XI

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  —Una pregunta, Excelencia —dijo Simon Gittleman, colorado por las copas dechampagne y de vino, o, tal vez, por la emoción—. De todas las medidas que hatomado para hacer grande este país ¿cuál fue la más difícil?Hablaba un excelente español, con un remoto acento, nada que se pareciera aese lenguaje caricatural, lleno de faltas y la entonación equivocada de tantosgringos que habían desfilado por las oficinas y salones del Palacio Nacional.Cuánto había mejorado el español de Simon desde 1921, cuando Trujillo, joventeniente de la Guardia Nacional, fue aceptado como alumno en la Escuela paraOficiales de Haina y tuvo como instructor al marine; entonces, chapurreaba unalengua bárbara, mechada de palabrotas. Gittleman había formulado la preguntaen voz tan alta que las conversaciones cesaron y veinte cabezas —curiosas,risueñas, graves— se volvieron hacia el Benefactor, esperando su respuesta.—Te puedo responder, Simon —Trujillo adoptó la voz arrastrada y cóncavade las solemnes ocasiones. Fijó la vista en la araña de cristal de bombillas enforma de pétalos, y añadió—: El 2 de octubre de 1937, en Dajabón.Hubo rápidos intercambios de miradas entre los asistentes al almuerzoofrecido por Trujillo a Simon y Dorothy Gittleman, luego de la ceremonia en laque el exmarine fue condecorado con la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte. Alagradecer, a Gittleman se le quebró la voz. Ahora, trataba de adivinar a qué serefería Su Excelencia.—¡Ah, los haitianos! —su palmada en la mesa hizo tintinear la fina cristaleríade copas, fuentes, vasos y botellas—. El día que Su Excelencia decidió cortar elnudo gordiano de la invasión haitiana.Todos tenían copas de vino, pero el Generalísimo sólo bebía agua. Estabaserio, absorbido en sus recuerdos. El silencio se espesó. Hierático, teatral, elGeneralísimo levantó las manos y las mostró a los invitados:—Por este país, y o me he manchado de sangre —afirmó, deletreando—.Para que los negros no nos colonizaran otra vez. Eran decenas de miles, por todaspartes. Hoy no existiría la República Dominicana. Como en 1840, toda la islasería Haití. El puñadito de blancos sobrevivientes, serviría a los negros. Ésa fue ladecisión más difícil en treinta años de gobierno, Simon.—Cumplido su encargo, recorrimos la frontera de uno a otro confín —eljoven diputado Henry Chirinos se inclinó sobre el enorme mapa desplegado en elescritorio del Presidente y señaló—: Si esto sigue así, no habrá ningún futuro paraQuisquey a, Excelencia.—La situación es más grave de lo que le informaron, Excelencia —eldelicado índice del joven diputado Agustín Cabral acarició la punteada línea rojaque bajaba haciendo eses de Dajabón a Pedernales—. Miles de miles, afincadosen haciendas, descampados y caseríos. Han desplazado a la mano de obradominicana.—Trabajan gratis, sin cobrar salario, por la comida. Como en Haití no hayque comer, un poco de arroz y habichuelas les basta y sobra. Cuestan menos quelos burros y los perros.Chirinos accionó y cedió la palabra a su amigo y colega:—Es inútil razonar con hacendados y dueños de fincas, Excelencia —precisóCabral—. Responden tocándose el bolsillo. ¿Qué más da que sean haitianos si sonbuenos macheteros para la zafra, y cobran miserias? Por el patriotismo no voy air contra mis intereses.Calló, miró al diputado Chirinos y éste tomó el relevo:—A lo largo de Dajabón, Ellas Piña, Independencia y Pedernales, en vez delespañol sólo resuenan los gruñidos africanos del creole.Miró a Agustín Cabral y éste encadenó:—El vudú, la santería, las supersticiones africanas están desarraigando a lareligión católica, distintivo, como la lengua y la raza, de nuestra nacionalidad.—Hemos visto párrocos llorando de desesperación, Excelencia —tremoló eljoven diputado Chirinos—. El salvajismo precristiano se apodera del país deDiego Colón, Juan Pablo Duarte y Trujillo. Los brujos haitianos tienen másinfluencia que los párrocos. Los curanderos, más que boticarios y médicos.—¿El Ejército no hacía nada? —Simon Gittleman bebió un sorbo de vino. Unode los mozos uniformados de blanco se apresuró a llenarle la copa de nuevo.—El Ejército hace lo que manda el Jefe, Simon, tú lo sabes —sólo elBenefactor y el exmarine hablaban. Los demás escuchaban y sus cabezas semovían, del uno al otro—. La gangrena había avanzado hasta muy arriba.Montecristi, Santiago, San Juan, Azua, hervían de haitianos. La peste había idoextendiéndose sin que nadie hiciera nada. Esperando un estadista con visión, alque no le temblara la mano.—Imagine una hidra de innumerables cabezas, Excelencia —el jovendiputado Chirinos poetizaba con las maromas de sus ademanes—. Ésa mano deobra roba trabajo al dominicano, quien, para sobrevivir, vende su conuco y surancho. ¿Quién le compra esas tierras? El haitiano enriquecido, naturalmente.—Es la segunda cabeza de la hidra, Excelencia —apuntó el joven diputadoCabral—. Quitan trabajo al nacional y se apropian, pedazo a pedazo, de nuestrasoberanía.—También de las mujeres —agravó la voz y soltó un vaho lujurioso el jovenHenry Chirinos: su lengua rojiza asomó, serpentina, entre sus gruesos labios—.Nada atrae tanto a la carne negra como la blanca. Los estupros de dominicanaspor haitianos son el pan de cada día.—No se diga los robos, los asaltos a la propiedad —insistió el joven AgustínCabral—. Las bandas de facinerosos cruzan el río Masacre como si no hubieraaduanas, controles, patrullas. La frontera es un colador. Las bandas arrasanaldeas y haciendas como nubes de langostas. Luego, arrean a Haití los ganados ytodo lo que encuentran de comer, ponerse y adornarse. Ésa región ya no esnuestra, Excelencia. Ya perdimos nuestra lengua, nuestra religión, nuestra raza.Ahora es parte de la barbarie haitiana.Dorothy Gittleman apenas hablaba español y debía aburrirse con este diálogosobre algo ocurrido veinticuatro años atrás, pero, muy seria, asentía cada ciertotiempo, mirando al Generalísimo y a su esposo como si no perdiera sílaba de loque decían. La habían sentado entre el Presidente fantoche, Joaquín Balaguer, yel ministro de las Fuerzas Armadas, general José René Román. Era una viejecitamenuda, frágil, derecha, rejuvenecida por el veraniego vestido de tonos rosados.Durante la ceremonia, cuando el Generalísimo dijo que el pueblo dominicano noolvidaría la solidaridad que le habían demostrado los esposos Gittleman en estosmomentos difíciles, cuando tantos gobiernos lo apuñalaban, también soltó unaslágrimas.—Yo sabía lo que estaba ocurriendo —afirmó Trujillo—. Pero, quiseverificarlo, que no quedara duda. Ni siquiera después de recibir el informe delConstitucionalista Beodo y Cerebrito, a quienes mandé sobre el terreno, tomé unadecisión. Decidí ir y o mismo a la frontera. La recorrí a caballo, acompañado porlos voluntarios de la Guardia Universitaria. Con estos ojos lo vi: nos habíaninvadido de nuevo, como en 1822. Ésta vez, pacíficamente. ¿Podía permitir quelos haitianos se quedaran en mi país otros veintidós años?—Ningún patriota lo hubiera permitido —exclamó el senador Henry Chirinos,elevando su copa—. Y, menos, el Generalísimo Trujillo. ¡Un brindis por SuExcelencia!Trujillo continuó, como si no hubiera oído:—¿Podía permitir, que, como en esos veintidós años de ocupación, los negrosasesinaran, violaran y degollaran hasta en las iglesias a los dominicanos?En vista del fracaso de su brindis, el Constitucionalista Beodo resopló, bebió untrago de vino y se puso a escuchar.—A lo largo de aquel recorrido de la frontera, con la Guardia Universitaria, laflor y nata de la juventud, fui escrutando el pasado —prosiguió el Generalísimo,con creciente énfasis—. Recordé el degüello en la iglesia de Moca. El incendiode Santiago. La marcha hacia Haití de Dessalines y Cristóbal, con novecientosnotables de Moca, que murieron en el camino o fueron repartidos como esclavosentre los militares haitianos.—Más de dos semanas que presentamos el informe y el jefe no hace nada —se inquietó el joven diputado Chirinos—. ¿Tomará alguna decisión, Cerebrito?—No seré y o quien se lo pregunte —le repuso el joven diputado Cabral—. Eljefe actuará. Sabe que la situación es grave.Ambos habían acompañado a Trujillo en el recorrido a caballo a lo largo dela frontera, con el centenar de voluntarios de la Guardia Universitaria, yacababan de llegar, boqueando más que sus bestias, a la ciudad de Dajabón. Losdos, pese a su juventud, hubieran preferido descansar los huesos molidos por lacabalgata, pero Su Excelencia ofrecía una recepción a la sociedad de Dajabón yjamás le harían un desaire. Ahí estaban, asfixiados de calor en sus camisas decuellos duros y sus levitas, en el engalanado ayuntamiento donde Trujillo, frescocomo si no hubiera cabalgado desde el amanecer, en un impecable uniformeazul y gris constelado de condecoraciones y entorchados, evolucionaba entre losdistintos grupos, recibiendo pleitesías, con una copa de Carlos I en la manoderecha. En eso, divisó a un joven oficial de botas polvorientas, irrumpiendo en elembanderado salón.—Te presentaste en esa fiesta de gala, sudando y en traje de campaña —elBenefactor volvió bruscamente la mirada hacia el ministro de las FuerzasArmadas—. Qué asco sentí.—Venía a darle un informe al jefe de mi regimiento, Excelencia —seconfundió el general Román, después de un silencio, en el que su memoria haríaesfuerzos para identificar aquel antiguo episodio—. Una banda de facinerososhaitianos penetró anoche de manera clandestina en el país. Ésta madrugadaasaltaron tres fincas en Capotillo y Parolí, llevándose todas las reses. Y dejarontres muertos, además.—Te jugaste la carrera, presentándote en esa facha en mi presencia —lorecriminó el Generalísimo, con irritación retroactiva—. Está bien. Es la gota quedesborda el vaso. Vengan aquí el ministro de Guerra, el de Gobierno y todos losmilitares presentes. Apártense los demás, por favor.Había levantado la chillona vocecita en un agudo histérico, como antes,cuando daba consignas en el cuartel. Fue obedecido de inmediato, entre un rumorde avispas. Los militares formaron un denso círculo a su alrededor; señores yseñoras retrocedieron hacia las paredes, dejando un espacio vacío en el centrodel salón adornado con serpentinas, flores de papel y banderitas dominicanas. ElPresidente Trujillo dio la orden de corrido:—A partir de la medianoche, las fuerzas del Ejército y de la Policíaprocederán a exterminar sin contemplaciones a toda persona de nacionalidadhaitiana que se halle de manera ilegal en territorio dominicano, salvo los queestén en los ingenios azucareros —luego de aclararse la garganta, paseó sobre laronda de oficiales una mirada gris—: ¿Está claro?Las cabezas asintieron, algunas con expresión de sorpresa, otras con brillos desalvaje alegría en las pupilas. Sonaron los tacones, al partir.—Jefe de Regimiento de Dajabón: ponga en el calabozo, a pan y agua, aloficial que se presentó aquí en ese estado asqueroso. Que siga la fiesta.¡Diviértanse!En el semblante de Simon Gittleman la admiración se mezclaba con lanostalgia.—Su Excelencia nunca vaciló a la hora de la acción —el exmarine se dirigióa toda la mesa—. Yo tuve el honor de entrenarlo, en la Escuela de Haina. Desdeel primer momento, supe que llegaría lejos. Eso sí, nunca imaginé qué tan lejos.Se rió y risitas amables le hicieron eco.—Nunca temblaron —repitió Trujillo, mostrando de nuevo sus manos—.Porque sólo di orden de matar cuando era absolutamente indispensable para elbien del país.—En alguna parte leí, Su Excelencia, que usted dispuso que los soldadosusaran machetes, que no dispararan —preguntó Simon Gittleman—. ¿Paraahorrar municiones?—Para dorar la píldora, previendo las reacciones internacionales —locorrigió Trujillo, con sorna—. Si sólo se usaban machetes, la operación podíaparecer un movimiento espontáneo de campesinos, sin intervención del gobierno.Los dominicanos somos pródigos, nunca hemos ahorrado en nada, y menos enmuniciones.Toda la mesa lo festejó con risas. Simon Gittleman también, pero volvió a lacarga.—¿Es verdad lo del perejil, Su Excelencia? ¿Que para distinguir adominicanos de haitianos se hacía decir a los negros perejil? ¿Y que a los que nola pronunciaban bien les cortaban la cabeza?—He oído esa anécdota —se encogió de hombros Trujillo—. Habladurías quecorren por ahí.Bajó la cabeza, como si un profundo pensamiento le exigiera de pronto granesfuerzo de concentración. No había ocurrido; conservaba la vista acerada y susojos no distinguieron en la bragueta ni en la entrepierna la mancha delatora. Echóuna sonrisa amistosa al exmarine.—Como en lo referente a los muertos —dijo, burlón—. Pregunta a quienesestán sentados en esta mesa y oirás las cifras más diversas. Tú, por ejemplo,senador, ¿cuántos fueron?La oscura faz de Henry Chirinos se enderezó, henchida por la satisfacción deser el primer interrogado por el jefe.—Difícil saberlo —gesticuló, como en los discursos—. Se ha exageradomucho. Entre cinco y ocho mil, cuando más.—General Arredondo, tú estuviste en Independencia en esos días, cortandopescuezos. ¿Cuántos?—Unos veinte mil, Excelencia —respondió el obeso general Arredondo,quien parecía enjaulado dentro del uniforme—. Sólo en la zona de Independenciahubo varios miles. El senador se queda corto. Yo estuve allí. Veinte mil, nomenos.—¿Cuántos mataste tú mismo? —bromeó el Generalísimo y otra onda derisas recorrió la mesa, haciendo crujir las sillas y cantar la cristalería.—Eso que ha dicho sobre las habladurías es la pura verdad, Excelencia —respingó el adiposo oficial, y su sonrisa se volvió mueca—. Ahora, nos echantoda la responsabilidad. ¡Falso, de toda falsedad! El Ejército cumplió su orden.Empezamos a separar a los ilegales de los otros. Pero, el pueblo no nos dejó.Todo el mundo se echó a cazar haitianos. Campesinos, comerciantes yfuncionarios denunciaban dónde se escondían, los ahorcaban y los mataban apalazos. Los quemaban, a veces. En muchos sitios, el Ejército tuvo que intervenirpara parar los excesos. Había resentimiento contra ellos, por ladrones ydepredadores.—Presidente Balaguer, usted fue uno de los negociadores con Haití, luego delos sucesos —prosiguió Trujillo su encuesta—. ¿Cuántos fueron?La esfumada, mínima figurilla del Presidente de la República, mediodevorada por el asiento, adelantó su benigna cabeza. Luego de observar detrás desus anteojos de miope a la concurrencia, surgió esa suave y bien entonadavocecita que recitaba poemas en los Juegos Florales, celebraba la entronizaciónde la Señorita República Dominicana (de la que era siempre Poeta del Reino),arengaba a las muchedumbres en las giras políticas de Trujillo, o exponía laspolíticas del gobierno ante la Asamblea Nacional.—La cifra exacta no pudo conocerse nunca, Excelencia —hablaba despacio,con aire profesoral—. El cálculo prudente anda entre los diez y quince mil. Enaquella negociación con el gobierno de Haití, pactamos una cifra simbólica:2750. De este modo, en teoría, cada familia recibiría cien pesos, de los 275 000que pagó al contado el gobierno de Su Excelencia, como gesto de buena voluntady en aras de la armonía haitiana-dominicana. Pero, como usted recordará, noocurrió así.Calló, con un amago de sonrisa en su carita redonda, achicando los ojitosclaros detrás de las espesas gafas.—¿Por qué no llegó esa compensación a las familias? —preguntó SimonGittleman.—Porque el Presidente de Haití, Sténio Vincent, como era un bribón, seguardó el dinero —soltó una carcajada Trujillo—. ¿Sólo se pagaron 275 000?Según mi memoria, pactamos 750 000 dólares para que dejaran de protestar.—En efecto, Excelencia —repuso de inmediato, con la misma calma yperfecta dicción, el doctor Balaguer—. Se pactó 750 000 pesos, pero sólo 275 000al contado. El medio millón restante se iba a entregar en pagos anuales de cienmil pesos, por cinco años consecutivos. Sin embargo, lo recuerdo muy bien, eraministro de Relaciones Exteriores interino en ese momento, con don AnselmoPaulino que me asesoró en la negociación, impusimos una cláusula según la cuallas entregas estaban supeditadas a la presentación, ante un tribunal internacional,de los certificados de defunción, durante las dos primeras semanas de octubre de1937, de las 2750 víctimas reconocidas. Haití nunca cumplimentó este requisito.Por lo tanto, la República Dominicana quedó exonerada de pagar la sumarestante. Las reparaciones sólo ascendieron a la entrega inicial. El pago lo hizo SuExcelencia, de su patrimonio, así que no costó un centavo al Estado dominicano.—Poco dinero, para acabar con un problema que hubiera podidodesaparecernos —concluyó Trujillo, ahora serio—. Es cierto, murieron algunosinocentes. Pero, los dominicanos recuperamos nuestra soberanía. Desdeentonces, nuestras relaciones con Haití son excelentes, a Dios gracias.Se limpió los labios y bebió un sorbo de agua. Habían empezado a servir elcafé y a ofrecer licores. Él no tomaba café y jamás bebía alcohol en elalmuerzo, salvo en San Cristóbal, en su finca Hacienda Fundación o su Casa deCaoba, rodeado de íntimos. Entremezclada con las imágenes que su memoria ledevolvía de aquellas semanas sangrientas de octubre de 1937, cuando a sudespacho llegaban las noticias de los tremebundos contornos que había tomado,en la frontera, en el país entero, la cacería de haitianos, volvió a infiltrarse decontrabando la figurita odiosa, estúpida y pasmada, de esa muchachacontemplando su humillación. Se sintió vejado.—¿Dónde está el senador Agustín Cabral, el famoso Cerebrito? —SimonGittleman señaló al Constitucionalista Beodo—: Veo al senador Chirinos y no a suinseparable partner. ¿Qué ha sido de él?El silencio duró muchos segundos. Los comensales se llevaban a la boca lastacitas de café, bebían un traguito y miraban el mantel, los arreglos florales, lacristalería, la araña del techo.—Ya no es senador ni pone los pies en este Palacio —sentenció elGeneralísimo, con la lentitud de sus cóleras frías—. Vive, pero en lo queconcierne a este régimen, dejó de existir.El exmaríne, incómodo, apuró su copa de coñac. Debía ray ar los ochentaaños, calculó el Generalísimo. Magníficamente bien llevados: con sus raloscabellos cortados al rape, se mantenía derecho y esbelto, sin gota de grasa nipellejos en el cuello, enérgico en sus ademanes y movimientos. La telaraña dearruguitas que envolvía sus párpados y se prolongaba por su cara curtida delatabasu larga vida. Hizo una mueca, buscando cambiar de tema.—¿Qué sintió Su Excelencia al dar la orden de eliminar a esos miles dehaitianos ilegales?—Pregúntale a tu ex Presidente Truman qué sintió al dar la orden de arrojarla bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Así sabrás qué sentí aquellanoche, en Dajabón.Todos celebraron la salida del Generalísimo. La tensión provocada por elexmarine al mencionar a Agustín Cabral, se disipó. Ahora, fue Trujillo quiencambió de conversación:—Hace un mes, Estados Unidos sufrió una derrota en Bahía de Cochinos. Elcomunista Fidel Castro capturó a cientos de expedicionarios. ¿Qué consecuenciastendrá eso en el Caribe, Simon?—Ésa expedición de patriotas cubanos fue traicionada por el PresidenteKennedy —murmuró, apesadumbrado—. Fueron mandados al matadero. LaCasa Blanca prohibió la cobertura aérea y el apoy o de artillería que lesprometieron. Los comunistas hicieron tiro al blanco con ellos. Pero, permítame,Su Excelencia. Me alegró que ocurriera. Servirá de lección a Kennedy, cuy ogobierno está infiltrado de fellow travellers. ¿Cómo se dice en español? Sí,compañeros de viaje. Puede que se decida a librarse de ellos. La Casa Blanca noquerrá otro fracaso como el de Bahía de Cochinos. Eso aleja el peligro de quemande marines a la República Dominicana.Al decir estas últimas palabras, el exmarine se emocionó e hizo un esfuerzonotorio por mantener la compostura. Trujillo se sorprendió: ¿había estado a puntode llorar su viejo instructor de Haina, ante la idea de un desembarco de suscompañeros de armas para derrocar al régimen dominicano?—Perdone la debilidad, Su Excelencia —murmuró Simon Gittleman,reponiéndose—. Usted sabe que y o quiero este país como si fuera mío.—Éste país es el tuy o, Simon —dijo Trujillo.—Que, por la influencia de los izquierdistas, Washington pudiera mandar a losmarines, a combatir al gobernante más amigo de Estados Unidos, me parecediabólico. Por eso gasto mi tiempo y mi dinero tratando de abrir los ojos de miscompatriotas. Por eso nos hemos venido Dorothy y y o a Ciudad Trujillo, parapelear junto a los dominicanos, si desembarcan los marines.Una salva de aplausos que hizo cascabelear platos, copas y cubiertos saludó laperorata del marine. Dorothy sonreía, asintiendo, solidaria con su esposo.—Su voz, mister Simon Gittleman, es la verdadera voz de Norteamérica —seexaltó el Constitucionalista Beodo, despidiendo una salva de saliva—. Un brindispor este amigo, por este hombre de honor. ¡Por Simon Gittleman, señores!—Un momento —la aflautada vocecita de Trujillo rasgó en mil pedazos elenfervorizado ambiente. Los comensales lo miraron, desconcertados, y Chirinosquedó con su copa todavía en alto—. ¡Por nuestros amigos y hermanos Dorothyy Simon Gittleman!Abrumada, la pareja agradecía con sonrisas y venias a los presentes.—Kennedy no nos mandará a los marines, Simon —dijo el Generalísimo,cuando se apagó el eco del brindis—. No creo que sea tan idiota. Pero, si lo hace,Estados Unidos sufrirá su segunda Bahía de Cochinos. Tenemos unas FuerzasArmadas más modernas que las del barbudo. Y aquí, conmigo al frente, pelearáhasta el último dominicano.Cerró los ojos, preguntándose si su memoria le permitiría recordar conexactitud aquella cita. Sí, ahí la tenía, completa, venida a él desde aquellaconmemoración, el veintinueve aniversario de su primera elección. La recitó,escuchado en silencio reverencial:—« Sean cuales sean las sorpresas que el porvenir nos reserve, podemoshallarnos seguros de que el mundo podrá ver a Trujillo muerto, pero no prófugocomo Batista, ni fugitivo como Pérez Jiménez, ni sentado ante las barras de untribunal como Rojas Pinilla. El estadista dominicano es de otra moral y otraestirpe» .Abrió los ojos y pasó una mirada complacida por sus invitados, que, luego deescuchar la cita absortos, hacían gestos aprobatorios.—¿Quién escribió la frase que acabo de citar? —preguntó el Benefactor.Se examinaron unos a otros, buscaron, con curiosidad, con recelo, conalarma. Finalmente, las miradas convergieron en el rostro amable, redondo,embarazado por la modestia, del menudo polígrafo en quien, desde que Trujillohizo renunciar a su hermano Negro con la vana esperanza de evitar las sancionesde la OEA, había recaído la primera magistratura de la República.—Me maravilla la memoria de Su Excelencia —musitó Joaquín Balaguer,haciendo alarde de una humildad excesiva, como aplastado por el honor que se lehacía—. Me enorgullece que recuerde ese modesto discurso mío del pasado 3 deagosto.Detrás de sus pestañas, el Generalísimo observó cómo se descomponían deenvidia las caras de Virgilio Alvarez Pina, de la Inmundicia Viviente, de PaínoPichardo y de los generales. Sufrían. Pensaban que el nimio, el discreto poeta, eldelicuescente profesor y jurista acababa de ganarles unos puntos en la eternacompetencia en que vivían por los favores del jefe, por ser reconocidos,mencionados, elegidos, distinguidos sobre los demás. Sintió ternura por estosdiligentes vástagos, a los que tenía viviendo treinta años en perpetua inseguridad.—No es una mera frase, Simon —afirmó—. Trujillo no es uno de esosgobernantes que dejan el poder cuando silban las balas. Yo aprendí lo que es elhonor a tu lado, entre los marines. Allí supe que se es hombre de honor en todomomento. Que los hombres con honor no corren. Pelean. Y, si hay que morir,mueren peleando. Ni Kennedy, ni la OEA, ni el negro asqueroso y afeminado deBetancourt, ni el comunista Fidel Castro, van a hacer correr a Trujillo del paísque le debe todo lo que es.El Constitucionalista Beodo comenzó a aplaudir, pero, cuando muchas manosse alzaban para imitarlo, la mirada de Trujillo cortó en seco el aplauso.—¿Sabes cuál es la diferencia entre esos cobardes y yo, Simon? —prosiguió,mirando a los ojos a su antiguo instructor—. Que yo fui formado en la infanteríade marina de los Estados Unidos de América. Nunca lo he olvidado. Tú me loenseñaste, en Haina y en San Pedro de Macorís. ¿Te acuerdas? Los de esaprimera promoción de la Policía Nacional Dominicana somos de acero. Losresentidos decían que la PND quería decir « pobres negritos dominicanos» . Laverdad es que esa promoción cambió a este país, lo creó. A mí no me sorprendelo que tú estás haciendo por esta tierra. Porque eres un verdadero marine, comoyo. Hombre leal. Que muere sin bajar la cabeza, mirando al cielo, como loscaballos árabes. Simon, a pesar de lo mal que se porta, y o no le guardo rencor atu país. Porque a los marines les debo lo que soy.—Algún día los Estados Unidos se arrepentirán de haber sido ingratos con susocio y amigo del Caribe.Trujillo bebió unos sorbos de agua. Se reanudaban las conversaciones. Losmozos ofrecían nuevas tazas de café, más coñac y otros licores, cigarros puros.El Generalísimo volvió a escuchar a Simon Gittleman:—¿Cómo va a terminar ese lío con el obispo Reilly, Su Excelencia?Hizo un gesto desdeñoso:—No hay ningún lío, Simon. Ése obispo se ha puesto de parte de nuestrosenemigos. Como el pueblo se indignó, se asustó y corrió a esconderse entre lasmonjitas del Colegio Santo Domingo. Lo que esté haciendo entre tantas mujeres,es cosa suya. Hemos puesto una custodia para evitar que lo linchen.—Sería bueno que eso se solucione pronto —insistió el exmarine—. EnEstados Unidos, muchos católicos mal informados se creen las declaraciones demonseñor Reilly. Que está amenazado, que tuvo que refugiarse por la campañade intimidación y todo eso.—No tiene importancia, Simon. Todo se arreglará y las relaciones con laIglesia volverán a ser magníficas. No olvides que mi gobierno ha estado siemprelleno de católicos a carta cabal y que Pío XII me condecoró con la Gran Cruz dela Orden Papal de San Gregorio —y, de manera abrupta, cambió de tema—:¿Los llevó Petán a conocer La Voz Dominicana?—Por supuesto —repuso Simon Gittleman; Dorothy asintió, con anchasonrisa.Aquél emporio de su hermano, el general José Arismendi Trujillo, Petán,había comenzado veinte años atrás con una pequeña estación de radio. La Voz deYuna fue creciendo hasta convertirse en un complejo formidable, La VozDominicana, la primera televisión, la más grande estación de radio, el mejorcabaret y teatro de revistas de la isla (Petán insistia en que era el primero de todoel Caribe, pero el Generalísimo sabía que no consiguió quitarle el cetro alTropicana de La Habana). Los Gittleman estaban impresionados de lasmagníficas instalaciones; el propio Petán los paseó por el local, y los hizo asistir alensay o del ballet mexicano que se presentaría esta noche en el cabaret. No erauna mala persona, si se escarbaba, Petán; cuando lo necesitó, pudo contarsiempre con él y con su pintoresco ejército particular, « los cocuy os de lacordillera» . Pero, igual que sus otros hermanos, le había traído más perjuiciosque beneficios, desde que, por su culpa, por esa pelea estúpida, tuvo queintervenir, y, para mantener el principio de autoridad, acabar con aquel gigantemagnífico —su compañero en la Escuela de Oficiales de Haina, por lo demás—,el general Vázquez Rivera. Uno de los mejores oficiales —un marina, coño—,servidor siempre leal. Pero, la familia, aunque fuera una familia de parásitos,inútiles, badulaques y pobres diablos, estaba antes que la amistad y el interéspolítico: era un mandamiento sagrado, en su catálogo del honor. Sin dejar deseguir su propia línea de pensamiento, el Generalísimo escuchaba a SimonGittleman, refiriendo lo sorprendido que quedó al ver las fotos de las celebridadesdel cine, la farándula y la radio de toda América que habían venido a La VozDominicana. Petán las tenía desplegadas en las paredes de su despacho: LosPanchos, Libertad Lamarque, Pedro Vargas, Ima Súmac, Pedro Infante, CeliaCruz, Toña la Negra, Olga Guillot, Maria Luisa Landin, Boby Capó, Tintán y sucarnal Marcelo. Trujillo sonrió: lo que Simon no sabía era que Petán, además dealegrar la noche dominicana con las artistas que traía, quería también tirárselas,como se tiraba a todas las muchachas solteras o casadas, en su pequeño imperiode Bonao. Allí, el Generalísimo lo dejaba hacer, con tal de que no se propasaraen Ciudad Trujillo. Pero el pájaro loco de Petán a veces jodía también en laciudad capital, convencido de que las artistas contratadas por La Voz Dominicanaestaban obligadas a acostarse con él, si se le antojaba. Lo consiguió algunasveces; otras, hubo escándalo, y él —siempre él— tuvo que apagar el incendio,haciendo regalos millonarios a las artistas agraviadas por el imbécil pícaro, sinmaneras con las damas, de Petán. Ima Súmac, por ejemplo, princesa inca perocon pasaporte norteamericano. La osadía de Petán hizo que interviniera el propioembajador de Estados Unidos. Y el Benefactor, destilando hiel, desagravió a laprincesa inca, obligando a su hermano a presentarle excusas. El Benefactorsuspiró. Con el tiempo que había perdido llenando los huecos que abría en elcamino la horda de sus parientes, hubiera construido un segundo país.Sí, de todas las barbaridades cometidas por Petán, la que nunca le perdonaríafue aquella estúpida pelea con el jefe de Estado May or del Ejército. El giganteVázquez Rivera era buen amigo de Trujillo desde que fueron entrenados juntosen Haina; tenía una fuerza descomunal y la cultivaba practicando todos losdeportes. Fue uno de los militares que contribuy ó a hacer realidad el sueño deTrujillo: transformar el Ejército, nacido de esa pequeña Policía Nacional, en uncuerpo profesional, disciplinado y eficiente, ni más ni menos, en formatoreducido, que el norteamericano. Y, en eso, la estúpida pelea. Petán tenía elgrado de may or y servía en la jefatura de Estado May or del Ejército. Borracho,desobedeció una orden y cuando el general Vázquez Rivera lo reprendió, seinsolentó. El gigante, entonces, quitándose los galones, le señaló el patio y lepropuso resolver el asunto con los puños, olvidándose de los grados. Fue la palizamás feroz que recibió Petán en toda su vida, con la que pagó las que había dado atanto pobre diablo. Apenado, pero convencido que el honor de la familia loobligaba a actuar así, Trujillo depuso a su amigo y lo mandó a Europa con unamisión simbólica. Un año más tarde, el Servicio de Inteligencia le informó de losplanes subversivos: el general resentido visitaba guarniciones, se reunía conantiguos subordinados, escondía armas en su finquita del Cibao. Lo hizo detener,encerrar en la prisión militar de la desembocadura del río Nigua, y, tiempodespués, condenar a muerte en secreto, por un tribunal militar. Para arrastrarlo ala horca, el jefe de la Fortaleza recurrió a doce facinerosos que cumplían penasallí por delitos comunes. Para que no quedaran testigos de aquel titánico final delgeneral Vázquez Rivera, Trujillo ordenó que a los doce bandidos los fusilaran.Pese al tiempo corrido, le venía a veces, como ahora, cierta nostalgia por esecompañero de los años heroicos, al que tuvo que sacrificar por las majaderías dePetán.Simon Gittleman explicaba que los comités fundados por él en Estados Unidoshabían iniciado una colecta para una gran operación: el mismo día se publicaría,como aviso pagado, a página entera, en The New York Times, The WashingtonPost, Time, Los Angeles Times y todas las publicaciones que atacaban a Trujillo yapoy aban las sanciones de la OEA, una refutación y un alegato en favor de lareapertura de relaciones con el régimen dominicano.¿Por qué había preguntado Simon Gittleman por Agustín Cabral? Hizoesfuerzos por contener la irritación que se apoderó de él apenas recordó aCerebrito. No podía haber mala intención. Si alguien admiraba y respetaba aTrujillo era el exmarine, dedicado en cuerpo y alma a defender su régimen.Soltaría el nombre por asociación de ideas, al ver al Constitucionalista Beodo yrecordar que Chirinos y Cabral eran —para quien no estuviera en las intimidadesdel régimen— compañeros inseparables. Sí, lo habían sido. Trujillo les asignómuchas veces misiones conjuntas. Como en 1937, cuando, nombrándolosdirector general de Estadística y director general de Migración, los envió arecorrer la frontera de Haití, para que le informaran sobre las infiltraciones dehaitianos. Pero, la amistad de ese tándem fue siempre relativa: cesaba en cuantoestaban en juego la consideración o los halagos del Jefe. A Trujillo le divertía —un juego exquisito y secreto que podía permitirse— advertir las sutilesmaniobras, las estocadas sigilosas, las intrigas florentinas que se fraguaban unocontra otro, la Inmundicia Viviente y Cerebrito —pero, también, Virgilio AlvarezPina y Paino Pichardo, Joaquín Balaguer y Fello Bonnelly, Modesto Díaz yVicente Tolentino Rojas, y todos los del círculo íntimo— para desplazar alcompañero, adelantarse, estar más cerca y merecer may or atención, oídos ybromas del Jefe. « Como las hembras del harén para ser la favorita» , pensaba, yél, para mantenerlos siempre en el quién vive, e impedir el apolillamiento, larutina, la anomia, desplazaba, en el escalafón, alternativamente, de uno a otro, ladesgracia. Eso había hecho con Cabral; alejarlo, hacerlo tomar conciencia deque todo lo que era, valía y tenía se lo debía a Trujillo, que sin el Benefactor noera nadie. Una prueba por la que había hecho pasar a todos sus colaboradores,íntimos o lejanos. Cerebrito lo había tomado mal, desesperándose, como unahembra enamorada a la que despide su macho. Por querer arreglar las cosasantes de lo debido, estaba metiendo la pata. Tragaría mucha mierda antes devolver a la existencia.¿Sería que Cabral, sabiendo que Trujillo iba a condecorar al exmarine, le rogóa éste que intercediera por él? ¿Fue ésa la razón por la que el exmarine soltó demanera intempestiva el nombre de alguien que todo dominicano que ley era ElForo Público sabía que había perdido el favor del régimen? Bueno, tal vez SimonGittleman no leía El Caribe.Se le heló la sangre: se le estaban saliendo los orines. Lo sintió, le pareció verel líquido amarillo deslizándose desde su vejiga sin pedir permiso a esa válvulainservible, a esa próstata muerta, incapaz de contenerlo, hacia su uretra,corriendo alegremente por ella y saliendo en busca de aire y luz, por sucalzoncillo, bragueta y entrepierna del pantalón. Tuvo un vértigo. Cerró los ojosunos segundos, sacudido por la indignación y la impotencia. Por desgracia, en vezde Virgilio Alvarez Pina, tenía a su derecha a Dorothy Gittleman, y a su izquierdaa Simon, que no podían ay udarlo. Virgilio, sí.Era presidente del Partido Dominicano pero, en verdad, su funciónverdaderamente importante era, desde que el doctor Puigvert, traído en secretodesde Barcelona, diagnosticó la maldita infección de la próstata, actuar deprisacuando se producían esos actos de incontinencia, derramando un vaso de agua ouna copa de vino sobre el Benefactor y pidiendo luego mil disculpas por sutorpeza, o, si ocurría en una tribuna o durante una marcha, colocándose como unbiombo delante de los pantalones mancillados. Pero, los imbéciles del protocolosentaron a Virgilio Alvarez cuatro sillas más allá. Nadie podía ayudarlo. Pasaríapor la horrenda humillación al ponerse de pie de que los Gittleman y algunosinvitados notaran que se había meado en los pantalones sin darse cuenta, como unviejo. La cólera le impedía moverse, simular que iba a beber y echarse encimael vaso o la jarra que tenía delante.Muy despacio, mirando en torno con aire distraído, fue desplazando su manoderecha hacia el vaso lleno de agua. Lentísimamente, lo atrajo, hasta dejarlo alfilo de la mesa, de modo que el menor movimiento lo volcara. Recordó, depronto, que la primera hija que tuvo, con Aminta Ledesma, su primera mujer,Flor de Oro, esa loquita con cuerpo de hembra y alma de macho que cambiabamaridos como zapatos, acostumbraba orinarse en la cama hasta que era y a unaniña de colegio. Tuvo valor para espiar otra vez el pantalón. En vez delbochornoso espectáculo, la mancha que esperaba, comprobó —su vista seguíasiendo formidable, igual que su memoria— que su bragueta y entrepiernaestaban secas. Sequísimas. Fue una falsa impresión, motivada por el temor, elpánico a « hacer aguas» , como decían de las parturientas. Lo embargó lafelicidad, el optimismo. El día, comenzado con malos humores y sombríospresagios, acababa de embellecerse, como el paisaje de la costa luego delaguacero, al estallar el sol.Se puso de pie y, soldados a la voz de mando, todos lo imitaron. Mientras seinclinaba a ay udar a Dorothy Gittleman a levantarse, decidió con toda la fuerzade su alma: « Ésta noche, en la Casa de Caoba, haré chillar a una hembrita comohace veinte años» . Le pareció que sus testículos entraban en ebullición y suverga empezaba a enderezarse.  

La fiesta del chivoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora