XIX

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  Cuando Antonio de la Maza vio las caras con que volvían el general Juan TomásDíaz, su hermano Modesto y Luis Amiama supo, antes de que abrieran la boca,que la búsqueda del general Román había sido inútil.—Me cuesta creerlo —murmuró Luis Amiama, mordiéndose los labios finos—. Pero, parece que Pupo se nos escabulle. Ni rastro de él.Habían dado vueltas por todos los lugares donde podía hallarse, incluido elEstado Mayor, en la Fortaleza 18 de Diciembre; pero Luis Amiama y BibínRomán, hermano menor de Pupo, fueron echados de allí por la guardia de malamanera: el compadre no podía o no quería verlos.—Mi última esperanza es que esté ejecutando el plan por su cuenta —fantaseó Modesto Díaz, sin mucha convicción—. Movilizando guarniciones,convenciendo a los jefes militares. En todo caso, nosotros estamos ahora en unasituación muy comprometida.Conversaban de pie, en la sala del general Juan Tomás Díaz. Chana, la jovenesposa de éste, les alcanzó unas limonadas con hielo.—Hay que esconderse, hasta saber a qué atenernos respecto a Pupo —dijo elgeneral Juan Tomás Díaz.Antonio de la Maza, que había permanecido sin hablar, sintió una oleada deira recorriéndole el cuerpo.—¿Esconderse? —exclamó, furioso—. Se ocultan los cobardes. Acabemos eltrabajo, Juan Tomás. Ponte tu uniforme de general, préstanos uniformes anosotros y vamos al lacio. Desde allí, llamaremos al pueblo a levantarse.—¿A tomar el Palacio nosotros cuatro? —trató de llamarlo a la razón LuisAmiama—. ¿Te has vuelto loco, Antonio?—No hay nadie ahora, sólo la guardia —insistió éste—. Hay que ganarle lamano al trujillismo antes que reaccione. Llamaremos al pueblo, utilizando laconexión con todas las estaciones de radio del país. Que salga a las calles. ElEjército terminará apoyándonos.Las expresiones escépticas de Juan Tomás, Amiama y Modesto Díaz, loexasperaron aún más. Al poco rato se sumaron a ellos Salvador Estrella Sadhalá,quien acababa de dejar a Antonio Imbert y a Amadito donde el médico, y eldoctor Vélez Santana, que había acompañado a Pedro Livio Cedeño a la ClínicaInternacional. Quedaron consternados con la desaparición de Pupo Román.También a ellos les pareció una temeridad inútil, un suicidio, la idea de Antoniode infiltrarse en Palacio Nacional disfrazados de oficiales. Y todos se opusieroncon energía a la nueva propuesta de Antonio: llevar el cadáver de Trujillo alparque Independencia y colgarlo en el baluarte, para que el pueblo capitaleñoviera cómo había terminado. El rechazo de sus compañeros, provocó en De laMaza una de esas rabietas destempladas de los últimos tiempos. ¡Miedosos ytraidores! ¡No estaban a la altura de lo que habían hecho, librando a la Patria dela Bestia! Cuando vio entrar a la sala, con los ojos asustados por la gritería, aChana Díaz, comprendió que había ido demasiado lejos. Masculló unas excusas asus amigos y se calló. Pero, adentro, sentía arcadas de disgusto.—Todos estamos alterados, Antonio —le dio una palmada Luis Amiama—.Lo importante, ahora, es encontrar un lugar seguro. Hasta que aparezca Pupo. Yver cómo reacciona el pueblo cuando sepa que Trujillo ha muerto.Muy pálido, Antonio de la Maza asintió. Sí, después de todo, Amiama, quetanto había trabajado para incorporar militares y jerarcas del régimen a laconjura, tal vez tenía razón.Luis Amiama y Modesto Díaz decidieron irse cada uno por su cuenta;pensaban que, separados, tenían más posibilidades de pasar inadvertidos. Antoniopersuadió a Juan Tomás y el Turco Sadhalá de que permanecieran unidos.Barajaron posibilidades —parientes, amigos— que fueron descartando; todasesas casas serían registradas por la policía. Quien dio un nombre aceptable fueVélez Santana:—Robert Reid Cabral. Es amigo mío. Totalmente apolítico, sólo vive para laMedicina. No se negará.Los llevó en su automóvil. Ni el general Díaz ni el Turco lo conocíanpersonalmente; pero Antonio de la Maza era amigo del hermano mayor deRobert, Donald Reid Cabral, quien trabajaba en Washington y New York para laconspiración. La sorpresa del joven médico, al que cerca de la medianochevinieron a despertar, fue mayúscula. No sabía nada del complot; ni siquieraestaba al tanto de que su hermano Donald colaboraba con los americanos. Sinembargo, apenas recuperó el color y la palabra, se apresuró a hacerlos pasar asu casita de dos pisos estilo morisco, tan angosta que parecía salida de un cuentode brujas. Era un muchacho lampiño, de ojos bondadosos, que hacía esfuerzossobrehumanos para disimular su desazón. Les presentó a su mujer, Ligia,embarazada de varios meses. Ella tomó la invasión de forasteros conbenevolencia, sin mucha alarma. Les mostró a su hijito de dos años, al quehabían instalado en un rincón del comedor.La joven pareja guió a los conjurados hasta un estrecho cuartito del segundopiso que servía de desván y despensa. Casi no tenía ventilación y el calorresultaba insoportable, por el techo tan bajo. Sólo cabían sentados y con laspiernas recogidas; cuando se enderezaban tenían que permanecer agachadospara no darse contra las vigas. Ésa primera noche, apenas notaron laincomodidad y el calor; la pasaron hablando a media voz, tratando de adivinar loocurrido con Pupo Román: ¿por qué se hizo humo, cuando todo dependía de él? Elgeneral Díaz recordó su conversación con Pupo, el 24 de mayo, cumpleaños deéste, en su finca del kilómetro catorce. Les aseguró a él y a Luis Amiama quetenía todo listo para movilizar a las Fuerzas Armadas apenas le mostraran elcadáver.Marcelino Vélez Santana se quedó con ellos, por solidaridad, pues no teníarazón para ocultarse. A la mañana siguiente, salió en busca de noticias. Volviópoco antes del mediodía, demudado. No había levantamiento militar alguno. Porel contrario, se advertía una frenética movilización de « cepillos» del SIM y dejeeps y camiones militares. Las patrullas registraban todos los barrios. Segúnrumores, cientos de hombres, mujeres, viejos y niños, eran sacados aempellones de sus casas y llevados a La Victoria, El Nueve o La Cuarenta.También en el interior había redadas contra los sospechosos de antitrujillismo. Uncolega de La Vega contó al doctor Vélez Santana que toda la familia De la Maza,empezando por el padre, don Vicente, y siguiendo con todos los hermanos,hermanas, sobrinos, sobrinas, primos y primas de Antonio, habían sido arrestadosen Moca. Ésta era ahora una ciudad ocupada por guardias y caliés. La casa deJuan Tomás, la de su hermano Modesto, la de Imbert y la de Salvador estabanrodeadas de parapetos con alambres y guardias armados.Antonio no hizo comentario alguno. No tenía por qué sorprenderse. Siempresupo que, si el complot no triunfaba, la reacción del régimen sería de unainigualable ferocidad. Se le encogió el corazón imaginando a su anciano padre,don Vicente, y a sus hermanos, vejados y maltratados por Abbes García. A esode la una de la tarde, aparecieron por la calle dos Volkswagen negros llenos decaliés. Ligia, la esposa de Reid Cabral —él había ido a su consultorio, para nodespertar sospechas en el vecindario— vino a susurrarles que hombres de civilcon metralletas registraban una casa vecina. Antonio estalló en improperios(aunque bajando la voz):—Debieron hacerme caso, pendejos. ¿No era preferible morir peleando en elPalacio que en esta ratonera?A lo largo del día, discutieron y se hicieron reproches, una y otra vez. En unade esas disputas, Vélez Santana estalló. Cogió por la camisa al general JuanTomás Díaz, acusándolo de haberlo complicado gratuitamente en un complotdisparatado, absurdo, en el que ni siquiera habían previsto la fuga de losconspiradores. ¿Se daba cuenta de lo que les iba a ocurrir ahora? El TurcoEstrella Sadhalá se interpuso entre ellos, para evitar que se pegaran. Antonio seaguantaba las ganas de vomitar.La segunda noche estaban tan exhaustos de discutir e insultarse, quedurmieron, unos sobre otros, usándose respectivamente como almohadas,chorreando sudor, medio asfixiados por la candente atmósfera.El día tercero, cuando el doctor Vélez Santana trajo a su escondite El Caribey vieron sus fotos bajo el gran titular: « Asesinos buscados por la muerte deTrujillo» , y, más abajo, la foto del general Román Fernández abrazando aRamfis en los funerales del Generalísimo, supieron que estaban perdidos. Nohabría junta cívico-militar. Ramfis y Radhamés habían vuelto y el país enterolloraba al dictador.—Pupo nos traicionó —el general Juan Tomás Díaz parecía desfondado. Sehabía quitado los zapatos, tenía los pies muy hinchados y acezaba.—Hay que salir de aquí —dijo Antonio de la Maza—. No podemos joder mása esta familia. Si nos descubren, los matarán a ellos también.—Tienes razón —lo apoyó el Turco—. No sería justo. Salgamos de aquí.¿Adónde irían? Todo el 2 de junio lo pasaron considerando posibles planes defuga. Poco antes del mediodía, dos « cepillos» con caliés pararon en la casa delfrente y media docena de hombres armados entraron en ella, abriendo la puertaa golpes. Alertados por Ligia, aguardaron, con los revólveres listos. Pero loscaliés partieron, arrastrando a un joven al que habían puesto esposas. De todas lassugerencias, la mejor parecía la de Antonio: conseguir un auto o camioneta ytratar de llegar a Restauración, donde él, por sus fincas de pino y de café y elaserradero de Trujillo que administraba, conocía mucha gente. Estando tan cercade la frontera, no les sería difícil cruzar a Haití. ¿Pero, qué carro conseguir? ¿Aquién pedírselo? Ésa noche tampoco pegaron los ojos, atormentados por laangustia, la fatiga, la desesperanza, las dudas. A medianoche, el dueño de casa,con lágrimas en los ojos, subió al altillo:—Han registrado tres casas en esta calle —les imploró—. En cualquiermomento, le tocará a la mía. A mí no me importa morir. Pero ¿y mi mujer y mihijito? ¿Y el niño por nacer?Le juraron que partirían al día siguiente, como fuera. Así lo hicieron, alatardecer del 4 de junio. Salvador Estrella Sadhalá decidió irse por su cuenta. Nosabía adónde, pero pensaba que, solo, tenía más posibilidades de escapar que conJuan Tomás y Antonio, cuyos nombres y caras eran los que más aparecían en latelevisión y los periódicos. El Turco fue el primero en partir, a diez para las seis,cuando comenzaba a oscurecer. Por las persianas del dormitorio de los ReidCabral, Antonio de la Maza lo vio caminar deprisa hasta la esquina, y allí, alzandolas manos, parar un taxi. Sintió pena: el Turco había sido su amigo del alma ynunca se habían reconciliado a fondo, desde aquella maldita pelea. No habríaotra oportunidad.El doctor Marcelino Vélez Santana decidió quedarse todavía un rato con sucolega y amigo, el doctor Reid Cabral, a quien se notaba abrumado. Antonio seafeitó el bigote y se embutió hasta las orejas un sombrero viejo que encontró enel desván. Juan Tomás Díaz, en cambio, no hizo el menor esfuerzo pordisfrazarse. Ambos abrazaron al doctor Vélez Santana.—¿Sin rencores?—Sin rencores. Buena suerte.Ligia Reid Cabral, cuando ellos le agradecían la hospitalidad, se echó a llorary les hizo la señal de la cruz: « Dios los proteja» .Caminaron ocho cuadras, por calles desiertas, con las manos en los bolsillos,apretando los revólveres, hasta la casa de un concuñado de Antonio de la Maza,Toñito Mota. Tenía una camioneta Ford; quizá se la prestara o aceptara dejárselarobar. Pero Toñito no estaba en casa, ni la camioneta en el garaje. Elmay ordomo que abrió la puerta reconoció en el acto a De la Maza: « ¡DonAntonio! ¡Usted, acá!» . Puso una cara despavorida, y Antonio y el general,seguros de que, apenas partieran, llamaría a la policía, se alejaron deprisa. Nosabían qué carajo hacer.—¿Quieres que te diga una cosa, Juan Tomás?—¿Qué, Antonio?—Me alegro de haber salido de esa ratonera. De ese calor, de ese polvo quese metía en la nariz y no dejaba respirar. De esa incomodidad. Qué bueno estaral aire libre, sentir que se limpian los pulmones.—Sólo falta que me digas: « Vamos a tomarnos unas frías para celebrar lolinda que es la vida» . ¡Qué cojones tiene usted, bróder!Los dos se rieron, con unas risitas intensas y fugaces. En la avenida Pasteur,durante un buen rato trataron de parar un taxi. Los que pasaban, iban llenos.—Siento no haber estado con ustedes allá en la Avenida —dijo el generalDíaz, de pronto, como acordándose de algo importante—. No haberle disparadoy o también al Chivo. ¡Coño y recontracoño!—Es como si hubieras estado, Juan Tomás. Pregúntales a Johnny Abbes, aNegro, a Petán, a Ramfis y verás. Para ellos, también estuviste con nosotros en lacarretera haciendo tragar plomo al Jefe. No te preocupes. Uno de los tiros, se lodi por ti.Por fin, paró un taxi. Subieron, y, al ver que vacilaban en indicarle dóndequerían ir, el chofer, un moreno gordo y canoso en mangas de camisa, se volvióa mirarlos. En sus ojos vio Antonio de la Maza que los había reconocido.—A la San Martín —le ordenó.El moreno asintió, sin abrir la boca. Poco después, murmuró que se estabaquedando sin gasolina; tenía que llenar el tanque. Cruzó por la 30 de Marzo, dondeel tráfico era más denso, y en la esquina de San Martín y Tiradentes, se detuvoen una gasolinera Texaco. Se bajó del auto para abrir el tanque. Antonio y JuanTomás tenían ahora los revólveres en las manos. De la Maza se sacó el zapatoderecho y manipuló el taco, del que extrajo una pequeña bolsita de papelcelofán, que guardó en su bolsillo. Como Juan Tomás Díaz lo miraba intrigado, leexplicó:—Es estricnina. La conseguí en Moca, con el pretexto de un perro rabioso.El gordo general se encogió de hombros, desdeñoso, Y mostró su revólver:—No hay mejor estricnina que ésta, hermano. El veneno es para los perros ylas mujeres, no jodas con semejante bobería. Además, uno se suicida concianuro, no con estricnina, pendejo.Volvieron a reírse, con la misma risita feroz y triste.—¿Te has fijado en el tipo que está en la caja? —Antonio de la Maza señaló laventanilla—. ¿A quién crees que está telefoneando?—Puede que a su mujer, para preguntarle cómo sigue del coño.Antonio de la Maza volvió a reírse, esta vez de verdad, con una carcajadalarga y franca.—De qué coño te ríes, pendejo.—¿No te parece cómico? —dijo Antonio, ya serio—. Los dos, en este taxi.¿Qué carajo hacemos aquí? Si no sabemos siquiera dónde ir.Le ordenaron al chofer que volviera a la zona colonial. A Antonio se le habíaocurrido algo, y una vez que estuvieron en el centro antiguo, ordenaron al taxistaque entrara por la calle Espaillat, desde la Billini. Allí vivía el abogado GenerosoFernández, al que ambos conocían. Antonio recordaba haberlo oído hablar pestesde Trujillo; tal vez podría facilitarles un vehículo. El abogado se acercó a lapuerta, pero no los hizo pasar. Cuando pudo recuperarse de la impresión —losmiraba horrorizado, pestañeando— sólo atinó a reñirlos, indignado:—¿Están locos? ¡Cómo se les ocurre comprometerme así! ¿No saben quiénentró ahí, al frente, hace un minuto? ¡El Constitucionalista Beodo! ¿No podíanpensar antes de hacerme esto? Váy anse, váy anse, yo tengo familia. Por lo quemás quieran, ¡váyanse! Yo no soy nadie, nadie.Les dio con la puerta en las narices. Volvieron al taxi. El viejo moreno seguíadócilmente sentado al volante, sin mirarlos. Luego de un rato, masculló:—¿Dónde, ahora?—Hacia el parque Independencia —le indicó Antonio, por decir algo.Segundos después de arrancar —habían prendido los faroles de las esquinas yla gente comenzaba a salir a las veredas, a tomar el fresco—, el chofer losprevino:—Ahí están los « cepillos» , detrás de nosotros. Lo siento de verdad,caballeros.Antonio sintió alivio. Éste ridículo recorrido sin rumbo terminaba, por fin.Mejor acabar pegando tiros que como un par de pendejos. Se volvieron. Habíados Volkswagen verdes siguiéndolos a unos diez metros de distancia.—No quisiera morir, caballeros —les rogó el taxista, santiguándose—. ¡Por laVirgen, señores!—Está bien, coge para el parque como quiera y déjanos en la esquina de laferretería —dijo Antonio.Había mucho tráfico. El chofer, maniobrando, consiguió abrirse paso entreuna guagua con racimos de gente colgada de las puertas y un camión. Frenó enseco, a pocos metros de la gran fachada de cristales de la ferretería Reid. Alsaltar del taxi, con el revólver en la mano, Antonio alcanzó a darse cuenta que lasluces del parque se encendían, como dándoles la bienvenida. Había limpiabotas,vendedores ambulantes, jugadores de rocambor, vagos y mendigos pegados a lasparedes. Olía a fruta y frituras. Se volvió a apurar a Juan Tomás, que, gordo ycansado, no conseguía correr a su ritmo. En eso, estalló la balacera a susespaldas. Una gritería ensordecedora se levantó alrededor; la gente corría entrelos autos, los carros se trepaban a las veredas. Antonio oy ó voces histéricas:« ¡Ríndanse, carajo!» . « ¡Están rodeados, pendejos!» . Al ver que Juan Tomás,exhausto, se paraba, se paró también a su lado y comenzó a disparar. Lo hacía aciegas, porque caliés y guardias se escudaban detrás de los Volkswagen,atravesados como parapetos en la pista, interrumpiendo el tráfico. Vio caer aJuan Tomás de rodillas, y lo vio llevarse la pistola a la boca, pero no alcanzó adispararse porque varios impactos lo tumbaron. A él le habían caído muchasbalas y a, pero no estaba muerto. « No estoy muerto, coño, no estoy» . Habíadisparado todos los tiros de su cargador y, en el suelo, trataba de deslizar la manoal bolsillo para tragarse la estricnina. La maldita mano pendeja no le obedeció.No hacía falta, Antonio. Veía las estrellas brillantes de la noche que empezaba,veía la risueña cara de Tavito y se sentía joven otra vez.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now