sabía fajarsecontra enemigos de carne y hueso. Lo había hecho desde joven. No podía tolerarel golpe bajo, que no lo dejaran defenderse. Parecía medio loco, dedesesperación. Ahora sé por qué. Porque ese güevo que había roto tantos coñitos,ya no se paraba. Eso hacía llorar al titán. ¿Para reírse, verdad?Pero Urania no se reía. Lo escuchaba inmóvil, osando apenas respirar, paraque él no recordara que ella estaba ahí. El monólogo no era corrido, sinofracturado, incoherente, interrumpido por largos silencios; alzaba la voz y gritaba,o la apagaba hasta lo inaudible. Un lastimado rumor. A Urania la tenía fascinadaese pecho que subía y bajaba. Procuraba no mirar su cuerpo, pero, a veces, susojos corrían sobre el vientre algo fofo, el pubis emblanquecido, el pequeño sexomuerto y las piernas lampiñas. Éste era el Generalísimo, el Benefactor de laPatria, el Padre de la Patria Nueva, el Restaurador de la IndependenciaFinanciera. Éste, el jefe al que papá había servido treinta años con devoción ylealtad, al que había hecho el más delicado presente: su hija de catorce añitos.Pero, las cosas no ocurrieron como el senador esperaba. De modo que —elcorazón de Urania se alegró— no rehabilitaría a papá; acaso lo metiera a lacárcel, acaso lo hiciera matar.—De repente, alzó el brazo y me miró con sus ojos rojos, hinchados. Tengocuarenta y nueve años y, de nuevo, vuelvo a temblar. He estado temblandotreinta y cinco años desde ese momento.Alarga sus manos y su tía, primas y sobrina lo comprueban: tiemblan.La miraba con sorpresa y odio, como a una aparición maligna. Rojos, ígneos,fijos, sus ojos la helaban. No atinaba a moverse. La mirada de Trujillo larecorrió, bajó hasta sus muslos, saltó a la colcha con manchitas de sangre, yvolvió a fulminarla. Ahogado de asco, le ordenó:—Anda, lávate, ¿ves cómo has puesto la cama? ¡Vete de aquí!—Un milagro, que me dejara salir —reflexiona Urania—. Después dehaberlo visto desesperado, llorando, quejándose, apiadándose de sí mismo. Unmilagro de la patrona, tía.Se incorporó, saltó de la cama, recogió la ropa esparcida por el suelo, y,tropezando contra un gavetero, se refugió en el baño. Había una bañera de lozablanca, llena de esponjas y jabones, y un perfume penetrante que la mareó. Conmanos que apenas le respondían, se limpió las piernas, se puso una toallita paraatajar la hemorragia, y se vistió. Le costaba trabajo abotonarse el vestido,abrocharse el cinturón. No se puso las medias, sólo los zapatos, y, al mirarse enuno de los espejos, vio su cara embadurnada de lápiz de labios y de rímel. No seentretuvo en limpiarse; él podría cambiar de opinión. Correr, salir de la Casa deCaoba, escapar. Cuando volvió a la habitación, Trujillo ya no estaba desnudo. Sehabía cubierto con su bata de seda azul y tenía en la mano la copa de coñac. Leseñaló la escalera:—Vete, vete —se atoraba—. Que Benita traiga sábanas limpias y una colcha,que cambie esta inmundicia.—En el primer escalón, me tropecé y me rompí el taco de un zapato, casi meruedo los tres pisos. Se me hinchó mucho el tobillo, después. Benita Sepúlvedaestaba en la primera planta. Muy tranquila, sonriéndome. Quise decirle lo queme había mandado. No me salió ni una palabra. Sólo pude señalarle los altos. Mecogió del brazo y me llevó donde los guardias, a la entrada. Me mostró un huecocon una silla: « Aquí le lustran las botas al Jefe» . Ni Manuel Alfonso ni su autoestaban allí. Benita Sepúlveda me hizo sentar en el lustrador de zapatos, rodeadade guardias. Se fue y, cuando volvió, me llevó del brazo hasta un jeep. El choferera un militar. Me trajo a Ciudad Trujillo. Cuando me preguntó, « ¿dónde quedasu casa?» , le contesté: « Voy al Colegio Santo Domingo. Vivo allí» . Todavíaestaba oscuro. Las tres. Las cuatro, quién sabe. Se demoraban en abrir la reja.Todavía no podía hablar, cuando apareció el guardián. Sólo pude con sister Mary,la monjita que tanto me quería. Me llevó al refectorio, me dio agua, me mojó lafrente.Sansón, callado hace rato, vuelve a manifestar su contento o descontento,hinchando el plumaje y chillando. Nadie dice nada. Urania coge su vaso, peroestá vacío. Marianita se lo llena; nerviosa, derrama la jarra. Urania bebe unossorbos de agua fresca.—Espero que me haya hecho bien contarles esta historia truculenta. Ahora,olvídenla. Ya está. Pasó y no tiene remedio. Otra lo hubiera superado, quizás. Yono quise ni pude.—Uranita, prima, qué tú estás diciendo —protesta Manolita—. ¿Cómo que no?Mira lo que has hecho. Lo que tienes. Una vida que envidiarían todas lasdominicanas.Se incorpora y va hacia Urania. La abraza, la besa en las mejillas.—Me has dejado traspasada, Uranita —la riñe Lucinda, con cariño—. Pero,cómo vas tú a quejarte, muchacha. No tienes derecho. En tu caso sí que vale esode no hay bien que por mal no venga. Estudiaste en la mejor universidad, hastenido éxito en tu carrera. Tienes un hombre que te hace feliz y no te estorba tutrabajo...Urania la palmea en el brazo y niega con la cabeza. El loro calla y escucha.—Te mentí, no tengo ningún amante, prima —sonríe a medias, la voz aúnquebrada—. No lo he tenido nunca, ni lo tendré. ¿Quieres saberlo todo, Lucindita?Más nunca un hombre me volvió a poner la mano, desde aquella vez. Mi únicohombre fue Trujillo. Como lo oy es. Cada vez que alguno se acerca, y me miracomo mujer, siento asco. Horror. Ganas de que se muera, de matarlo. Es difícilde explicar. He estudiado, trabajo, me gano bien la vida, verdad. Pero, estoyvacía y llena de miedo, todavía. Como esos viejos de New York que se pasan eldía en los parques, mirando la nada. Trabajar, trabajar, trabajar hasta caerrendida. No es para que me envidien, te aseguro. Yo las envidio a ustedes, másbien. Sí, sí, y a sé, tienen problemas, apuros, decepciones. Pero, también, unafamilia, una pareja, hijos, parientes, un país. Ésas cosas llenan la vida. Amí, papáy Su Excelencia me volvieron un desierto.Sansón ha comenzado a pasearse, nervioso, entre los barrotes de su jaula; secontonea, se para, afila el pico contra las patas.—Eran otras épocas, Uranita querida —balbucea la tía Adelina, tragándoselas lágrimas—. Tienes que perdonarlo. Él ha sufrido, él sufre. Fue terrible, hijita.Pero, eran otros tiempos. Agustín estaba desesperado. Podía ir a la cárcel, podíanasesinarle. No quería hacerte daño. Pensó, tal vez, que era la única manera desalvarte. Ésas cosas ocurrían, aunque ahora no se entiendan. La vida era eso,aquí. Agustín te ha querido más que a nadie en el mundo, Uranita.La anciana se retuerce las manos, presa de desasosiego, y se mueve en lamecedora, fuera de sí. Lucinda se le acerca, le alisa los cabellos, le da unasgotitas de valeriana: « Cálmate, mami; no te pongas así» .Por la ventanita del jardín, refulgen las estrellas en la apacible nochedominicana. ¿Eran otros tiempos? Oleadas de brisa caliente entran al comedor derato en rato y agitan las cortinillas y las flores de un macetero, entre estatuitas desantos y fotos de familia. « Eran y no eran» , piensa Urania. « Todavía flota algode esos tiempos por aquí» .—Fue terrible, pero me permitió conocer la generosidad, la delicadeza, lahumanidad de sister Mary —dice, suspirando—. Sin ella, yo estaría loca omuerta.Sister Mary encontró soluciones para todo y fue un dechado de discreción.Desde los primeros auxilios, en la enfermería del colegio, para cortarle lahemorragia y aliviarle el dolor, hasta, en menos de tres días, movilizar a lasuperiora de las Dominican Nuns y convencerla de que, festinando trámites,concediera a Urania Cabral, alumna ejemplar cuya vida corría peligro, aquellabeca para seguir estudios en la Siena Heights University, en Adrian, Michigan.Sister Mary habló con el senador Agustín Cabral (¿tranquilizándolo?,¿asustándolo?), en el despacho de la directora, a solas los tres, urdiéndolo a quepermitiera el viaje de su hija a los Estados Unidos. Y, también, persuadiéndolo deque desistiera de verla, por lo perturbada que estaba después de lo sucedido enSan Cristóbal. ¿Qué cara puso Agustín Cabral ante la sister? Urania se lo hapreguntado muchas veces: ¿de hipócrita sorpresa?, ¿de malestar?, ¿de confusión?,¿de remordimiento?, ¿de vergüenza? Ni ella había preguntado ni sister Mary se lodijo. Las monjas fueron al consulado norteamericano a conseguir la visa, ypidieron audiencia al Presidente Balaguer, para que acelerara la autorización quelos dominicanos debían recabar para salir al extranjero, un trámite quedemoraba semanas. El colegio pagó su pasaje, en vista de que el senador Cabralse había vuelto insolvente. Sister Mary y sister Helen Claire la acompañaron alaeropuerto. Cuando el avión despegó, lo que más les agradeció Urania fue quecumplieran su promesa de no dejarla ver a papá, ni siquiera de lejos. Ahora, lesagradecía también haberla salvado de la cólera tardía de Trujillo, que la hubierapodido dejar confinada en esta isla o enviado a alimentar a los tiburones.—Es tardísimo —dice, mirando su reloj—. Las dos de la mañana, casi. Nisiquiera he hecho la maleta y mi avión sale tempranísimo.—¿Te regresas mañana, a New York? —se apena Lucindita—. Creí que tequedarías unos días.—Tengo que trabajar —dice Urania—. En el estudio, me espera una pila depapeles, de dar vértigo.—Ahora, y a no será como antes ¿verdad, Uranita? —la abraza Manolita—.Nos vamos a escribir, y contestarás las cartas. De cuando en cuando, vendrás devacaciones, a visitar a tu familia. ¿Verdad, muchacha?—De todas maneras —asiente Urania, abrazándola también. Pero, no estásegura. Tal vez, saliendo de esta casa, de este país, prefiera olvidar de nuevo estafamilia, esta gente, su pasado, se arrepienta de haber venido y hablado como loha hecho esta noche. ¿O, tal vez, no? ¿Tal vez querrá reconstruir de algún modo elvínculo con estos residuos de familia que le quedan?—. ¿Se puede llamar un taxia estas horas?—Nosotras te llevamos —se levanta Lucindita.—Yo a ti te voy a querer mucho, tía Urania —le susurra en el oído y Uraniasiente que la embarga la tristeza—. Te voy a escribir todos los meses. No importasi no me contestas.La besa en la mejilla varias veces, con sus labios delgaditos, el picoteo de unpajarito. Antes de entrar al hotel, Urania espera que el viejo automóvil de suprima se pierda en el malecón George Washington, con el fondo de una fila deolas ruidosas y blanquísimas. Entra en el Jaragua, Y, a mano izquierda, el casinoy la boite contigua son un ascua: ritmos, voces, música, las máquinas tragaperrasy exclamaciones de los jugadores en la ruleta.Cuando se dirige hacia los ascensores, una figura masculina la intercepta. Esun turista cuarentón, pelirrojo, con camisa a cuadros, pantalón vaquero ymocasines, ligeramente borracho:—May I buy you a drink, dear lady? —dice, haciendo una venia cortesana.—Get out of my way, you dirty drunk —le responde Urania, sin detenerse,alcanzando a ver la expresión de desconcierto, de susto, del incauto.En su habitación, comienza a hacer su maleta, pero, al poco rato, va asentarse junto a la ventana, a ver las estrellas lucientes y la espuma de las olas.Sabe que no pegará los ojos y que, por tanto, tiene todo el tiempo del mundo paraterminar con la maleta.« Si Marianita me escribe, le contestaré todas las cartas» , decide.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now