XIII

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  —¿De verdad no quieres otro poquito de arepa? —insiste cariñosa la tía Adelina—. Anímate. De niña, cada vez que venías a la casa, me pedías arepa. ¿Ya no tegusta?—Claro que me gusta, tía —protesta Urania—. Pero, nunca he comido tantoen mi vida, no podré pegar los ojos.—Bueno, dejémosla aquí, por si te antojas dentro de un rato —se resigna latía Adelina.La seguridad de su voz y la lucidez de su mente contrastan con el desecho quees: encogida, casi calva —entre los mechones blancos se divisan pedazos decuero cabelludo—, la cara fruncida en mil arrugas, una dentadura postiza que semueve cuando come o habla. Es un pedacito de mujer, medio perdida en lamecedora donde la instalaron Lucinda, Manolita, Marianita y la sirvienta haitianaluego de bajarla en peso de los altos. Su tía se empeñó en cenar en el comedorcon la hija de su hermano Agustín, reaparecida de improviso después de tantosaños. ¿Es mayor o menor que su padre? Urania no lo recuerda. Habla conenergía y en sus ojitos hundidos hay destellos de inteligencia. « Nunca la hubierareconocido» , piensa Urania. Tampoco a Lucinda, y menos a Manolita, a quienvio por última vez cuando tendría once o doce años y es ahora una señoronaavejentada, con arrugas en la cara y el cuello, y unos cabellos mal teñidos de unnegro azulado bastante cursi. Marianita, su hija, debe tener unos veinte años:delgada, muy pálida, el cabello cortado casi al rape y unos ojitos tristes. No dejade contemplar a Urania, como hechizada. ¿Qué cosas habrá oído de ella susobrina?—Me parece mentira que seas tú, que estés aquí —la tía Adelina le clava suspenetrantes ojos—. Nunca imaginé que te volvería a ver.—Ya lo ves, tía, aquí me tienes. Qué alegría me da.—A mí también, hijita. Más grande se la habrás dado a Agustín. Mi hermanose había hecho a la idea de no verte más.—No sé, tía —Urania endereza sus defensas, presiente los reproches, laspreguntas indiscretas—. Estuve todo el día con él y en ningún momento mepareció que me reconocía.Sus dos primas reaccionan al unísono:—Por supuesto que te reconoció, Uranita —afirma Lucinda.—Como no puede hablar, no se nota —la apoya Manolita—. Pero entiendetodo, su cabeza está sanísima.—Sigue siendo un Cerebrito —ríe la tía Adelina.—Lo sabemos porque lo vemos a diario —remata Lucinda—. Te reconoció ylo has hecho feliz con tu venida.—Ojalá, prima.Un silencio que se prolonga, unas miradas que se cruzan sobre la vieja mesade ese comedor estrecho, con un aparador de cristales que Urania reconocevagamente, y cuadritos religiosos en las paredes de un verde descolorido.Tampoco aquí siente nada familiar. En su memoria, la casa de los tíos Adelina yAníbal, donde venía a jugar con Manolita y Lucinda, era grande, luminosa,elegante y aireada, y ésta es una cueva atestada de muebles deprimentes.—La rotura de la cadera me separó de Agustín para siempre —se agita elpuño diminuto, de dedos deformados por la esclerosis—. Antes, pasaba horas conél. Teníamos largas conversaciones. Yo no necesitaba que hablara para entenderlo que quería decirme. ¡Pobre mi hermano! Me lo hubiera traído aquí. Pero¿dónde, en esta ratonera?Habla con rabia.—La muerte de Trujillo fue el principio del fin para la familia —suspiraLucindita. Ahí mismo se alarma—. Perdona, prima. Tú odias a Trujillo ¿verdad?—Comenzó antes —la corrige la tía Adelina y Urania se interesa en lo quedice.—¿Cuándo, abuela? —pregunta, con un hilo de voz, la hija mayor de Lucinda.—Con la carta en El Foro Público, unos meses antes de que mataran aTrujillo —sentencia la tía Adelina; sus ojitos perforan el vacío—. Por enero ofebrero del 61. Nosotros le dimos la noticia a tu papá, de mañanita. Aníbal fue elprimero que la ley ó.—¿Una carta en El Foro Público? —Urania busca, busca en sus recuerdos—.Ah, sí.—Supongo que nada importante, supongo que una tontería que se va a aclarar—dijo su cuñado en el teléfono; estaba tan alterado, tan vehemente, sonaba tanfalso que el senador Agustín Cabral se sorprendió: ¿qué le pasaba a Aníbal?—¿No has leído El Caribe?—Me lo acaban de traer, aún no lo he abierto.Escuchó una tosecita nerviosa.—Bueno, hay una carta ahí, Cerebrito —trató de ser burlón y ligero sucuñado—. Disparates. Acláralo cuanto antes.—Gracias por llamarme —se despidió el senador Cabral—. Besos a Adelinay a las niñas. Pasaré a verlos.Treinta años en las alturas del poder político habían hecho de Agustín Cabralun hombre experimentado en imponderables —trampas, emboscadas,triquiñuelas, traiciones—, de modo que saber que había una carta contra él en ElForo Público, la sección más leída y temida de El Caribe pues estaba alimentadadesde el Palacio Nacional y era el barómetro político del país, no le hizo perderlos nervios.Era la primera vez que aparecía en la columna infernal; otros ministros,senadores, gobernadores o funcionarios habían sido abrasados por esas llamas; él,hasta ahora, no. Regresó al comedor. Su hija, de uniforme, tomaba el desayuno:mangú —plátano majado con mantequilla— y queso frito. La besó en loscabellos (« Hola, papi» ), se sentó frente a ella y, mientras la sirvienta le servía elcafé, abrió despacio, sin atolondrarse, el diario doblado sobre un rincón de lamesa. Pasó las páginas, hasta llegar a El Foro Público.Señor Director.Escribo por impulso cívico, protestando el agravio a la ciudadaníadominicana y la libertad irrestricta de expresión que el gobierno delGeneralísimo Trujillo garantiza a esta República. Me refiero a que no sehaya dado a conocer hasta ahora en sus respetables y leídas páginas, elhecho, por todos sabido, que el senador Agustín Cabral, apodado Cerebrito(¿en razón de qué?) ha sido destituido de la Presidencia del Senado alhabérsele comprobado una incorrecta gestión en el Ministerio de ObrasPúblicas, que ocupó hasta hace poco. Es sabido también que, escrupulosocomo es este régimen en materia de probidad y uso de fondos públicos, unacomisión investigadora de los aparentes malos manejos y trapisondas —comisiones ilegales, adquisición de material obsoleto con sobrevaloraciónde precios, inflación ficticia de presupuestos, en que habría incurrido elsenador en el ejercicio de su ministerio— ha sido nombrada para examinarlos cargos contra él.¿No tiene el pueblo trujillista el derecho de estar informado sobrehechos tan graves?Atentamente,Ingeniero Telésforo Hidalgo SaínoCalle Duarte N.º 171Ciudad Trujillo—Me voy volando, papi —oyó el senador Cabral, y, sin que gesto algunotraicionara su aparente calma, aparta la cara del periódico para besar a la niña—. No puedo regresar en la guagua del colegio, me quedaré a jugar voleibol.Nos vendremos caminando, con unas amigas.—Cuidadito al cruzar las esquinas, Uranita.Bebió su jugo de naranja y tomó una taza de café humeante recién colado,sin apresurarse, pero no probó el mangú, ni el queso frito ni la tostada con miel.Reley ó palabra por palabra, letra por letra, la carta de El Foro Público. Sin dudahabía sido manufacturada por el Constitucionalista Beodo, escriba dilecto de lasinsidias, pero ordenada por el Jefe; nadie osaría escribir, menos publicar, unacarta semejante sin la venia de Trujillo. ¿Cuándo lo vio por última vez? Anteayer,en el paseo. No fue llamado a caminar a su lado, el jefe estuvo charlando todo eltiempo con el general Román y el general Espaillat, pero lo saludó con ladeferencia de costumbre. ¿O no? Aguzó su memoria. ¿Advirtió ciertoendurecimiento en esa mirada fija, intimidante, que parecía desgarrar lasapariencias y alcanzar el alma de quien escudriñaba? ¿Cierta sequedad alresponderle el saludo? ¿Un ceño que se fruncía? No, no recordaba nada anormal.La cocinera le preguntó si vendría a almorzar. No, sólo a cenar, y asintiócuando Aleli le propuso el menú para la cena. Al sentir el automóvil de laPresidencia del Senado llegando a la puerta de su casa, miró su reloj: las ocho enpunto. Gracias a Trujillo, había descubierto que el tiempo es oro. Como tantos,desde joven hizo suy as las obsesiones del jefe: orden, exactitud, disciplina,perfección. El senador Agustín Cabral lo dijo en un discurso: « Gracias a SuExcelencia, el Benefactor, los dominicanos descubrimos las maravillas de lapuntualidad» . Poniéndose la chaqueta, iba hacia la calle: « Si me hubierandestituido, el carro de la Presidencia del Senado no habría venido a buscarme» .Su asistente, el teniente de aviación Humberto Arenal, que nunca le ocultó susvinculaciones con el SIM, le abrió la puerta. El auto oficial, con Teodosio alvolante. El asistente. No había que preocuparse.—¿Nunca supo por qué cayó en desgracia? —se asombra Urania.—Nunca con certeza —aclara la tía Adelina—. Hubo muchas suposiciones,nada más. Años de años se preguntó Agustín qué hizo para que Trujillo seenojara así, de la noche a la mañana. Para que un hombre que lo había servidotoda la vida, se convirtiera en apestado.Urania observa la incredulidad con que las escucha Marianita.—Te parecen cosas de otro planeta, ¿no, sobrina?La muchacha se ruboriza.—Es que resulta tan increíble, tía. Como en la película de Orson Welles, Elproceso, que dieron en el Cine Club. A Anthony Perkins lo juzgan y ejecutan sinque descubra por qué.Manolita se abanica con las dos manos hace rato; deja de hacerlo paraintervenir:—Decían que cayó en desgracia porque hicieron creer a Trujillo que, porculpa del tío Agustín, los obispos se negaron a proclamarlo Benefactor de laIglesia católica.—Dijeron mil cosas —exclama la tía Adelina—. Fue lo peor de su calvario,las dudas. La familia comenzó a irse a pique y nadie sabía de qué acusaban aAgustín, qué había hecho o dejado de hacer.No había ningún senador en el local del Senado, cuando Agustín Cabral entróa las ocho y quince de la mañana, como todos los días. La guardia le rindió elsaludo que le correspondía y los ujieres y empleados que cruzó en los pasilloscamino a su despacho le dieron los buenos días con la efusividad de siempre.Pero sus dos secretarios, Isabelita y el joven abogado Paris Goico, tenían lainquietud reflejada en las caras.—¿Quién se ha muerto? —les bromeó—. ¿Les preocupa la cartita en El ForoPúblico? Vamos a aclarar esa infamia ahora mismo. Llámate al director de ElCaribe, Isabel, a su casa. Panchito no va al periódico antes del mediodía.Se sentó en su escritorio, echó un vistazo a la pila de documentos, a lacorrespondencia, a la agenda del día preparada por el eficiente Parisito. « Lacarta ha sido dictada por el Jefe» . Una culebrita se deslizó por su espina dorsal.¿Era uno de esos teatros que divertían al Generalísimo? ¿En medio de lastensiones con la Iglesia, la confrontación con Estados Unidos y la OEA, teníaánimo para los disfuerzos que acostumbraba en el pasado, cuando se sentíatodopoderoso y sin amenazas? ¿Estaban los tiempos para circos?—En el teléfono, don Agustín.Levantó el auricular y esperó unos segundos, antes de hablar.—¿Te he despertado, Panchito?—Qué ocurrencia, Cerebrito —la voz del periodista era normal—. Yo soytempranero, como gallo capón. Y duermo con un ojo abierto, por si acaso.¿Quiúbole?—Bueno, como te imaginas, te llamo por la carta de esta mañana, en El ForoPúblico —carraspeó el senador Cabral—. ¿Me puedes decir algo?La respuesta vino con el mismo tono ligero, zumbón, como si se tratara deuna banalidad.—Llegó recomendada, Cerebrito. No iba a publicar algo así sin haceraveriguaciones. Créeme que, dada nuestra amistad, no me alegró publicarla.« Sí, sí, claro» , murmuró. Ni un sólo momento debía perder su sangre fría.—Me propongo rectificar esas calumnias —dijo, suavemente—. No he sidodestituido de nada. Te llamo de la presidencia del Senado. Y esa supuestacomisión investigadora de mi gestión en el Ministerio de Obras Públicas, es otrapatraña.—Mándame tu rectificación cuanto antes —repuso Panchito—. Haré lo quepueda para publicarla, no faltaba más. Sabes el aprecio que te tengo. Estaré en eldiario a partir de las cuatro. Besos a Uranita. Un abrazo, Agustín.Luego de colgar, dudó. ¿Había hecho bien llamando al director de El Caribe?¿No era un movimiento falso, que delataba su alarma? Qué otra cosa podíahaberle dicho: él recibía las cartas para El Foro Público directamente del PalacioNacional y las publicaba sin hacer preguntas. Consultó su reloj: las nueve menoscuarto. Tenía tiempo; la reunión del bufete directivo del Senado era a las nueve ymedia. Dictó a Isabelita la rectificación del modo austero y claro con queredactaba sus escritos. Una carta breve, seca y fulminante: seguía siendo elpresidente del Senado y nadie había cuestionado su escrupulosa gestión en elMinisterio de Obras Públicas que le confió el régimen presidido por esedominicano epónimo, Su Excelencia el Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo,Benefactor y Padre de la Patria Nueva.Cuando Isabelita se iba a mecanografiar el dictado, entró al despacho ParisGoico.—Se ha suspendido la reunión del bufete directivo del Senado, señorpresidente.Era joven, no sabía disimular; tenía la boca entreabierta y estaba lívido.—¿Sin consultarme? ¿Quién?—El vicepresidente del Congreso, don Agustín. Me lo acaba de comunicar élmismo.Sopesó lo que acababa de oír. ¿Podía ser un hecho aparte, sin relación con lacarta de El Foro Público? El afligido Parisito esperaba, de pie junto al escritorio.—¿Está en su despacho el doctor Quintana? —Como su ay udante hizo con lacabeza que sí, se levantó—: Dígale que voy para allá.—Es imposible que no te acuerdes, Uranita —la amonesta su tía Adelina—.Tenías catorce años. Era lo más grande que había ocurrido en la familia, mástodavía que el accidente en que murió tu mamá. ¿Y no te dabas cuenta de nada?Habían tomado café y una tisana. Urania probó un bocadito de arepa.Platicaban en torno a la mesa del comedor, en la luz mortecina de la pequeñalámpara de pie. La sirvienta haitiana, silente como un gato, había recogido elservicio.—Me acuerdo de la angustia de papá, por supuesto, tía —explica Urania—.Se me pierden los detalles, los incidentes diarios. Él trataba de ocultármelo, alprincipio. « Hay problemas, Uranita, ya se resolverán» . No imaginé que a partirde ahí mi vida daría ese vuelco.Siente que la queman las miradas de su tía, sus primas y su sobrina. Lucindadice lo que piensan:—Algún bien resultó para ti, Uranita. No estarías donde estás, si no. Encambio, para nosotras, fue el desastre.—Para mi pobre hermano, más que nadie —la acusa su tía Adelina—. Leclavaron una puñalada y lo dejaron desangrándose, treinta años más.Un loro chilla, sobre la cabeza de Urania, asustándola. No se había dadocuenta hasta ahora del animal; está encrespado, moviéndose de un lado a otro ensu cilindro de madera, dentro de una gran jaula de barrotes azules. Su tía, primasy sobrina se echan a reír.—Sansón —se lo presenta Manolita—. Se puso bravo porque lo despertamos.Es un dormilón.Gracias al lorito, la atmósfera se distiende.—Estoy segura que si comprendiera lo que dice, me enteraría de muchossecretos —bromea Urania, señalando a Sansón.El senador Agustín Cabral no está para sonrisas. Responde con una adustavenia al acaramelado saludo del doctor Jeremías Quintanilla, vicepresidente delSenado, en cuyo despacho acaba de irrumpir, y, sin preámbulos, lo increpa:—¿Por qué has suspendido la reunión del bufete directivo del Senado? ¿No esése atributo del presidente? Exijo una explicación.La cara gruesa, color cacao, del senador Quintanilla asiente repetidas veces,mientras sus labios, en un español cadencioso, casi musical, se empeñan encalmarlo:—Por supuesto, Cerebrito. No te sulfures. Todo, salvo la muerte, tiene surazón.Es un hombrazo rollizo y sesentón, de párpados inflados y boca viscosa,enfundado en un traje azul y una corbata con estrías plateadas, que destella.Sonríe con empecinamiento, y Agustín Cabral lo ve quitarse los espejuelos,guiñarle los ojos, echar una rápida ojeada circular con sus córneas blanquísimas,y, dando un paso hacia él, tomarlo del brazo y arrastrarlo, mientras dice, muyalto:—Sentémonos aquí, estaremos más cómodos.Pero no lo lleva hacia los sillones de pesadas patas de tigre de su despacho,sino hacia un balcón de puertas entreabiertas. Lo obliga a salir con él, de modoque puedan hablar al aire libre, frente al runrún del mar, lejos de escuchasindiscretos. Hace un sol fuerte; la luminosa mañana arde de motores y bocinasque vienen del Malecón y las voces de los pregoneros ambulantes.—¿Qué coño pasa, Mono? —murmura Cabral.Quintana lo tiene siempre del brazo y ahora está muy serio. Advierte en sumirada un sentimiento difuso, de solidaridad o compasión.—Sabes muy bien lo que pasa, Cerebrito, no seas pendejo. ¿No te diste cuentaque hace tres o cuatro días dejaron de llamarte « distinguido caballero» en losperiódicos, que te rebajaron a « señor» ? —le musita en el oído el Mono Quintana—. ¿No leíste El Caribe esta mañana? Eso es lo que pasa.Por primera vez, desde que ley ó la carta en El Foro Público, Agustín Cabralsiente miedo. Verdad: ay er o anteay er alguien bromeó en el Country Club que lapágina de Sociales de La Nación, lo había privado del « distinguido caballero» ,algo que solía ser un mal presagio: al Generalísimo le divertían esas advertencias.Esto iba en serio. Era una tempestad. Tenía que valerse de toda su experiencia yastucia para que no se lo tragara.—¿Vino de Palacio la orden de suspender la reunión del bufete directivo? —susurra. El vicepresidente, inclinado, pega su oreja a la boca de Cabral.—¿De dónde iba a venir? Hay más. Se suspenden todas las comisiones en lasque participas. La directiva dice: « Hasta que se regularice la situación delpresidente del Senado» .Queda mudo. Ha ocurrido. Está ocurriendo aquella pesadilla que, de tanto entanto, venía a lastrar sus triunfos, sus ascensos, sus logros políticos: lo hanindispuesto con el jefe.—¿Quién te la trasmitió, Mono?La cara mofletuda de Quintana se contrae, inquieta, y Cabral entiende por finde dónde viene lo de Mono. ¿Va a decirle el vicepresidente que no puede cometeresa infidencia? Bruscamente, se decide:—Henry Chirinos —vuelve a tomarlo del brazo—. Lo siento, Cerebrito. Nocreo que pueda hacer mucho, pero, si algo puedo, cuenta conmigo.—¿Te dijo Chirinos de qué me acusan?—Se limitó a trasmitirme la orden y a perorar: No sé nada. Soy el modestomensajero de una decisión superior.—Tu papá sospechó siempre que el intrigante fue Chirinos, elConstitucionalista Beodo —recuerda la tía Adelina.—Ése gordo negruzco y asqueroso fue uno de los que mejor se acomodó —lainterrumpe Lucindita—. De cama y mesa de Trujillo y terminó de ministro yembajador de Balaguer. ¿Ves cómo es este país, Uranita?—Me acuerdo mucho de él, lo vi en Washington hace unos años, deembajador —dice Urania—. Iba mucho a la casa cuando yo era niña. Parecíaíntimo de papá.—Y de Aníbal y mío —añade la tía Adelina—. Venía aquí con suszalamerías, nos recitaba sus versitos. Andaba todo el tiempo citando libros,posando de culto. Nos invitó al Country Club una vez. Yo no quería creer quehubiera traicionado a su compañero de toda la vida. Bueno, la política es eso,abrirse camino entre cadáveres.—El tío Agustín era demasiado íntegro, demasiado bueno, por eso seensañaron con él.Lucindita espera que la corrobore, que proteste también por esa infamia.Pero Urania no tiene fuerzas para simular. Se limita a escucharla, con airecompungido.—En cambio, mi marido, que en paz descanse, se portó como un caballero,dio a tu papá todo su apoy o —lanza una risita sarcástica la tía Adelina—. ¡Vay acon el Quijote! Perdió el puesto en La Tabacalera, y jamás volvió a encontrartrabajo.El loro Sansón revienta otra vez en una catarata de gritos y ruidos queparecen improperios. « Calla, marmota» , lo riñe Lucindita.—Menos mal que no hemos perdido el humor, muchachas —exclamaManolita.—Localízame al senador Henry Chirinos y dile que quiero verlo deinmediato, Isabel —ordena el senador Cabral, entrando a su despacho. Y,dirigiéndose al doctor Goico—: Por lo visto, es el cocinero de este enredo.Se sienta en su escritorio, se dispone a revisar de nuevo la agenda del día,pero toma conciencia de su situación.¿Tiene sentido firmar cartas, resoluciones, memorándums, notas, comopresidente del Senado de la República? Es dudoso que lo siga siendo. Lo peor, darsíntomas de desaliento ante sus subordinados. Al mal tiempo, buena cara. Tomael legajo y está empezando a releer el primer escrito cuando advierte queParisito sigue allí. Las manos le tiemblan:—Señor presidente, y o quisiera decirle —balbucea, roto por la emoción—.Pase lo que pase, estoy con usted. Para todo. Sé lo mucho que le debo, doctorCabral.—Gracias, Goico. Tú eres nuevo en este mundo y verás cosas peores. No tepreocupes. Capearemos esta tempestad. Y, ahora, a trabajar.—El senador Chirinos lo espera en su casa, señor presidente —Isabelita entraal despacho hablando—. Contestó él mismo. ¿Sabe qué me dijo? « Las puertas demi casa están abiertas día y noche para mi gran amigo, el senador Cabral» .Al salir del edificio del Congreso, la guardia le rinde el saludo militar habitual.Allí sigue el auto negro, funerario. Pero su asistente, el teniente HumbertoArenal, se ha esfumado. Teodosio, el chofer, le abre la puerta.—A casa del senador Henry Chirinos.El conductor asiente, sin abrir la boca. Después, cuando y a enfilan por laavenida Mella, en los linderos de la ciudad colonial, mirándolo por el espejoretrovisor le informa:—Desde que salimos del Congreso, nos sigue un « cepillo» con caliés, doctor.Cabral se vuelve a mirar: a quince o veinte metros divisa uno de losinconfundibles Volkswagen negros del Servicio de Inteligencia. En la luminosidadcegadora de la mañana no puede distinguir cuántas cabezas de caliés hay dentro.« Ahora me escolta la gente del SIM en lugar de mi asistente» . Mientras el autose adentra en las callecitas angostas, atestadas de gente, de casitas de uno y dospisos, con rejas en las ventanas y zócalos de piedra, de la ciudad colonial, se diceque el asunto es todavía más grave de lo que supuso. Si Johnny Abbes lo haceseguir, se ha tomado tal vez la decisión de detenerlo. La historia de AnselmoPaulino, calcada. Lo que tanto temía. Su cerebro es una fragua al rojo vivo. ¿Quéhabía hecho? ¿Qué había dicho? ¿En qué falló? ¿A quién ha visto últimamente? Lotrataban como enemigo del régimen. ¡Él, él!El automóvil se detuvo en la esquina de Salomé Ureña con Duarte y Teodosiose bajó a abrirle la puerta. El « cepillo» se estacionó a pocos metros pero ningúncalié descendió. Estuvo tentado de acercarse a preguntarles por qué seguían alpresidente del Senado, pero se contuvo: ¿de qué serviría ese desplante con unospobres diablos que obedecían órdenes?La vieja casa de dos pisos, con balconcito colonial y ventanas con celosías,del senador Henry Chirinos se parecía a su dueño; el tiempo, la vejez, la incuria,la habían contrahecho, vuelto asimétrica; se anchaba excesivamente a mediaaltura, como si le hubiera crecido una panza y fuera a reventar. Debía de habersido en tiempos remotos una noble y recia mansión; estaba ahora sucia,abandonada, y parecía a punto de desmoronarse. Manchas y lamparonesafeaban los muros y de sus techos colgaban telarañas. Apenas llamó, abrieron.Subió unas lóbregas escaleras que crujían, de pasamanos grasientos, y, en elprimer rellano, el may ordomo le abrió una chirriante puerta de cristales:reconoció la nutrida biblioteca, los pesados cortinajes de terciopelo, altosanaqueles repletos de libros, la mullida alfombra descolorida, los cuadrosovalados y los hilos plateados de las telarañas que delataban las lanzas de luz solarque penetraban por los postigos. Olía a viejo, a humores rancios, hacía un calorinfernal. Esperó a Chirinos de pie. Las veces que había estado aquí, tantos años,en reuniones, pactos, negociaciones, conspiraciones, al servicio del jefe.—Bienvenido a tu casa, Cerebrito. ¿Un jerez? ¿Dulce o seco? Te recomiendoel fino amontillado. Está fresquito.En pijama y envuelto en una aparatosa bata de paño verde, con ribetes deseda, que acentuaba las redondeces de su cuerpo, un orondo pañolón en el bolsilloy unas pantuflas de raso deformadas por sus juanetes, el senador Chirinos lesonreía. Los escasos cabellos revueltos y las legañas de su cara tumefacta, depárpados y labios amoratados, con una boquera de saliva reseca, revelaron alsenador Cabral que no se había lavado aún. Se dejó palmear y conducir a losañosos confortables con mantones de hilo en el espaldar, sin responder a lasefusiones del dueño de casa.—Nos conocemos hace muchos años, Henry. Juntos hemos hecho muchascosas. Buenas y algunas malas. No hay dos personas en el régimen que hay anestado tan unidas, como tú y y o. ¿Qué ocurre? ¿Por qué se me está cayendoencima el cielo desde esta mañana?Debió callarse, porque entró en la habitación el mayordomo, un viejo mulatotuerto, tan feo y descuidado como el dueño de casa, con una jarrita de cristal enla que había vaciado el jerez, y dos copitas. Las dejó sobre la mesilla y se retiró,renqueando.—No lo sé —el Constitucionalista Beodo se golpeó el pecho—. No mecreerás. Pensarás que yo he maquinado, inspirado, azuzado, lo que te pasa. Por lamemoria de mi madre, lo más sagrado de esta casa, no lo sé. Desde que meenteré, ayer tarde, me he quedado de una pieza. Espera, espera, brindemos.¡Porque este tollo se resuelva pronto, Cerebrito!Hablaba con brío y emoción, el corazón en la mano y la sensibleríaazucarada de los héroes de las radionovelas que la HIZ importaba, antes de laRevolución castrista, de la CMQ de La Habana. Pero Agustín Cabral lo conocía:era un histrión de alto nivel. Podía ser cierto o falso, no tenía cómo averiguarlo.Bebió un sorbito de jerez, con asco, pues nunca bebía alcohol en las mañanas.Chirinos se atusaba las cerdas de las narices.—Ay er, despachando con el jefe, de pronto me ordenó instruir al MonoQuintanilla que, como vicepresidente del Senado, cancelara todas las reunioneshasta que se hubiera cubierto la vacancia de la Presidencia —prosiguió,accionando—. Pensé en un accidente, un paro cardíaco, no sé. « ¿Qué le hasucedido a Cerebrito, Jefe?» . « Eso quisiera saber» , me repuso, con esasequedad que hiela los huesos. « Ha dejado de ser uno de los nuestros y se hapasado al enemigo» . No pude preguntar más, su tono era contundente. Medespachó a cumplir el encargo. Y esta mañana leí, como todo el mundo, la cartaen El Foro Público. De nuevo te lo juro por la memoria de mi santa madre: estodo lo que sé.—¿Escribiste tú la carta de El Foro Público?—Yo escribo correctamente el castellano —se indignó el ConstitucionalistaBeodo—. El ignaro cometió tres faltas de sintaxis. Las tengo señaladas.—¿Quién, entonces?Las cuencas adiposas del senador Chirinos derramaron sobre él una miradacompasiva:—¿Qué coño importa, Cerebrito? Eres uno de los hombres inteligentes de estepaís, no poses de pendejo conmigo, que te conozco desde muchacho. Lo únicoque importa es que has enojado al jefe, por algo. Habla con él, excúsate, daleexplicaciones, haz propósito de enmienda. Reconquista su confianza.Cogió la jarrita de cristal, volvió a llenar su copa y bebió. El bullicio de lacalle era menor que en el Congreso. Por el espesor de los muros coloniales oporque las angostas calles del centro ahuy entaban los automóviles.—¿Excusarme, Henry ? ¿Qué he hecho? ¿No dedico mis días y mis noches aljefe?—No me lo digas a mí. Convéncelo a él. Yo lo sé muy bien. No te desanimes.Tú lo conoces. En el fondo, es un ser magnánimo. De entraña justiciera. Si nofuera desconfiado, no hubiera durado treinta y un años. Hay una equivocación,un malentendido. Debe aclararse. Pídele audiencia. Él sabe escuchar.Hablaba meneando la mano, refocilándose con cada palabra que expulsabansus labios cenizos. Sentado, parecía aun más obeso que de pie: la enorme barrigahabía entreabierto la bata y latía con flujo y reflujo acompasados. Cabralimaginó aquellos intestinos dedicados, tantas horas en el día, a la laboriosa tareade deglutir y disolver los bolos alimenticios que tragaba esa jeta voraz. Lamentóestar allí. ¿Acaso el Constitucionalista Beodo lo iba a ay udar? Si no tramó esto, ensu fuero íntimo lo estaría celebrando como una gran victoria contra quien, pordebajo de las apariencias, fue siempre un rival.—Dándole vueltas, devanándome los sesos —añadió Chirinos, con aireconspirativo—, he venido a pensar que, tal vez, la razón sea la desilusión queprodujo al Jefe la negativa de los obispos a proclamarlo Benefactor de la Iglesiacatólica. Tú estabas en la comisión que fracasó.—¡Éramos tres, Henry! La integraban, también, Balaguer y Paino Pichardo,como ministro del Interior y Cultos. Aquéllas gestiones fueron hace meses, pocodespués de la Pastoral de los obispos. ¿Por qué todo recaería sólo sobre mí?—No lo sé, Cerebrito. Parece traído de los cabellos, en efecto. Yo tampocoveo razón alguna para que caigas en desgracia. Sinceramente, por nuestraamistad de tantos años.—Hemos sido algo más que amigos. Hemos estado juntos, detrás del jefe, entodas las decisiones que han transformado este país. Somos historia viviente. Nospusimos zancadillas, nos dimos golpes bajos, hicimos trampas para sacar ventajauno sobre el otro. Pero, la aniquilación parecía excluida. Esto es otra cosa. Puedoterminar en la ruina, el descrédito, en la cárcel. ¡Sin saber por qué! Si hasfraguado todo esto, felicitaciones. ¡Una obra maestra, Henry !Se había puesto de pie. Hablaba con calma, de manera impersonal, casididáctica. Chirinos se incorporó también, recostándose sobre uno de los brazos delsillón para izar su corpulencia. Estaban muy juntos, casi tocándose. Cabral vio uncuadrito en la pared, entre los estantes de libros, que era una cita de Tagore: « Unlibro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, unalma que perdona; destruido, un corazón que llora» . « Un cursi en todo lo quehace, toca, dice y siente» , pensó.—Franquezas valen franquezas —Chirinos le acercó la cara y Agustín Cabralse sintió aturdido con el vaho que escoltaba sus palabras—. Hace diez años, hacecinco, no hubiera vacilado en tramar cualquier cosa para sacarte de en medio,Agustín. Como tú a mí. Incluida la aniquilación. ¿Pero, ahora? ¿Para qué?¿Tenemos alguna cuenta pendiente? No. Ya no estamos en competencia,Cerebrito, lo sabes tan bien como y o. ¿Cuánto le queda de oxígeno a estemoribundo? Por última vez: no tengo nada que ver con lo que te ocurre. Espero ydeseo que lo soluciones. Se vienen días difíciles y al régimen le conviene tenerte,para resistir los embates.El senador Cabral asintió. Chirinos lo palmeaba.—Si voy donde los caliés que me esperan abajo, y les cuento lo que hasdicho, que el régimen se asfixia, que es un moribundo, pasarías a hacermecompañía —murmuró, a modo de despedida.—No lo harás —se rió la gran jeta oscura del dueño de casa—. Tú no erescomo y o. Tú eres un caballero.—¿Qué ha sido de él? —pregunta Urania—. ¿Vive?La tía Adelina lanza una risita y el loro Sansón, que parecía dormido,reacciona con otra sarta de chillidos. Cuando calla, Urania detecta elacompasado chaschás de la mecedora que ocupa Manolita.—La y erba mala no muere —explica su tía—. Siempre en su misma guaridade ciudad colonial, en Salomé Ureña con Duarte. Lucindita lo vio hace poco, conbastón y zapatillas de levantarse, paseándose por el parque Independencia.—Unos chiquillos corrían detrás de él gritando: « ¡El cuco, el cuco!» —se ríeLucinda—. Está más feo y asqueroso que antes. ¿Tendrá más de noventa, no?¿Ha pasado y a el tiempo prudente de sobremesa para despedirse? Urania nose ha sentido cómoda en toda la noche. Más bien tensa, esperando una agresión.Éstas son las únicas parientes que le quedan y se siente más distante de ellas quede las estrellas. Y comienzan a irritarla los grandes ojos de Marianita clavados enella.—Ésos días fueron terribles para la familia —vuelve a la carga la tía Adelina.—Yo me acuerdo de mi papá y tío Agustín, secreteándose en esta sala —diceLucindita—. Y tu papá diciendo: « ¿Pero, Dios mío, qué he podido hacerle al jefepara que me maltrate así?» .La calla un perro que ladra desaforado en las cercanías; le responden dos,cinco más. Por un pequeño tragaluz, en lo alto de la habitación, Urania divisa laluna: redonda y amarilla, espléndida. En New York no había lunas así.—Lo que más lo amargaba era tu futuro, si a él le pasaba algo —la tíaAdelina tiene la mirada cargada de reproches—. Cuando le intervinieron lascuentas bancarias, supo que no tenía remedio.—¡Las cuentas bancarias! —asiente Urania—. Fue la primera vez que mipapá me habló.Ella se hallaba ya acostada y su padre entró sin llamar. Se sentó al pie de lacama. En mangas de camisa, muy pálido, le pareció más delgadito, más frágil ymás viejo. Vacilaba en cada sílaba.—Esto va mal, mi hijita. Tienes que estar preparada para cualquier cosa.Hasta ahora, te he ocultado la gravedad de la situación. Pero, hoy día, bueno, enel colegio habrás oído algo.La niña asintió, grave. No se inquietaba, su confianza en él era ilimitada.¿Cómo podía ocurrirle algo malo a un hombre tan importante?—Sí, papi, que salieron cartas contra ti en El Foro Público, que te acusaban dedelitos. Nadie se lo va a creer, qué bobería. Todo el mundo sabe que eres incapazde esas maldades.Su padre la abrazó, por encima de la colcha.Era más serio que las calumnias del periódico, mi hija. Lo habían despojadode la Presidencia del Senado. Una comisión del Congreso verificaba si hubomalos manejos y defraudación de fondos públicos durante su gestión ministerial.Hacía días lo seguían los « cepillos» del SIM; ahora mismo había uno en lapuerta de la casa, con tres caliés. La última semana recibió comunicados deexpulsión del Instituto Trujilloniano, del Country Club, del Partido Dominicano, y,esta tarde, al ir a retirar dinero del banco, el puntillazo. El administrador, suamigo Josefo Heredia, le informó que sus dos cuentas corrientes habían sidocongeladas mientras durara la investigación del Congreso.—Cualquier cosa puede ocurrir, hijita. Confiscarnos esta casa, echarnos a lacalle. La cárcel, incluso. No quiero asustarte. Puede que nada pase. Pero, debesestar preparada. Tener valor.Lo escuchaba estupefacta; no por lo que decía, por el desfallecimiento de suvoz, el desamparo de su expresión, el espanto de sus ojitos.—Voy a rezarle a la Virgen —se le ocurrió decir—. Nuestra Señora de laAltagracia nos ay udará. ¿Por qué no hablas con el jefe? Él siempre te ha querido.Que dé una orden y todo se arreglará.—Le he pedido audiencia y ni siquiera me responde, Uranita. Voy al PalacioNacional y los secretarios y ay udantes apenas me saludan. Tampoco ha queridoverme el Presidente Balaguer, ni el ministro del interior; sí, Paino Pichardo. Soyun muerto en vida, hijita. Quizá tengas razón y sólo nos quede encomendarnos ala Virgen.Se le quebró la voz. Pero, cuando la niña se incorporó a abrazarlo, se repuso.Le sonrió:—Tenías que saber esto, Uranita. Si me pasa algo, anda donde tus tíos. Aníbaly Adelina te cuidarán. Puede que sea una prueba. Algunas veces el jefe hahecho cosas así, para probar a sus colaboradores.—Acusarlo de malos manejos a él —suspira la tía Adelina—. Fuera de esacasita de Gazcue, nunca tuvo nada. Ni fincas, ni compañías, ni inversiones. Salvoesos ahorritos, los veinticinco mil dólares que te fue dando poco a poco, mientrasestudiabas allá. El político más honrado y el padre más bueno del mundo,Uranita. Y, si permites una intrusión en tu vida privada a esta tía vieja y chocha,no te portaste con él como debías. Ya sé que lo mantienes y le pagas laenfermera. Pero ¿sabes cuánto lo hiciste sufrir no contestándole una carta, noacercándote al teléfono cuando te llamaba? Muchas veces lo vimos llorar por tiAníbal y yo, aquí mismo. Ahora, que ha pasado tanto tiempo, ¿se puede saberpor qué, muchacha?Urania reflexiona, resistiendo la mirada admonitiva de la viejecita encogidacomo un garabato en su sillón.—Porque no era tan buen padre como crees, tía Adelina —dice, al fin.El senador Cabral hizo que el taxi lo dejara en la Clínica Internacional, acuatro cuadras del Servicio de Inteligencia, situado también en la avenidaMéxico. Al dar la dirección al taxi, sintió un prurito extraño, vergüenza y pudor y,en vez de indicar al chofer que iba al SIM, mencionó la clínica. Caminó lascuatro cuadras sin prisa; los dominios de Johnny Abbes eran probablemente losúnicos locales importantes del régimen que nunca pisó hasta ahora. El « cepillo»con caliés lo seguía sin disimulo, en cámara lenta, pegado a la vereda, y él podíaadvertir los movimientos de cabeza y las expresiones alarmadas de lostranseúntes al descubrir el emblemático Volkswagen. Recordó que, en lacomisión de Presupuesto del Congreso, él abogó en favor de la partida destinadaa importar el centenar de « cepillos» con los que los caliés de Johnny Abbes sedesplazaban ahora por todo el territorio en busca de los enemigos del régimen.En el descolorido y anodino edificio, la guardia de policías uniformados yciviles con metralletas, que custodiaba la puerta detrás de alambradas y sacos dearena, lo dejó pasar sin registrarlo ni pedirle documentos. Adentro, lo esperabauno de los adjuntos del coronel Abbes: César Báez. Fortachón, comido por laviruela, rizada melena pelirroja, le dio una mano sudada y lo condujo por pasillosestrechos, en los que había hombres con pistolas en cartucheras colgadas delhombro o bailoteando bajo el sobaco, fumando, discutiendo o riendo en cubículosllenos de humo, con tableros claveteados de memorándums. Olía a sudor, orinesy pies. Una puerta se abrió. Allí estaba el jefe del SIM. Lo sorprendió la desnudezmonacal de la oficina, las paredes sin cuadros ni carteles, salvo a la que daba laespalda el coronel, que lucía un retrato en uniforme de parada —tricornio conplumas, pechera constelada de medallas— del Benefactor. Abbes García estabade paisano, con una camisita veraniega de mangas cortas y un cigarrillohumeante en la boca. Tenía en la mano el pañuelo rojo que Cabral le había vistomuchas veces.—Buenos días, senador —le alcanzó una mano blanda, casi femenina—.Asiento. No tenemos comodidades aquí, perdonará.—Le agradezco que me reciba, coronel. Es usted el primero. Ni el jefe, ni elPresidente Balaguer, ni un solo ministro han respondido a mis solicitudes deaudiencia.La figurita pequeña, panzuda, algo contrahecha, asintió. Cabral veía, encimade la doble papada, la boca fina y las blandengues mejillas, los ojitos profundos yacuosos del coronel, moviéndose azogados. ¿Sería tan cruel como se decía?—Nadie quiere contagiarse, señor Cabral —dijo fríamente Johnny Abbes. Alsenador se le ocurrió que si las serpientes hablaran tendrían esa voz sibilante—.Caer en desgracia es una enfermedad contagiosa. En qué puedo servirlo.—Decirme de qué se me acusa, coronel —hizo una pausa para tomar alientoy parecer más sereno—. Tengo mi conciencia limpia. Desde mis veinte añosdedico mi vida a Trujillo y al país. Ha habido alguna equivocación, se lo juro.El coronel lo calló, con un movimiento de la mano fofa, que tenía el pañuelocolorado. Apagó el cigarrillo en un cenicero de latón:—No pierda su tiempo dándome explicaciones, doctor Cabral. La política noes mi campo, yo me ocupo de la seguridad. Si el jefe no quiere recibirlo, porqueestá dolido con usted, escríbale.—Ya lo he hecho, coronel. Ni siquiera sé si le han entregado mis cartas. Lasllevé personalmente al Palacio.El rostro abotargado de Johnny Abbes se distendió algo:—Nadie retendría una carta dirigida al jefe, senador. Las habrá leído y, siusted ha sido sincero, le responderá —hizo una larga pausa, mirándolo siemprecon esos ojitos inquietos, y añadió, algo desafiante—: Veo que le llama laatención que use un pañuelo de este color. ¿Sabe por qué lo hago? Es unaenseñanza rosacruz. El rojo es el color que me conviene. Usted no creerá en losrosacruces, le parecerá una superstición, algo primitivo.—No sé nada de la religión rosacruz, coronel. No tengo opinión al respecto.—Ahora no tengo tiempo, pero, de joven, leí mucho de rosacrucismo.Aprendí bastantes cosas. A leer el aura de las personas, por ejemplo. La de usted,en este momento, es la de alguien muerto de miedo.—Estoy muerto de miedo —respondió en el acto Cabral—. Desde hace días,sus hombres me siguen sin parar. Dígame, al menos, si me van a detener.—Eso no depende de mí —dijo Johnny Abbes, con aire ligero, como si lacosa no tuviera importancia—. Si me lo ordenan, lo haré. La escolta es paradisuadirle de asilarse. Si lo intenta, mis hombres lo arrestarán.—¿Asilarme? Pero, coronel. ¿Asilarme, como un enemigo del régimen?Pero, y o soy el régimen desde hace treinta años.—Donde su amigo Henry Dearborn, el jefe de la misión que nos han dejadolos y anquis —prosiguió, sarcástico, el coronel Abbes.La sorpresa enmudeció a Agustín Cabral. ¿Qué quería decir?—¿Mi amigo, el cónsul de los Estados Unidos? —balbuceó—. Sólo he visto doso tres veces en mi vida al señor Dearborn.—Es un enemigo nuestro, como usted sabe —prosiguió Abbes García—. Losy anquis lo dejaron aquí, cuando la OEA acordó las sanciones, para seguirintrigando contra el Jefe. Todas las conspiraciones, desde hace un año, pasan porla oficina de Dearborn. Pese a ello, usted, presidente del Senado, fue a un coctela su casa, hace poco. ¿Recuerda?El asombro de Agustín Cabral iba en aumento. ¿Era eso? ¿Haber asistido aaquel coctel en casa del encargado de negocios que dejaron los Estados Unidoscuando cerraron la embajada?—El jefe nos dio la orden de asistir a ese coctel al ministro Paino Pichardo ya mí —explicó—. Para sondear los planes de su gobierno. ¿Por haber cumplidoesa orden he caído en desgracia? Hice un informe escrito sobre aquella reunión.El coronel Abbes García encogió sus hombritos caídos, en un movimiento detítere.—Si fue orden del jefe, olvídese de mi comentario —admitió, con un relenteirónico.Su actitud delataba cierta impaciencia, pero Cabral no se despidió. Alentabala insensata ilusión de que esta charla diera algún fruto.—Usted y y o no hemos sido nunca amigos, coronel —dijo, esforzándose parahablar con naturalidad.—Yo no puedo tener amigos —replicó Abbes García—. Perjudicaría mitrabajo. Mis amigos y mis enemigos son los del régimen.—Déjeme terminar, por favor —prosiguió Agustín Cabral—. Pero, siemprelo he respetado y reconocido los servicios excepcionales que presta al país. Sihemos tenido alguna discrepancia...El coronel pareció que levantaba una mano para hacerlo callar, pero era paraencender otro cigarrillo. Aspiró con avidez y expulsó calmosamente el humo, porla boca y la nariz.—Claro que hemos tenido discrepancias —reconoció—. Usted ha sido uno delos que más combatió mi tesis de que, en vista de la traición yanqui, hay queacercarse a los rusos y a los países del este. Usted, con Balaguer y ManuelAlfonso tratan de convencer al Jefe de que la reconciliación con los yanquis esposible. ¿Sigue crey endo esa pendejada? ¿Era ésta la razón? ¿Le había clavadoAbbes García el puñal? ¿Aceptó el jefe esa imbecilidad? ¿Lo alejaban paraacercar al régimen al comunismo? Era inútil seguir humillándose ante unespecialista en torturas y asesinatos que, en razón de la crisis, osaba ahoracreerse estratega político.—Sigo pensando que no tenemos alternativa, coronel —afirmó, resuelto—.Lo que usted propone, perdóneme la franqueza, es una quimera. Ni la URSS nisus satélites aceptarán jamás el acercamiento con la República Dominicana,baluarte anticomunista en el Continente. Estados Unidos tampoco lo admitiría.¿Quiere usted otros ocho años de ocupación norteamericana? Tenemos que llegara algún entendimiento con Washington o será el fin del régimen.El coronel dejó caer la ceniza de su cigarrillo al suelo. Fumaba un copazo trasotro, como si temiera que le fueran a arrebatar el cigarrillo, y, de tanto en tanto,se secaba la frente con su pañuelo que parecía llamarada.—Su amigo Henry Dearborn no piensa así, lástima —encogió los hombros denuevo, como un cómico barato—. Sigue tratando de financiar un golpe contra eljefe. En fin, esta discusión es inútil. Espero que aclare su situación, para quitarlela escolta. Gracias por la visita, senador.No le dio la mano. Se limitó a hacerle una pequeña venia con su cara decarrillos hinchados medio disuelta en una aureola de humo, con el fondo deaquella fotografía del Jefe en uniforme de gran parada. Entonces, el senadorrecordó la cita de Ortega y Gasset, apuntada en la libretita que llevaba siempreen el bolsillo.También el loro Sansón parece petrificado con las palabras de Urania;permanece quieto y mudo, como la tía Adelina, quien ha dejado de abanicarse yabierto la boca. Lucinda y Manolita la miran, desconcertadas. Marianita pestañeasin cesar. A Urania se le ocurre la absurda idea de que aquella bellísima luna queespía desde la ventana, aprueba lo que ha dicho.—No sé cómo dices eso de tu padre —reacciona su tía Adelina—. En milarga vida nunca conocí alguien que se sacrificara más por una hija, que mipobre hermano. ¿Has dicho lo de « mal padre» en serio? Tú has sido suadoración. Y su tormento. Para no hacerte sufrir, no se volvió a casar cuandomurió tu madre, pese a quedarse viudo tan joven. ¿Gracias a quién has tenido lasuerte de estudiar en Estados Unidos? ¿No se gastó todo lo que tenía? ¿A esollamas un mal padre?No debes replicarle, Urania. ¿Qué culpa tiene esta viejita que pasa sus últimosaños, meses o semanas, inmóvil y amargada, de algo tan remoto? No lecontestes. Asiente, simula. Da una excusa, despídete y olvídate de ella parasiempre. Con calma, sin la menor beligerancia, dice:—No hacía esos sacrificios por amor a mí, tía. Quería comprarme. Lavar sumala conciencia. Sabiendo que era en vano, que hiciera lo que hiciera viviría elresto de sus días sintiéndose el hombre vil y malvado que era.Al salir de las oficinas del Servicio de Inteligencia en la esquina de lasavenidas México y 30 de Marzo, le pareció que los policías de la guardia leechaban una mirada misericordiosa, y que uno de ellos, incluso, clavándole losojos, acariciaba intencionadamente la metralleta San Cristóbal que llevabaterciada a la espalda. Se sintió sofocado, con un ligero vértigo. ¿Tendría la cita deOrtega y Gasset en su libretita? Tan oportuna, tan profética. Se aflojó la corbata yse quitó la chaqueta. Pasaban taxis pero no paró ninguno. ¿Iría a su casa? ¿Parasentirse enjaulado y devanarse los sesos mientras bajaba de su dormitorio aldespacho o subía de nuevo al dormitorio pasando por la sala, preguntándose, milveces, qué había ocurrido? ¿Por qué era este conejo correteado por invisiblescazadores? Le habían quitado la oficina del Congreso y el auto oficial, y su carnetdel Country Club, donde hubiera podido refugiarse, tomar una bebida fresca,viendo, desde el bar, ese paisaje de jardines cuidados y remotos jugadores degolf o ir donde un amigo, pero ¿le quedaba alguno? A todos los que había llamadolos notó en el teléfono asustados, reticentes, hostiles: les hacía daño queriendoverlos. Caminaba sin rumbo, con la chaqueta doblada bajo el brazo. ¿Podía ser lacausa aquel coctel en casa de Henry Dearborn? Imposible. En reunión deConsejo de Ministros, el Jefe decidió que él y Paino Pichardo asistieran, « paraexplorar el terreno» . ¿Cómo podía castigarlo por obedecer? ¿Insinuó tal vezPaino a Trujillo que él se mostró en aquel coctel demasiado cordial con elgringo? No, no, no. No podía ser que por una insignificancia tan estúpida el jefepisoteara a alguien que lo había servido con devoción, con más desinterés quenadie.Iba como extraviado, cambiando de dirección cada cierto número decuadras. El calor lo hacía transpirar. Era la primera vez en muchísimos años quevagabundeaba por las calles de Ciudad Trujillo. Una ciudad que había vistocrecer y transfigurarse, del pequeño pueblo averiado y en ruinas en que la dejóconvertida el ciclón de San Zenón, en 1930, a la moderna, hermosa y prósperaurbe que era ahora, con calles pavimentadas, luz eléctrica, anchas avenidassurcadas por autos último modelo.Cuando miró su reloj eran las cinco y cuarto de la tarde. Llevaba dos horasandando y se moría de sed. Estaba en Casimiro de Moya, entre Pasteur yCervantes, a pocos metros de un bar: El Turey. Entró, se sentó en la primeramesa. Pidió una Presidente bien fría. No había aire acondicionado pero síventiladores y a la sombra se estaba bien. La larga caminata lo había serenado.¿Qué sería de él? ¿Y de Uranita? ¿Qué sería de la niña si lo metían a la cárcel, osi, en un arranque, el jefe ordenaba matarlo? ¿Estaría Adelina en condiciones deeducarla, de convertirse en su madre? Sí, su hermana era una mujer buena ygenerosa. Uranita sería una hija suya más, como Lucindita y Manolita.Paladeó la cerveza con placer, mientras revisaba su libreta de notas en buscade la cita de Ortega y Gasset. El frío líquido, bajando por sus entrañas, le produjouna sensación bienhechora. No perder las esperanzas. La pesadilla podíadesvanecerse. ¿No ocurrió, algunas veces? Había enviado tres cartas al Jefe.Francas, desgarradas, mostrándole su alma. Pidiéndole perdón por la falta quehubiera podido cometer, jurando que haría cualquier cosa para desagraviarle yredimirse, si en un acto de ligereza o de inconsciencia le falló. Le recordaba loslargos años de entrega, su absoluta honradez, como probaba el hecho de queahora, al serle congeladas las cuentas en el Banco de Reserva —unos doscientosmil pesos, los ahorros de toda una vida— se había quedado en la calle, conapenas la casita de Gazcue donde vivir. (Sólo le ocultó aquellos veinticinco mildólares depositados en el Chemical Bank de New York que guardaba para algunaemergencia). Trujillo era magnánimo, cierto. Podía ser cruel, cuando el país loexigía. Pero, también, generoso, magnífico como ese Petronio de Quo Vadis? alque siempre citaba. En cualquier momento, lo llamaría al Palacio Nacional o a laEstancia Radhamés. Tendrían una explicación teatral, de ésas que al jefe legustaban. Todo se aclararía. Le diría que, para él, Trujillo no sólo había sido eljefe, el estadista, el fundador de la República, sino un modelo humano, un padre.La pesadilla habría terminado. Su vida anterior se reactualizaría, como por artede magia. La cita de Ortega y Gasset apareció, en la esquina de una página,escrita con su letra menudita: « Nada de lo que el hombre ha sido, es o será, lo hasido, lo es ni lo será de una vez para siempre, sino que ha llegado a serlo un buendía y otro buen día dejará de serlo» . Él era un ejemplo vivo de la precariedad dela existencia que postulaba esa filosofía.En una de las paredes de El Turey, un cartel anunciaba a partir de las siete dela noche el piano del maestro Enriquillo Sánchez. Había dos mesas ocupadas, conparejas que se cuchicheaban y miraban románticamente. « Acusarme detraidor, a mí» . A él, que, por Trujillo, renunció a los placeres, las diversiones, aldinero, al amor, a las mujeres. Alguien había dejado abandonado, en una sillacontigua, un ejemplar de La Nación. Cogió el periódico y, para ocupar sus manos,pasó las páginas. En la tercera, un recuadro anunciaba que el muy ilustre ydistinguido embajador don Manuel Alfonso acababa de llegar del extranjero,donde viajó por motivos de salud. ¡Manuel Alfonso! Nadie tenía acceso másdirecto al jefe; éste lo distinguía y le confiaba sus asuntos más íntimos, desde suvestuario y perfumes hasta sus aventuras galantes. Manuel era amigo suy o, ledebía favores. Podía ser la persona clave.Pagó y salió. El « cepillo» no estaba allí. ¿Se les escabulló sin darse cuenta, ohabía cesado la persecución? En su pecho brotó un sentimiento de gratitud, dealborozada esperanza.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now