XVII

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  Cuando el doctor Vélez Santana y Bienvenido García, el y erno del general JuanTomás Díaz, se llevaron en la camioneta a Pedro Livio Cedeño a la ClínicaInternacional, el trío inseparable —Amadito, Antonio Imbert y el Turco EstrellaSadhalá— se decidió: no tenía sentido seguir esperando allí que el general Díaz,Luis Amiama y Antonio de la Maza encontraran al general José René Román.Mejor, buscar un médico que les curara las heridas, cambiarse las ropasmanchadas y buscar un refugio, hasta que las cosas se aclararan. ¿A qué médicode confianza podían recurrir, a estas horas? Era cerca de medianoche.—Mi primo Manuel —dijo Imbert—. Manuel Durán Barreras. Vive cerca deaquí y tiene el consultorio junto a su casa. Es de confianza.Tony tenía el gesto sombrío, lo que sorprendía a Amadito. En el auto en el queSalvador los llevaba a casa del doctor Durán Barreras —la ciudad estaba ensilencio y las calles sin tráfico, aún no había trascendido la noticia— le preguntó:—¿Por qué esa cara de entierro?—Ésta vaina se fue al carajo —respondió Imbert, sordamente.El Turco y el teniente lo miraron.—¿Les parece normal que Pupo Román no aparezca? —añadió, entre dientes—. Sólo hay dos explicaciones. Lo han descubierto y está preso, o se asustó. Encualquier caso, nos jodimos.—¡Pero hemos matado a Trujillo, Tony ! —lo animó Amadito—. Nadie lo vaa resucitar.—No creas que me arrepiento —dijo Imbert—. La verdad, nunca me hiceilusiones sobre el golpe de Estado, la junta cívico-militar, esos sueños de Antoniode la Maza. Yo nos vi siempre como un comando suicida.—Haberlo dicho antes, mi hermano —bromeó Amadito—. Para escribir mitestamento.El Turco los dejó donde el doctor Durán Barreras y se fue a su casa; comolos caliés descubrirían pronto su carro abandonado en la carretera, quería alertara su mujer y a sus hijos, y sacar alguna ropa y dinero. El doctor Durán Barrerasestaba acostado. Salió en bata, desperezándose. Se le descolgó la mandíbulacuando Imbert le explicó por qué estaban embarcados y ensangrentados y quéesperaban de él. Durante muchos segundos los miró atónito, con su gran carahuesosa, de barba crecida, deformada por la perplejidad. Amadito podía ver lamanzana de Adán subiendo y bajando por la garganta del médico. De rato enrato se frotaba los ojos como temiendo ver fantasmas. Por fin, reaccionó:—Lo primero es curarlos. Vamos al consultorio.El que estaba peor era Amadito. Una bala le había perforado el tobillo; seveían los orificios de entrada y salida del proy ectil, con pedazos astillados dehueso asomando por la herida. La hinchazón le deformaba el pie y parte deltobillo.—No sé cómo puedes estar de pie con un destrozo así —comentó el doctor,mientras le desinfectaba la herida.—Sólo ahora me doy cuenta que me duele —repuso el teniente.Con la euforia de lo sucedido, apenas había prestado atención a su pie. Pero,ahora, el dolor estaba allí acompañado de un cosquilleo ardiente que subía hastala rodilla. El médico lo vendó, le puso una inyección y le dio un frasquito conpastillas, para tomar cada cuatro horas.—¿Tienes donde ir? —le preguntó Imbert, mientras lo curaban.Amadito pensó inmediatamente en su tía Meca. Era una de sus once tíasabuelas, la que más lo había mimado desde niño. La viejecita vivía sola, en unacasa de madera llena de macetas de flores, en la avenida San Martín, no lejos delparque Independencia.—Donde primero nos buscarán será en casa de los parientes —le advirtióTony—. Algún amigo de confianza, más bien.—Todos mis amigos son militares, mi hermano. Trujillistas acérrimos.Veía a Imbert tan preocupado y pesimista que no acababa de entender. PupoRomán aparecería y pondría el Plan en marcha, era seguro. Y, en todo caso, conla muerte de Trujillo, el régimen se desharía como castillo de naipes.—Creo que puedo ayudarte, muchacho —intervino el doctor Durán Barreras—. El mecánico que me repara la camioneta tiene una finquita y quierealquilarla. Por el ensanche Ozama. ¿Le hablo?Lo hizo y resultó sorprendentemente fácil. El mecánico se llamaba AntonioSánchez (Toño) y, pese a la hora, vino a la casa apenas el doctor lo llamó. Lecontaron la verdad. « ¡Carajo, esta noche me emborracho!» , exclamó. Era unhonor prestarles su finquita. El teniente estaría a salvo, no había vecinos cerca. Élmismo lo llevaría en su jeep, y se encargaría de que no le faltara comida.—¿Cómo te puedo pagar todo esto, matasanos? —preguntó Amadito a DuránBarreras.—Cuidándote, muchacho —le dio la mano el médico, mirándolo concompasión—. No quisiera estar en tu pellejo si te agarran.—Eso no ocurrirá, matasanos.Se había quedado sin balas, pero Imbert tenía una buena provisión y le regalóun puñado de municiones. El teniente cargó su pistola 45 y, a modo de despedida,afirmó:—Así me siento más seguro.—Espero verte pronto, Amadito —lo abrazó Tony—. Tu amistad es una de lasbuenas cosas que me han pasado.Cuando iban rumbo al ensanche Ozama en el jeep de Toño Sánchez, la ciudadhabía cambiado. Cruzaron un par de « cepillos» con caliés, y, cruzando el PuenteRadhamés, vieron llegar un camión con guardias, que saltaban a colocar unabarrera.—Ya saben que el Chivo está muerto —dijo Amadito—. Me gustaría ver quécara pusieron, ahora que se quedaron sin su jefe.—Nadie se lo va a creer hasta que vean y huelan el cadáver —comentó elmecánico—. ¡Qué distinto va a ser este país sin Trujillo, coñazo!La finquita era una construcción rústica, en el centro de una propiedad de diezhectáreas, sin cultivar. La vivienda estaba semivacía: un catre con colchón, unassillas rotas, y un botellón de agua destilada. « Mañana te traigo algo de comer» ,le prometió Toño Sánchez. « No te preocupes. Aquí no vendrá nadie» .La casa no tenía luz eléctrica. Amadito se sacó los zapatos y se echó vestidosobre el catre. El motor del jeep de Toño Sánchez se fue apagando, hastadesaparecer. Estaba cansado y le dolían el talón y el tobillo, pero sentía una granserenidad. Con Trujillo muerto, se le había quitado un gran peso de encima. Lamala conciencia que le roía el alma desde que se vio obligado a matar a esepobre hombre —¡el hermano de Luisa Gil, Dios mío!—, ahora, estaba seguro, seiría disipando. Volvería a ser el de antes, un muchacho que se miraba al espejosin sentir asco de la cara que veía reflejada. Ah, coño, si pudiera acabar tambiéncon Abbes García y el may or Roberto Figueroa Carrión, no le importaría nada.Moriría en paz. Se acurrucó, cambió varias veces de postura buscando el sueño,pero no lo consiguió. Oyó en la oscuridad ruiditos, carreritas. Al amanecer, laexcitación y el dolor amainaron y pudo pescar el sueño, unas horas.Se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla, no recordaba sobre qué.Se pasó todas las horas del nuevo día espiando por las ventanas la aparicióndel jeep. No había nada de comer en la casita, pero no tenía hambre. Los sorbitosde agua destilada que tomaba de rato en rato le distraían el estómago. Pero loatormentaban la soledad, el aburrimiento, la falta de noticias. ¡Si por lo menoshubiera una radio! Resistió la tentación de salir andando hasta algún lugarhabitado, en busca de un periódico. Aguanta la impaciencia, muchacho, ToñoSánchez ya vendría.Vino sólo al tercer día. Se apareció al mediodía del 2 de junio, precisamenteel día en que Amadito, medio muerto de hambre y desesperado por la falta denoticias, cumplía treinta y dos años. Toño ya no era el hombre campechano,efusivo y seguro de sí mismo que lo trajo aquí. Estaba pálido, comido por lainquietud, sin afeitar, y tartamudeaba. Le alcanzó un termo con café caliente yunos sándwiches de longaniza y queso, que Amadito devoró mientras oía lasmalas nuevas. Su retrato estaba en todos los periódicos y lo pasaban a cada ratopor la televisión, junto con los del general Juan Tomás Díaz, Antonio de la Maza,Estrella Sadhalá, Fifí Pastoriza, Pedro Livio Cedeño, Antonio Imbert, HuáscarTejeda y Luis Amiama. Pedro Livio Cedeño, preso, los había denunciado.Ofrecían chorros de pesos a quien diera información sobre ellos. Había unapersecución atroz contra todo sospechoso de antitrujillismo. El doctor DuránBarreras había sido detenido la víspera; Toño pensaba que, sometido a torturas,terminaría por delatarlos. Era peligrosísimo que Amadito continuara aquí.—No me quedaría aquí aunque fuera un escondite seguro, Toño —le dijo elteniente—. Que me maten, antes de volver a pasar otros tres días en esta soledad.—¿Y adónde vas a ir?Pensó en su primo Máximo Mieses, que tenía una tierrita por la carreteraDuarte. Pero Toño lo desanimó: las carreteras estaban llenas de patrullas yregistraban los vehículos. Jamás llegaría hasta la finca de su primo sin serreconocido.—No te das cuenta de la situación —se enfureció Toño Sánchez—. Haycentenares de detenidos. Están como locos, buscándolos.—Que se vayan al carajo —dijo Amadito—. Que me maten. El Chivo estátieso y no lo van a resucitar. Tú no te preocupes, mi hermano. Has hecho muchopor mí. ¿Puedes sacarme hasta la carretera? Volveré a la capital andando.—Tengo miedo, pero no tanto como para dejarte tirado, no soy tan hijo deputa —dijo un Toño más calmado. Le dio una palmada—. Vamos, te llevo. Si nospescan, tú me obligaste con tu revólver ¿okey?Acomodó a Amadito en la parte trasera del jeep, debajo de una lona, encimade la cual puso un rollo de sogas y unas latas de gasolina que zangoloteaban sobreel encogido teniente. La postura le dio calambres y aumentó el dolor de su pie; encada bache de la carretera, se golpeaba los hombros, la espalda, la cabeza. Peroen ningún momento descuidó su pistola 45; la llevaba en la mano derecha, sinseguro. Pasara lo que pasara, no lo cogerían vivo. No sentía temor. La verdad, noabrigaba muchas esperanzas de salir de ésta. Pero, qué importaba. No habíavuelto a sentir una tranquilidad así desde aquella siniestra noche con JohnnyAbbes.—Estamos llegando al Puente Radhamés —oy ó decir, despavorido, a ToñoSánchez—. No te muevas, no hagas ruido, una patrulla.El jeep se detuvo. Oyó voces, pasos, y, luego de una pausa, exclamacionesamistosas: « Pero si eres tú, Toñito» . « ¿Qué hay, compadre?» . Los autorizaron aseguir, sin registrar el vehículo. Estarían a medio puente, cuando oy ó de nuevo aToño Sánchez:—El capitán era mi amigo, el flaco Rasputín, ¡qué suerte, coño! Todavíatengo los huevos de corbata, Amadito. ¿Dónde te dejo?—En la avenida San Martín.Poco después, el jeep frenó.—No veo caliés por ninguna parte, aprovecha —le dijo Toño—. Que Dios teacompañe, muchacho.El teniente se zafó de la lona y las latas y brincó a la vereda. Pasaban algunosautos, pero no vio peatones, salvo un hombre con bastón que se alejaba, dándolela espalda.—Que Dios te lo pague, Toño.—Que Él te acompañe —repitió Toño Sánchez, arrancando.La casita de la tía Meca —toda de madera, de una sola planta, con verja y sinjardín pero rodeada de macetas con geranios en las ventanas— estaba a unosveinte metros, que Amadito cruzó a trancos largos, cojeando, sin ocultar elrevólver. Apenas tocó, la puerta se abrió. La tía Meca no tuvo tiempo deasombrarse, porque el teniente entró de un salto, apartándola y cerrando lapuerta tras él.—No sé qué hacer, dónde esconderme, tía Meca. Será por uno o dos días,hasta que encuentre un lugar seguro.Su tía lo besaba y abrazaba con el cariño de siempre.No parecía tan asustada como Amadito temía.—Te tienen que haber visto, hijito. Cómo se te ocurre venir en pleno día. Misvecinos son furibundos trujillistas. Estás lleno de sangre. ¿Y esas vendas? ¿Te hanherido?Amadito espiaba la calle a través de los visillos. No había gente en lasveredas. Puertas y ventanas del otro lado de la calle estaban cerradas.—Desde que se dio la noticia le he estado rezando a san Pedro Claver por ti,Amadito, él es un santo tan milagroso —su tía Meca le tenía apresada la cara ensus manos—. Cuando saliste en la televisión y en El Caribe, varias vecinasvinieron a preguntarme, a averiguar. Ojalá que no te hay an visto. En qué fachaestás, hijito. ¿Quieres algo?—Sí, tía —se rió él, acariciándole los blancos cabellos—. Una ducha y algode comer. Me muero de hambre.—¡Si además es tu cumpleaños! —recordó la tía Meca y volvió a abrazarlo.Era una anciana menuda y enérgica, de expresión firme y ojos profundos ybondadosos. Hizo que se quitara el pantalón y la camisa, para limpiárselos, y,mientras Amadito se bañaba —fue un placer de los dioses—, le calentó todos lossobrantes de comida en la cocina. En calzoncillos y camiseta, el tenienteencontró en la mesa un banquete: fritos verdes, longaniza frita, arroz ychicharrones de pollo. Comió con apetito, escuchando las historias de su tía Meca.El revuelo que causó en la familia saber que era uno de los asesinos de Trujillo. Acasa de tres de sus hermanas se habían presentado los caliés, en la madrugada,preguntando por él. Aquí no habían venido todavía.—Si no te importa, quisiera dormir un poco, tía. Hace días que apenas pegolos ojos. De aburrimiento. Me siento feliz de estar aquí contigo.Ella lo llevó hasta su dormitorio y lo hizo echarse en su cama, bajo unaimagen de san Pedro Claver, su santo favorito. Cerró los postigos para oscurecerla habitación, dijo que, mientras dormía la siesta, le limpiaría y plancharía eluniforme. « Ya se nos ocurrirá dónde esconderte, Amadito» . Lo besó muchasveces en la frente y la cabeza: « Y yo que te creía tan trujillista, hijo» . Se quedódormido al instante. Soñó que el Turco Sadhalá y Antonio Imbert lo llamaban coninsistencia: « ¡Amadito, Amadito!» . Querían comunicarle algo importante y élno les entendía los gestos ni las palabras. Le pareció que acababa de cerrar losojos cuando sintió que lo remecían. Ahí estaba la tía Meca, tan blanca yespantada que sintió pena por ella, remordimientos por haberla metido en estavaina.—Ahí están, ahí están —se ahogaba, persignándose—. Diez o doce« cepillos» y montones de caliés, hijito.Él estaba ahora lúcido y sabía perfectamente qué hacer. Obligó a la anciana atumbarse en el suelo, detrás de la cama, contra la pared, a los pies de san PedroClaver.—No te muevas, no te levantes por nada del mundo —le ordenó—. Te quieromucho, tía Meca.Tenía la pistola 45 en la mano. Descalzo, vestido solo con la camiseta y elcalzoncillo color caqui del uniforme, se deslizó, pegado a la pared, hasta la puertaprincipal. Espió entre los visillos, sin dejarse ver. Era una tarde de cielo nublado ya lo lejos tocaban un bolero. Varios Volkswagen negros del SIM cubrían la pista.Había lo menos una veintena de caliés armados con metralletas y revólveres,rodeando la casa. Tres individuos estaban frente a la puerta. Uno de ellos lagolpeó con el puño, haciendo remecer sus maderas. Gritó a voz en cuello:—¡Sabemos que estás ahí, García Guerrero! ¡Sal con los brazos en alto, si noquieres morir como un perro!« Como un perro, no» , murmuró. A la vez que abrió la puerta con la manoizquierda, con la derecha disparó. Alcanzó a vaciar el cargador de su pistola y viocaer, rugiendo, alcanzado en pleno pecho, al que lo conminaba a rendirse.Pero, aniquilado por innumerables balas de metralleta y revólver, no vio que,además de matar a un calié, había herido a otros dos, antes de morir él mismo.No vio cómo su cadáver fue sujetado —como sujetaban los cazadores a losvenados muertos en las cacerías de la cordillera Central— en el techo de unVolkswagen, y que así, cogidos sus tobillos y muñecas por los hombres de JohnnyAbbes que estaban en el interior del « cepillo» , fue exhibido a los mirones delparque Independencia, por donde sus victimarios dieron una vuelta triunfal,mientras otros caliés entraban a la casa, encontraban a la tía Meca más muertaque viva donde él la dejó, y se la llevaban a empujones y escupitajos a loslocales del SIM, al tiempo que una turba codiciosa comenzaba, ante las miradasburlonas o impávidas de la policía, a saquear la casa, apoderándose de todo loque no habían robado antes los caliés, casa a la que, luego de saquear,destrozarían, destablarían, destecharían y por fin quemarían hasta que, alanochecer, no quedara de ella más que cenizas y escombros carbonizados.  

La fiesta del chivoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora