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  Cuando la limousine del jefe partió, abandonándolo en el hediondo lodazal, elgeneral José René Román temblaba de pies a cabeza, como los soldaditos quehabía visto morir de paludismo en Dajabón, guarnición de la frontera haitianodominicana,en los comienzos de su carrera militar. Hacía muchos años queTrujillo se encarnizaba con él, haciéndole sentir en familia y ante extraños elpoco respeto que le merecía, llamándolo tonto con cualquier pretexto. Peronunca antes había llevado su menosprecio y sus ofensas al extremo de estanoche.Esperó que disminuyera la tembladera antes de dirigirse a la Base Aérea deSan Isidro. El oficial de guardia se llevó un susto al ver surgir, en medio de lanoche, a pie y embarrado, al mismísimo jefe de las Fuerzas Armadas. El generalVirgilio García Trujillo, comandante de San Isidro y cuñado de Román —erahermano gemelo de Mireya— no estaba, pero el ministro de las FuerzasArmadas reunió a todos los oficiales y los recriminó: la cañería rota que habíasacado de sus casillas a Su Excelencia debía ser reparada ipso facto, so pena deseverísimos castigos. El Jefe vendría a verificarlo y todos sabían que eraimplacable en lo concerniente a la limpieza. Ordenó un jeep con un chofer pararegresar a su casa; no se cambió ni aseó antes de partir.En el jeep, rumbo a Ciudad Trujillo, se dijo que, en verdad, aquellatembladera no se debió a los insultos del jefe sino a la tensión, desde la llamadapor la que supo que el Benefactor estaba bravo. A lo largo del día, mil veces sedijo que era imposible, absolutamente imposible, que pudiera haberse enteradode la conspiración tramada por su compadre Luis Amiama y su íntimo amigo elgeneral Juan Tomás Díaz. No lo hubiera llamado por teléfono; lo habría hechoarrestar y estaría ahora en La Cuarenta o El Nueve. Pese a ello, el gusanito de laduda no le permitió probar bocado a la hora de la comida. En fin, pese al malrato, era un alivio que los insultos se debieran a una cañería rota y no a unaconjura. La sola idea de que Trujillo hubiera podido enterarse de que era uno delos conspiradores, le heló los huesos.Podía ser acusado de muchas cosas, menos de cobarde. Desde cadete, y entodos sus destinos, mostró arrojo físico y actuó con una temeridad ante el peligroque le ganó fama de macho entre compañeros y subordinados. Siempre fuebueno peleando, con guantes o a puño limpio. Jamás permitió a nadie faltarle elrespeto. Pero, como tantos oficiales, como tantos dominicanos, frente a Trujillosu valentía y su sentido del honor se eclipsaban, y se apoderaba de él unaparálisis de la razón y de los músculos, una docilidad y reverencia serviles.Muchas veces se había preguntado por qué la sola presencia del jefe —suvocecita aflautada y la fijeza de su mirada— lo aniquilaba moralmente.Porque conocía el poder que Trujillo tenía sobre su carácter, el generalRomán respondió instantáneamente, cinco meses y medio atrás, a Luis Amiama,cuando éste le habló por primera vez de una conspiración para acabar con esterégimen:—¿Secuestrarlo? ¡Qué pendejada! Mientras esté vivo, nada cambiará. Hayque matarlo.Estaban en la finca de guineos que Luis Amiama tenía en Guayubín, enMontecristi, viendo discurrir desde la terraza soleada las aguas terrosas del ríoYaque. Su compadre le explicó que él y Juan Tomás armaban esta operaciónpara evitar que el régimen hundiera del todo al país y precipitara otra revolucióncomunista, estilo Cuba. Era un plan serio, que contaba con el respaldo de EstadosUnidos. Henry Dearborn, John Banfield y Bob Owen, de la legación, habían dadosu apoyo formal y encargado al responsable de la CIA en Ciudad Trujillo,Lorenzo D. Berry (« ¿El dueño del supermercado Wimpy's?» . « Sí, él mismo.» ),que les suministrara dinero, armas y explosivos. Estados Unidos se hallabainquieto con los excesos de Trujillo, desde el atentado contra el Presidentevenezolano Rómulo Betancourt, y quería sacárselo de encima; y, al mismotiempo, asegurarse de que no lo reemplazara un segundo Fidel Castro. Por eso,apoy aría a un grupo serio, claramente anticomunista, que constituyera una Juntacívico-militar, que, a los seis meses, convocara elecciones. Amiama, Juan TomásDíaz y los gringos estaban de acuerdo: Pupo Román debía presidir esa junta.¿Quién mejor para conseguir la adhesión de las guarniciones y una transiciónordenada hacia la democracia?—¿Secuestrarlo, pedirle la renuncia? —se escandalizó Pupo—. Se equivocande país y de persona, compadre. Parece que no lo conocieras. Jamás se dejarácapturar vivo. Y nunca le sacarán la renuncia. Hay que matarlo.El chofer del jeep, un sargento, conducía en silencio, y Román daba hondoscopazos de Lucky Strike, sus cigarrillos preferidos. ¿Por qué aceptó plegarse a laconjura? A diferencia de Juan Tomás, caído en desgracia y apartado del Ejército,él sí tenía todo que perder. Había llegado al cargo más alto que podía aspirar unmilitar, y, aunque no le fuera bien en los negocios, sus fincas estaban siempre ensu poder. El peligro de que las embargaran desapareció con el pago decuatrocientos mil pesos al Banco Agrícola. El jefe no cubrió esa deuda pordeferencia a su persona, sino por ese arrogante sentimiento de que su familia nodebía dar nunca una mala impresión, de que la imagen de los Trujillo y allegadosquedara siempre inmaculada. Tampoco fue el apetito de poder, la perspectiva deverse ungido Presidente provisional de la República Dominicana —y laposibilidad, grande, de pasar luego a Presidente elegido— lo que lo llevó a dar suvisto bueno a la conspiración. Fue el rencor, acumulado por las infinitas ofensasde que Trujillo lo había hecho víctima desde ese matrimonio con Mireya que loconvirtió en miembro del clan privilegiado e intocable. Por eso, el jefe lo hizoascender antes que a otros, lo nombró a puestos importantes, y, de vez en cuando,le hizo esos regalos en efectivo o en prebendas que le permitieron el alto nivel devida que tenía. Pero, favores y distinciones los tuvo que pagar con desplantes ymalos tratos. « Y eso es lo que más cuenta» , pensó.En estos cinco meses y medio, cada vez que el Jefe lo humillaba, el generalRomán, igual que ahora, mientras el jeep cruzaba el Puente Radhamés, se decíaque pronto se sentiría un hombre entero, con vida propia, y no, como Trujillo seesmeraba en hacerlo sentir, un ser baldado. Aunque Luis Amiama y Juan Tomásno lo sospecharan, él estaba en la conspiración para demostrarle al jefe que noera el inútil que creía.Sus condiciones fueron muy concretas. No movería un dedo mientras susojos no lo vieran ajusticiado. Sólo entonces procedería a movilizar tropas ycapturar a los hermanos Trujillo y a los oficiales y civiles más comprometidoscon el régimen, empezando por Johnny Abbes García. Ni Luis Amiama ni elgeneral Díaz debían mencionar a nadie —ni siquiera al jefe del grupo de acción,Antonio de la Maza—, que formaba parte de la conjura. No habría mensajesescritos ni llamadas telefónicas, sólo conversaciones directas. Él iría, con cautela,colocando a oficiales de confianza en los cargos claves, de modo que llegado eldía las guarniciones le obedecieran a una sola voz.Así lo había hecho, poniendo al frente de la Fortaleza de Santiago de losCaballeros, la segunda del país, al general César A. Oliva, compañero depromoción y amigo íntimo. También se las arregló para llevar a la comandanciade la Cuarta Brigada, con sede en Dajabón, al general García Urbáez, leal aliadosuy o. Del otro lado, contaba con el general Guarionex Estrella, comandante de laSegunda Brigada, estacionada en La Vega. No era muy amigo con Guaro,trujillista acérrimo, pero, siendo hermano del Turco Estrella Sadhalá, del grupode acción, era lógico suponer que tomaría partido por su hermano. No habíaconfiado su secreto a ninguno de esos generales; era demasiado astuto paraexponerse a una delación. Pero contaba con que, ocurridos los hechos, todos ellosse plegarían sin titubear.¿Cuándo ocurriría? Muy pronto, sin duda. El día de su cumpleaños, 24 demay o, apenas seis días atrás, Luis Amiama y Juan Tomás Díaz, invitados por él asu casa de campo, le aseguraron que todo estaba a punto. Juan Tomás fuecategórico: « En cualquier momento, Pupo» . Le dijeron que el PresidenteJoaquín Balaguer habría aceptado formar parte de la junta cívico-militar,presidida por él. Les pidió detalles, pero no pudieron dárselos; había hecho lagestión el doctor Rafael Batlle Viñas, casado con Indiana, prima de Antonio de laMaza y médico de cabecera de Balaguer. Sondeó al Presidente fantoche,preguntándole si, en caso de desaparición súbita de Trujillo, « colaboraría con lospatriotas» . Su respuesta fue críptica: « Según la Constitución, si Trujillodesapareciera, se tendría que contar conmigo» . ¿Era una buena noticia? A PupoRomán, ese hombrecito suave y astuto le inspiró siempre la desconfianzainstintiva que le merecían burócratas e intelectuales. Era imposible saber lo quepensaba; detrás de sus maneras afables y su desenvoltura, había un enigma.Pero, en fin, lo que decían sus amigos era cierto: la complicidad de Balaguertranquilizaría a los yanquis.Al llegar a su casa de Gazcue eran las nueve y media de la noche. Despachóal jeep de vuelta a San Isidro. Mirey a y su hijo Alvaro, joven teniente delEjército que estaba en su día libre y había venido a visitarlos, se alarmaron alverlo en ese estado. Mientras se quitaba las ropas sucias, les explicó. Hizo queMirey a llamara por teléfono a su hermano y puso al general Virgilio GarcíaTrujillo al tanto de la rabieta del jefe:—Lo siento, cuñado, pero estoy obligado a amonestarte. Preséntate mañanaen mi despacho, antes de las diez.—¡Por una cañería rota, coño! —exclamó Virgilio, divertido—. ¡El hombreno puede con su genio!Tomó una ducha y se jabonó de pies a cabeza. Al salir de la bañera, Mirey ale alcanzó un pijama limpio y una bata de seda. Lo acompañó mientras sesecaba, echaba colonia y vestía. Contrariamente a lo que muchos creían,empezando por el jefe, no se casó con Mireya por interés. Se enamoró de esamuchacha morocha y tímida, y arriesgó la vida cortejándola pese a la oposiciónde Trujillo. Eran una pareja feliz, sin peleas ni rupturas en esos veintitantos añosjuntos. Mientras platicaba con Mirey a y Alvaro en la mesa —no tenía hambre,se limitó a tomar un ron en la roca— se preguntaba cuál sería la reacción de sumujer. ¿Tomar partido por su marido o con el clan? La duda lo mortificaba.Muchas veces vio a Mirey a indignada por las maneras despectivas del jefe; talvez esto inclinaría la balanza a su favor. Además, ¿a qué dominicana no legustaría convertirse en la primera dama de la nación?Acabada la cena, Álvaro salió a tomar una cerveza con unos amigos. Mireyay él subieron al dormitorio, en el segundo piso, y encendieron La VozDominicana. Pasaban un programa de música bailable con cantantes y orquestasde moda. Antes de las sanciones, la estación contrataba a los mejores artistaslatinoamericanos, pero, el último año, debido a la crisis, casi toda la producciónde la televisión de Petán Trujillo se hacía con artistas locales. Mientras oían losmerengues y danzones de la orquesta Generalísimo, dirigida por el maestro LuisAlberti, Mirey a comentó apenada que ojalá terminaran pronto estos líos con laIglesia. Había un ambiente malo y sus amigas, durante la canasta, hablaban derumores de una revolución, de que Kennedy mandaría a los marines. Pupo latranquilizó: el jefe se saldría con la suya también esta vez y el país volvería a sertranquilo y próspero. Su voz le sonaba tan falsa que se calló, simulando una tos.Poco después, los frenos de un auto chirriaron y estalló un bocinazo frenético.El general saltó de la cama y se asomó al ventanal. Saliendo del automóvil reciénllegado, divisó la silueta cortante del general Arturo Espaillat, Navajita. Apenasdivisó su cara, amarillando a la luz del farol, su corazón brincó: y a está.—¿Qué pasa, Arturo? —preguntó, sacando la cabeza.—Algo muy grave —dijo el general Espaillat, acercándose—. Estaba con mimujer en El Pony y pasó el Chevrolet del Jefe. Poco después, oí un tiroteo. Fui aver y me di con una balacera, en plena pista.—Bajo, bajo —gritó Pupo Román. Mireya se ponía una bata al tiempo que sesantiguaba: « Dios mío, mi tío» , « Dios no lo quiera, Jesús santo» .Desde ese momento, y en todos los minutos y horas siguientes, tiempo en elque se decidió su suerte, la de su familia, la de los conjurados, y, a fin de cuentas,la de la República Dominicana, el general José René Román supo siempre, contotal lucidez, lo que debía hacer. ¿Por qué hizo exactamente lo contrario? Se lopreguntaría muchas veces los meses siguientes, sin encontrar respuesta. Supo,mientras bajaba las escaleras, que en aquellas circunstancias lo único sensato sitenía apego a la vida y no quería que la conjura se frustrara, era abrir la puerta alexjefe del SIM, el militar más comprometido con las operaciones criminales delrégimen, ejecutor de incontables secuestros, chantajes, torturas y asesinatos pororden de Trujillo, y descerrajarle todos los tiros de su revólver. A Navajita suprontuario no le dejaba otra alternativa que mantener una lealtad perruna aTrujillo y al régimen, para no ir a la cárcel o ser asesinado.Aunque sabía esto muy bien, abrió la puerta e hizo entrar al general Espaillaty a su esposa, a la que besó en la mejilla y tranquilizó, pues Ligia Fernández deEspaillat había perdido el control y balbuceaba incoherencias. Navajita le dioprecisiones: al acercar su auto, se dio con un tiroteo ensordecedor, de revólveres,carabinas y metralletas; en los fogonazos reconoció el Chevrolet del jefe yalcanzó a ver una figura en la pista, disparando, acaso Trujillo. No pudo prestarleay uda; vestía de civil, no iba armado, y, ante el temor de que una bala alcanzaraa Ligia, vino aquí. Había ocurrido hacía quince, a lo más veinte minutos.—Espérame, me visto —Román subió a saltos la escalera, seguido deMirey a, que movía las manos y la cabeza como loca.—Hay que avisar a tío Negro —exclamó, mientras él se ponía el uniforme dediario. La vio correr al teléfono y marcar, sin darle tiempo de abrir la boca. Y,aunque supo que debió impedir esa llamada, no lo hizo. Cogió el auricular, y,abotonándose la camisa, previno al general Héctor Bienvenido Trujillo:—Acaban de informarme de un posible atentado contra Su Excelencia, en lacarretera a San Cristóbal. Voy para allá. Lo mantendré informado.Terminó de vestirse y bajó, con una carabina M1 en las manos, que llevaba elcargador puesto. En vez de descargarle una ráfaga y acabar con Navajita, lepreservó la vida otra vez y asintió cuando Espaillat, los ojillos ratoniles comidospor la preocupación, le aconsejó alertar al Estado May or y dar orden deinamovilidad. El general Román llamó a la Fortaleza 18 de Diciembre ycomunicó a todas las guarniciones un acuartelamiento riguroso, que se cerrabanlas salidas de la ciudad capital, y previno a los comandantes del interior que enbreve se pondría en contacto telefónico o radial con ellos, para un asunto demáxima urgencia. Estaba perdiendo un tiempo irrecuperable, pero no podíadejar de actuar de esa manera, que, pensaba, despejaría cualquier duda sobre élen la mente de Navajita.—Vamos —dijo a Espaillat.—Voy a llevar a Ligia a casa —repuso éste—. Te encuentro en la carretera.Es en el kilómetro siete, más o menos.Cuando partió, al volante de su propio auto, supo que debía ir de inmediato acasa del general Juan Tomás Díaz, a pocos metros de la suya, para verificar si elasesinato se había consumado —seguro que era así— y poner en marcha elgolpe de Estado. Ya no tenía escapatoria; estuviera Trujillo muerto o herido, élera cómplice. Pero, en vez de ir donde Juan Tomás o Amiama, condujo suautomóvil hacia la avenida George Washington. Cerca de la Feria Ganadera vioen un carro desde el que le hacían señas, al coronel Marcos Antonio JorgeMoreno, jefe de la escolta personal de Trujillo, acompañado del general Pou.—Estamos preocupados —le gritó Moreno, sacando la cabeza—. SuExcelencia no ha llegado a San Cristóbal.—Hubo un atentado —les informó Román—. ¡Síganme!En el kilómetro siete, cuando, en los haces de luz de las linternas de Moreno yPou, reconoció el Chevrolet negro perforado, sus vidrios pulverizados y manchasde sangre en el asfalto entre los añicos y cascotes, supo que el atentado habíatenido éxito. Sólo podía estar muerto luego de semejante balacera. Y, por tanto,debía rendir, reclutar o matar a Moreno y a Pou, dos trujillistas convictos yconfesos, y, antes de que llegaran Espaillat y otros militares, volar a la Fortaleza18 de Diciembre, donde estaría seguro. Pero tampoco lo hizo, y, más bien,mostrando la misma consternación que Moreno y Pou, registró con ellos losalrededores, y se alegró cuando el coronel encontró un revólver entre las matas.Momentos después allí estaba Navajita, y llegaban patrulleros y guardias, aquienes ordenó continuar la búsqueda. Él estaría en el Estado May or.Mientras, ya en su coche oficial, era llevado por su chofer el sargentoprimero Morones, a la Fortaleza 18 de Diciembre, fumó varios Lucky Strike. LuisAmiama y Juan Tomás estarían buscándolo afanosamente, con el cadáver delJefe a cuestas. Era su deber mandarles alguna señal. Pero, en vez de hacerlo, alllegar al Estado Mayor instruyó a la guardia que por ningún motivo dejaraningresar al local a elemento civil alguno, fuera quien fuere.Encontró la Fortaleza en efervescencia, un movimiento inconcebible a estashoras en tiempo normal. Mientras subía las escaleras a trancos rumbo a su puestode mando y respondía con venias a los oficiales que lo saludaban, oy ó preguntas—« ¿Un intento de desembarco frente a la Feria Agrícola y Ganadera, migeneral?» — que no se paró a contestar.Entró, agitado, sintiendo su corazón, y una simple ojeada a la veintena deoficiales de alta graduación reunidos en su despacho, le bastó para saber que,pese a las oportunidades perdidas, se le presentaba todavía una ocasión de poneren marcha el Plan. Ésos oficiales que, al verlo, chocaron los tacos e hicieron elsaludo militar, eran un grupo graneado del alto comando, amigos en su granmayoría, y aguardaban sus órdenes. Sabían o intuían que acababa de producirseun pavoroso vacío, y, formados en la tradición de la disciplina y totaldependencia del jefe, esperaban que asumiera el mando, con claridad depropósitos. En las caras del general Fernando A. Sánchez, del general RadhamésHungría, de los generales Fausto Caamaño y Félix Hermida, en las de loscoroneles Rivera Cuesta y Cruzado Piña, y en las de los mayores Wessin yWessin, Pagán Montás, Saldaña, Sánchez Pérez, Fernández Domínguez yHernando Ramírez, había miedo y esperanza. Querían que los sacara de lainseguridad contra la que no sabían defenderse. Una arenga pronunciada con lavoz de un jefe que tiene los huevos en su sitio y sabe lo que hace, explicándolesque, en las gravísimas circunstancias, la desaparición o muerte de Trujillo,ocurrida por razones que habría que juzgar, abría a la República una oportunidadprovidencial para el cambio. Ante todo, evitar el caos, la anarquía, unarevolución comunista y su corolario, la ocupación norteamericana. Ellos,patriotas por vocación y profesión, tenían el deber de actuar. El país tocabafondo, puesto en cuarentena por los desafueros de un régimen que, aunque en elpasado prestó impagables servicios, había degenerado en una tiranía queprovocaba la repulsa universal. Era preciso adelantarse a los acontecimientos,con visión de futuro. Él los exhortaba a seguirlo, a cerrar juntos el abismo quecomenzaba a abrirse. Como jefe de las Fuerzas Armadas presidiría una juntacívico-militar de figuras notables, encargada de asegurar una transición hacia lademocracia, que permitiera levantar las sanciones impuestas por los EstadosUnidos, y convocar elecciones, bajo el control de la OEA. La Junta contaba conel beneplácito de Washington y él esperaba de ellos, jefes de la institución másprestigiosa del país, su colaboración. Sabía que sus palabras habrían sido recibidascon aplausos, y que, si había alguien remiso, la convicción de los demásterminaría por ganarlo. Sería fácil entonces dar órdenes a oficiales ejecutivoscomo Fausto Caamaño y Félix Hermida para que arrestaran a los hermanosTrujillo, y acorralaran a Abbes García, al coronel Figueroa Carrión, al capitánCandito Torres, a Clodoveo Ortiz, a Américo Dante Minervino, a César RodríguezVilleta y a Alicinio Peña Rivera, con lo que la maquinaria del SIM quedaríainutilizada.Pero, aunque supo con certeza lo que en ese momento debía hacer y decir,tampoco lo hizo. Luego de unos segundos de vacilante silencio, se limitó ainformar a los oficiales, en un lenguaje vago, sincopado, tartamudeante, que, envista del atentado contra la persona del Generalísimo, las Fuerzas Armadasdebían mantenerse como un puño, listas para actuar. Podía sentir, tocar, ladecepción de estos subordinados, a quienes, en vez de infundir confianza,contagiaba su inseguridad. No era esto lo que esperaban. Para disimular loconfuso que se sentía, se comunicó con las guarniciones del interior. Al generalCésar A. Oliva, de Santiago, al general García Urbáez, de Dajabón, y al generalGuarionex Estrella, de La Vega, les repitió, de la misma manera incierta —lalengua apenas le obedecía, como si estuviera borracho—, que, debido al presuntomagnicidio, tuvieran acuarteladas las tropas, y no hicieran movimiento alguno sinsu autorización.Luego de la ronda de llamadas, rompió la secreta camisa de fuerza que loatenazaba y tomó una iniciativa en la buena dirección:—No se retiren —anunció, poniéndose de pie—. Voy a convocar deinmediato una reunión al más alto nivel.Ordenó llamar al Presidente de la República, al jefe del Servicio deInteligencia Militar y al ex Presidente general Héctor Bienvenido Trujillo. Losharía venir y los arrestaría aquí, a los tres. Si Balaguer estaba en la conspiración,podría echarle una mano en los pasos siguientes. Percibió desconcierto en losoficiales; intercambio de miradas, cuchicheos. Le pasaron el teléfono. Al doctorJoaquín Balaguer acababan de sacarlo de la cama:—Siento despertarlo, señor Presidente. Ha habido un atentado contra SuExcelencia, cuando se dirigía a San Cristóbal. Como secretario de las FuerzasArmadas estoy convocando una reunión urgente en la Fortaleza 18 deDiciembre. Le ruego que venga, sin pérdida de tiempo.El Presidente Balaguer no respondió un largo rato, tanto que Román pensóque se había cortado la comunicación. ¿Era sorpresa lo que causaba su mutismo?¿Satisfacción de saber que el Plan empezaba a cumplirse? ¿O cumplirse? ¿Odesconfianza por esa llamada intempestiva? Por fin, escuchó la respuesta,pronunciada sin la menor emoción:—Si ha ocurrido algo tan grave, como Presidente de la República no mecorresponde estar en un cuartel, sino en el Palacio Nacional. Voy para allá. Lesugiero que la reunión se celebre en mi despacho. Buenas noches.Sin darle tiempo a replicar, cortó.Johnny Abbes García lo escuchó con atención. Bien, iría a la reunión, perodespués de escuchar el testimonio del capitán Zacarías de la Cruz, que,malherido, acababa de llegar al Hospital Marión. Sólo Negro Trujillo parecióaceptar la convocatoria. « Voy allá de inmediato» . Lo notó desbordado por loque acontecía. Pero, como luego de media hora de espera, no apareció, elgeneral José René Román supo que su plan de último minuto no tenía posibilidadde concretarse. Ninguno de los tres caería en la emboscada. Y él, por su manerade actuar, comenzaba a hundirse en unas arenas movedizas de las que prontosería tarde para escapar. A menos que se apoderara de un avión militar y sehiciera llevar a Haití, Trinidad, Puerto Rico, las Antillas francesas o Venezuela,donde lo recibirían con los brazos abiertos.A partir de ese momento, entró en un estado sonámbulo. El tiempo seeclipsaba, o, en vez de avanzar, giraba, monomaniática repetición que lodeprimía y encolerizaba. No saldría más de ese estado los cuatro meses y medioque le quedaban de vida, si es que eso merecía llamarse vida Y no infierno,pesadilla. Hasta el 12 de octubre de 1961 no volvió a tener una noción clara de lacronología; sí, en cambio, de la misteriosa eternidad, que jamás le interesó. Enlos sobresaltos de lucidez que lo asaltaban para recordarle que estaba vivo, queaquello no había terminado, se martirizaba con la misma indagación: ¿por qué,sabiendo que era esto lo que te esperaba, no actuaste como debías? Aquéllapregunta lo maltrataba más que las torturas a las que se enfrentó con gran coraje,acaso para probarse a sí mismo que no fue por cobardía que se condujo con tantaindecisión aquella interminable noche del 31 de mayo de 1961.Incapaz de sintonizar con sus actos, cay ó en contradicciones e iniciativaserráticas. Ordenó a su cuñado, el general Virgilio García Trujillo, despachar deSan Isidro, donde estaban las divisiones blindadas, cuatro tanques y trescompañías de infantes para reforzar la Fortaleza 18 de Diciembre. Pero, deinmediato, decidió abandonar este local y trasladarse al Palacio. Instruyó al jefede Estado Mayor del Ejército, el joven general Tuntin Sánchez, que lomantuviera informado sobre la búsqueda. Antes de partir, llamó a La Victoria, aAmérico Dante Minervino. De manera terminante, le ordenó liquidar en el acto,en la más absoluta discreción, a los detenidos mayor Segundo Imbert Barreras yRafael Augusto Sánchez Saulley, y hacer desaparecer los cadáveres, pues temióque Antonio Imbert, del grupo de acción, hubiera alertado a su hermano sobre sucomplicidad en la conjura. Américo Dante Minervino, habituado a estasmisiones, no hizo preguntas: « Entendida la orden, mi general» . Desconcertó algeneral Tuntin Sánchez diciéndole que aleccionara a las patrullas del SIM, delEjército y de la Aviación que estaban en la búsqueda, que las personas de laslistas de « enemigos» y « desafectos» que se les había entregado, debían serultimadas al menor intento de resistir el arresto. (« No queremos prisioneros quesirvan para desatar campañas internacionales contra nuestro país» ). Susubordinado no hizo comentarios. Trasmitiría sus instrucciones al pie de la letra,mi general.Al salir de la Fortaleza rumbo al Palacio, el teniente de guardia le informóque un automóvil con dos civiles, uno de los cuales decía ser su hermano Ramón(Bibín), había llegado a la entrada del recinto, exigiendo verlo. Siguiendo susórdenes, los obligó a retirarse. Asintió, sin decir palabra. Su hermano estaba,pues, en la conjura, y, por tanto, Bibín pagaría también por sus dudas y rodeos.Sumido en esa especie de hipnosis pensó que su indolencia acaso se debía a que,aunque el cuerpo del jefe estuviera muerto, su alma, su espíritu o como sellamara eso, continuaba esclavizándolo.En el Palacio Nacional encontró desbarajuste y desolación. Casi toda lafamilia Trujillo estaba reunida. Petán, botas de montar y metralleta al hombro,acababa de llegar de su feudo de Bonao y se paseaba de un lado a otro como uncharro de caricatura. Héctor (Negro), hundido en su sofá, se frotaba los brazoscomo con frío. Mirey a, y su suegra Marina, consolaban a doña María, la mujerdel jefe, pálida como muerta, cuy os ojos despedían fuego. En cambio, la bellaAngelita lloraba y se retorcía las manos, sin que su marido, el coronel José LeónEstévez (Pechito), de uniforme y cariacontecido, consiguiera tranquilizarla. Sintiólos ojos de todos clavados en él: ¿alguna noticia? Los abrazó, uno por uno: seestaba pasando a rastrillo la ciudad, casa por casa, calle por calle, y, pronto...Entonces descubrió que ellos sabían más que el jefe de las Fuerzas Armadas.Había caído uno de los conspiradores, el exmilitar Pedro Livio Cedeño, a quienAbbes García interrogaba en la Clínica Internacional. Y el coronel José LeónEstévez había ya prevenido a Ramfis y a Radhamés, quienes estaban gestionandoel alquiler de un avión de Air France que los trajera de París. A partir de estemomento, supo también que el poder adscrito a su cargo, que había malgastadoen las últimas horas, comenzaba a perderlo; las decisiones ya no salían de sudespacho, sino del de los jefes del SIM, Johnny Abbes García y el coronelFigueroa Carrión, o de parientes y allegados de Trujillo, como Pechito o sucuñado Virgilio. Una invisible presión lo alejaba del poder. No le sorprendió queNegro Trujillo no le diera explicación alguna por no haber asistido a la reuniónque lo invitó.Se apartó del grupo, se precipitó a una cabina y llamó a la Fortaleza. Ordenóa su jefe de Estado May or que enviara tropa a rodear la Clínica Internacional y aponer bajo vigilancia al exoficial Pedro Livio Cedeño, e impedir que el SIM losacara de allí, usando la fuerza si pretendía hacerlo. El prisionero debía sertrasladado a la Fortaleza 18 de Diciembre. Él iría a interrogarlo personalmente.Tuntin Sánchez, luego de un ominoso intervalo, se limitó a despedirse: « Buenasnoches, mi general» . Se dijo, atormentado, que acaso era ésta su peorequivocación en toda la noche.En la sala donde se hallaban los Trujillo, había más gente. Todos escuchaban,en silencio compungido, al coronel Johnny Abbes García, quien, de pie, hablabacon pesadumbre:—El puente dental encontrado en la carretera es de Su Excelencia. Lo haconfirmado el doctor Fernando Camino. Cabe suponer que, si no ha muerto, suestado es gravísimo.—¿Qué pasa con los asesinos? —lo interrumpió Román, en actitud desafiante—. ¿Habló el sujeto? ¿Denunció a sus cómplices?La mofletuda cara del jefe del SIM se volvió hacia él. Sus ojillos de batraciolo bañaron con una mirada que, en el grado extremo de susceptibilidad en que seencontraba, le pareció burlona.—Ha delatado a tres —explicó Johnny Abbes, mirándolo sin pestañear—.Antonio Imbert, Luis Amiama y el general Juan Tomás Díaz. Éste es el cabecilla,dice.—¿Los han capturado?—Mi gente los busca por toda Ciudad Trujillo —aseguró Johnny AbbesGarcía—. Algo más. Estados Unidos podría estar detrás de esto.Musitó unas palabras de felicitación al coronel Abbes y regresó a la cabina.Volvió a llamar al general Tuntin Sánchez. Las patrullas debían arrestar deinmediato al general Juan Tomás Díaz, a Luis Amiama y Antonio Imbert, asícomo a sus familiares, « vivos o muertos, no importaba, acaso mejor muertos,pues la CIA podría intentar sacarlos del país» . Cuando colgó, tuvo una certeza; talcomo evolucionaban las cosas, ni siquiera el exilio sería factible. Tendría quepegarse un tiro.En el salón, Abbes García seguía hablando. Ya no de los asesinos; de lasituación en que quedaba el país.—Es indispensable que en estos momentos un miembro de la familia Trujilloasuma la Presidencia de la República —afirmó—. El doctor Balaguer deberenunciar y ceder su cargo al general Héctor Bienvenido o al general JoséArismendi. Así, el pueblo sabrá que el espíritu, la filosofía y la política del jefe nosufrirán menoscabo y seguirán guiando la vida dominicana.Hubo un intervalo incómodo. Los presentes cambiaban miradas. El vozarrónvulgar y matonesco de Petán Trujillo dominó la sala:—Johnny tiene razón. Balaguer debe renunciar. Asumiremos la PresidenciaNegro o yo. El pueblo sabrá que Trujillo no ha muerto.Entonces, siguiendo las miradas de todos los presentes, el general Romándescubrió que el Presidente fantoche estaba allí. Menudo y discreto comosiempre, había escuchado, en una silla de la esquina, se diría que tratando de noincomodar. Vestía con la corrección de siempre y mostraba absoluta tranquilidad,como si aquello fuese un trámite menor. Esbozó media sonrisa y habló con unacalma que sedó la atmósfera:—Como ustedes saben, y o soy Presidente de la República por decisión delGeneralísimo, quien siempre se ajustó a los procedimientos constitucionales.Ocupo este cargo para facilitar las cosas, no para complicarlas. Si mi renuncia vaa aliviar la situación, ahí la tienen. Pero, permítanme una sugerencia. Antes detomar una decisión trascendental, que significa una ruptura de la legalidad, ¿no esprudente esperar la llegada del general Ramfis Trujillo? El hijo mayor del jefe,su heredero espiritual, militar y político ¿no debería ser consultado?Echó una mirada a la mujer a la que el estricto protocolo trujillista obligaba alos cronistas sociales a llamar siempre la Prestante Dama. María Martínez deTrujillo reaccionó, imperativa:—El doctor Balaguer tiene razón. Hasta que Ramfis llegue, nada debecambiar —su redonda faz había recobrado los colores.Viendo bajar los ojos tímidamente al Presidente de la República, el generalRomán salió por unos segundos del gelatinoso extravío mental para decirse que, adiferencia de él, ese hombrecito desarmado que escribía versos y parecía tanpoquita cosa en este mundo de machos con pistolas y metralletas, sabía muy bienlo que quería y lo que hacía, pues no perdía un instante la serenidad. En el cursode esa noche, la más larga de su medio siglo de vida, el general Román descubrióque, en el vacío y desorden que lo ocurrido con el Jefe causaba, aquel sersecundario, al que todos habían creído siempre un amanuense, una figurilladecorativa del régimen, empezaba a adquirir sorprendente autoridad.Como en sueños, en las horas siguientes vio hacerse, deshacerse en grupos yrehacerse a esa asamblea de parientes, allegados y mandos trujillistas, a medidaque los hechos se iban relacionando como piezas que llenan los huecos delrompecabezas hasta dar forma a una compacta figura. Antes de medianocheavisaron que la pistola encontrada en el lugar del atentado pertenecía al generalJuan Tomás Díaz. Cuando Román ordenó que, además de la casa de éste fueranregistradas las de todos sus hermanos, le informaron que y a lo hacían laspatrullas del SIM, dirigidas por el coronel Figueroa Carrión, y que el hermano deJuan Tomás, Modesto Díaz, entregado al SIM por su amigo el gallero ChuchoMalapunta donde se había refugiado, estaba y a preso en La Cuarenta. Quinceminutos después, Pupo telefoneó a su hijo Alvaro. Le pidió que le trajeramuniciones extras para su carabina M1 (no se la había quitado del hombro),convencido de que en cualquier momento tendría que defender su vida, oacabarla por su propia mano. Luego de conferenciar en su despacho con AbbesGarcía y el coronel Luis José León Estévez (Pechito), sobre el obispo Reilly,tomó la iniciativa de decir que bajo su responsabilidad fuera sacado por la fuerzadel Colegio Santo Domingo, y apoy ó la tesis del jefe del SIM de ejecutarlo puesno cabía duda de la complicidad de la Iglesia en la maquinación criminal. Elmarido de Angelita Trujillo, tocándose el revólver, dijo que sería un honor paraél ejecutar la orden. Volvió antes de una hora, airado. La operación se habíarealizado sin may ores incidentes, salvo unos cuantos golpes a unas monjas y ados curas redentoristas, también gringos, que intentaron proteger al purpurado. Elúnico muerto era un pastor alemán, guardián del colegio, que, antes de recibir unbalazo, mordió a un calié. El obispo estaba ahora en el centro de detención de laFuerza Aérea, en el kilómetro nueve de la carretera a San Isidro. El comandanteRodríguez Méndez, jefe del centro, se negó a ejecutar al obispo e impidió quePechito León Estévez lo hiciera, alegando órdenes de la Presidencia de laRepública.Estupefacto, Román le preguntó si se refería a Balaguer. El marido deAngelita Trujillo, no menos desconcertado, asintió:—Por lo visto, se cree que existe. Lo increíble no es que ese mequetrefe seinmiscuy a en este asunto. Sino que sus órdenes sean obedecidas. Ramfis debeponerlo en su sitio.—No es necesario esperar a Ramfis. Voy a arreglarle cuentas ahora mismo—estalló Pupo Román.Se dirigió a trancos a la oficina del Presidente, pero, en el pasillo, tuvo unvahído. Tanteando, consiguió llegar hasta un sillón apartado, en el que sedesplomó. Se quedó dormido de inmediato. Cuando despertó, un par de horasmás tarde, recordaba una pesadilla polar, en la que, temblando de frío en unaestepa nevada, veía avanzar sobre él a una jauría de lobos. Se levantó de un saltoy corrió casi hacia la oficina del Presidente Balaguer. Encontró las puertasabiertas de par en par. Entró decidido a hacer sentir su autoridad a ese pigmeoentrometido, pero, nueva sorpresa, se dio en el despacho, cara a cara, con elmismísimo obispo Reilly. Desencajado, la túnica semidesgarrada, con huellas enel rostro de haber sido maltratado, la alta figura del obispo mantenía sin embargouna majestuosa dignidad. El Presidente de la República estaba despidiéndolo.—Ah, monseñor, mire quién está aquí, el secretario de las Fuerzas Armadas,general José René Román Fernández —hizo las presentaciones—. Viene areiterarle el pesar de la autoridad militar por el lamentable malentendido. Tieneusted mi palabra, y la del jefe del Ejército, ¿no es cierto, general Román?, que niusted, ni prelado alguno, ni las hermanas del Santo Domingo, volverán a sermolestados. Yo mismo daré explicaciones a sister Williemine y a sister HelenClaire. Vivimos momentos muy difíciles, y usted, hombre de experiencia, loentenderá. Hay subalternos que pierden el control y se exceden, como estanoche. No se volverá a repetir. He dispuesto que una escolta lo acompañe hasta elcolegio. Le ruego que, ante el menor problema, se ponga en contacto conmigopersonalmente.El obispo Reilly, que miraba todo aquello como si estuviera rodeado demarcianos, hizo un vago movimiento de cabeza a manera de despedida. Románencaró al doctor Balaguer de mal modo, tocándose la metralleta:—Me debe una explicación, señor Balaguer. ¿Quién es usted para darcontraorden a una disposición mía, llamando a un centro militar, a un oficialsubalterno, saltándose el escalafón? ¿Quién carajo se cree usted?El hombrecito lo miró como si oyera llover. Luego de observarlo unmomento, esbozó una sonrisita amistosa. Y, señalando la silla frente al escritorio,lo invitó a sentarse. Pupo Román no se movió. La sangre le bullía en las venas,como una caldera a punto de estallar.—¡Responda mi pregunta, coño! —gritó.Tampoco esta vez el doctor Balaguer se alteró. Con la misma suavidad conque declamaba o leía discursos, lo amonestó paternalmente:—Está usted ofuscado y no es para menos, general. Pero, haga un esfuerzo.Vivimos acaso el momento más crítico de la República, y usted más que nadiedebe dar al país ejemplo de serenidad.Resistió su mirada encolerizada —Pupo tenía ganas de golpearlo, y, al mismotiempo, lo frenaba la curiosidad—, y, luego de sentarse en el escritorio, con lamisma entonación, añadió:—Agradézcame haberle impedido cometer una grave equivocación, general.Asesinando a un obispo, no hubiera resuelto sus problemas. Los hubieraagravado. Por si le sirve, sepa que el Presidente al que ha venido a echarpalabrotas, está dispuesto a ayudarlo. Aunque, me temo, no podré hacer muchopor usted.Román no percibió ironía en aquellas palabras. ¿Escondían una amenaza? No,a juzgar por la bondadosa manera como lo miraba Balaguer. La furia se le disipó.Ahora tenía miedo. Envidiaba la tranquilidad de este enano melifluo.—Sepa que he ordenado ejecutar a Segundo Imbert y a Papito Sánchez, enLa Victoria —rugió, desaforado, sin pensar en lo que decía—. Estaban tambiénen esta conjura. Haré lo mismo con todos los implicados en el asesinato del jefe.El doctor Balaguer asintió levemente, sin que su expresión cambiara un ápice.—A grandes males, grandes remedios —murmuró, de manera críptica. Y,levantándose, avanzó hasta la puerta de su despacho, por la que salió, sindespedirse.Román permaneció allí sin saber qué hacer. Optó por dirigirse a su oficina. Alas dos y media de la madrugada, llevó a Mireya, que había tomado untranquilizante, a la casa de Gazcue. Allí encontró a su hermano Bibín, haciendotomar tragos a pico de una botella de Carta Dorada que blandía como unestandarte, a los soldados de la guardia. Bibín, el vago, el juerguista, el calavera,el timbero, el simpático Bibín apenas se tenía en pie. Tuvo que subirlo en peso alcuarto de baño de los altos, con el pretexto de ay udarlo a vomitar y a lavarse lacara. Apenas estuvieron solos, Bibín se echó a llorar. Contemplaba a su hermanocon una tristeza infinita en los ojos aguados. Un hilillo colgaba de sus labios comouna telaraña. Bajando la voz, atorándose, le contó que, toda la noche, él, LuisAmiama y Juan Tomás lo habían buscado por la ciudad, que desesperadosllegaron a maldecirlo. ¿Qué pasó, Pupo? ¿Por qué no hizo nada? ¿Por qué seescondió? ¿No había un Plan, acaso? El grupo de acción cumplió su parte. Letrajeron el cadáver, como pidió.—¿Por qué tú no cumpliste, Pupo? —Los suspiros estremecían su pecho—.¿Qué nos va a pasar ahora?—Hubo contratiempos, Bibín, se apareció Navajita Espaillat, que lo vio todo.No se pudo. Ahora...—Ahora, estamos jodidos —roncó y se tragó los mocos Bibín—. LuisAmiama, Juan Tomás, Antonio de la Maza, Tony Imbert, todos. Pero, sobre todo,tú. Tú, y, después, y o, por ser tu hermano. Si me quieres algo, pégame un tiroahora mismo, Pupo. Dispárame esa metralleta, aprovecha que estoy borracho.Antes que lo hagan ellos. Por lo que más quieras, Pupo.En eso, tocó la puerta del baño Álvaro: acababan de encontrar el cadáver delGeneralísimo en el baúl de un auto, en casa del general Juan Tomás Díaz.No pegó los ojos aquella noche, ni la siguiente, ni la subsiguiente, y,probablemente, en cuatro meses y medio no volvió a experimentar lo que habíasido para él dormir —descansar, olvidarse de sí mismo y de los otros, disolverseen una inexistencia de la que regresaba recuperado, con más ímpetus—, aunquesí perdió el conocimiento muchas veces, y pasó largas horas, días y noches, enun estupor estúpido, sin imágenes, sin ideas, con el fijo deseo de que viniera lamuerte a liberarlo. Todo se mezclaba y revolvía, como si el tiempo se hubierahecho un asopao, un revoltijo donde antes, ahora y después no tuvieran secuencialógica, fueran algo recurrente. Recordaba nítidamente el espectáculo, al llegar alPalacio Nacional, de doña María Martínez de Trujillo, rugiendo ante el cadáverdel Jefe: « ¡Que la sangre de los asesinos corra hasta la última gota!» . Y, como sifuera consecutivo, pero sólo podía haber ocurrido un día después, la figuraesbelta, uniformada, impecable, de un Ramfis descolorido y esclerótico,inclinándose sin doblarse sobre el tallado cajón, contemplando la cara del jefeque había sido maquillada, y murmurando: « Yo no seré tan magnánimo como túcon los enemigos, papi» . Le pareció que Ramfis no hablaba a su padre, sino a él.Lo abrazó con fuerza y le gimió al oído: « Qué pérdida irreparable, Ramfis.Menos mal que nos quedas tú» .Se veía a sí mismo, de inmediato, con su uniforme de parada y su inseparablemetralleta M1 en la mano, en la atestada iglesia de San Cristóbal, asistiendo a lashonras fúnebres del Jefe. Algunos párrafos del discurso de un agigantadoPresidente Balaguer —« He aquí, señores, tronchado por el soplo de una ráfagaaleve, el roble poderoso que durante más de treinta años desafió todos los ray os ysalió vencedor de todas las tempestades» — le humedecieron los ojos. Loescuchaba junto a un Ramfis petrificado y rodeado de escoltas con metralletas.Y se veía, al mismo tiempo, contemplando (¿uno, dos, tres días antes?) lamultitudinaria cola de miles y miles de dominicanos de todas las edades,profesiones, razas y clases sociales, esperando, horas de horas, bajo un solinclemente, para subir las escalinatas de Palacio, y, en medio de exclamacioneshistéricas de dolor, desmay os, alaridos, ofrendas a los luases del vudú, rendir suúltimo homenaje al jefe, al Hombre, al Benefactor, al Generalísimo, al Padre. Y,en medio de eso, él escuchaba los informes de sus ay udantes sobre la captura delingeniero Huáscar Tejeda y de Salvador Estrella Sadhalá, el final de Antonio dela Maza y del general Juan Tomás Díaz en el parque Independencia esquinaBolívar defendiéndose a balazos, y la muerte, casi simultánea, a poca distancia,del teniente Amador García, también matando antes de que lo mataran, y ladevastación y saqueo por el populacho de la casa de la tía que lo asiló. Recordabaasimismo los rumores sobre la misteriosa desaparición de su compadre AmiamaTió y Antonio Imbert —Ramfis ofrecía medio millón de pesos a quien facilitarasu captura—, y la caída de unos doscientos dominicanos, civiles o militares, enCiudad Trujillo, Santiago, La Vega, San Pedro de Macorís y media docena delugares más, comprometidos en el asesinato de Trujillo.Todo aquello se mezclaba, pero, al menos, era inteligible. Lo era, también,aquel último recuerdo coherente que conservaría su memoria: cómo, al terminarla misa de cuerpo presente del Generalísimo en la iglesia de San Cristóbal, PetánTrujillo lo cogió del brazo: « Vente conmigo en mi carro, Pupo» . En el Cadillacde Petán, supo —fue lo último que supo con certeza total— que ésta era lapostrera oportunidad de ahorrarse lo que se venía, descargando su metralletasobre el hermano del jefe y sobre sí mismo, porque aquel viaje no iba a terminaren su casa de Gazcue. Terminó en la Base de San Isidro, donde, le mintió Petán,sin preocuparse de fingir, « habrá una reunión familiar» . En la entrada de laBase Aérea, dos generales, su cuñado Virgilio García Trujillo y el jefe de EstadoMay or del Ejército, Tuntin Sánchez, le informaron que estaba detenido, acusadode complicidad con los asesinos del Benefactor de la Patria y Padre de la PatriaNueva. Muy pálidos y evitando mirarlo a los ojos, le pidieron su arma.Dócilmente, les entregó la metralleta M1, de la que no se había separado cuatrodías.Lo llevaron a un cuarto con una mesa, una vieja máquina de escribir, unmazo de hojas en blanco y una silla. Le pidieron que se quitara el cinturón y loszapatos y los entregara a un sargento. Lo hizo, sin preguntar nada. Lo dejaronsolo, y, minutos después, entraron los dos amigos más íntimos de Ramfis, elcoronel Luis José León Estévez (Pechito) y Pirulo Sánchez Rubirosa, quienes, sinsaludarlo, le dijeron que escribiera todo lo que sabía sobre la conspiración, dandonombres y apellidos de los conjurados. El general Ramfis —a quien, por decretosupremo, que el Congreso convalidaría esta noche, el Presidente Balagueracababa de nombrar comandante en jefe de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierrade la República— tenía conocimiento cabal de la trama, gracias a los detenidos,todos los cuales lo habían delatado.Se sentó a la máquina de escribir y, durante un par de horas, hizo lo que lemandaron. Era un pésimo mecanógrafo, escribía sólo con dos dedos, y cometiómuchas faltas, que no se demoró en corregir. Lo contó todo, desde su primeraconversación con su compadre Luis Amiama, seis meses atrás, y nombró a laveintena de personas que sabía implicadas, pero no a Bibín. Explicó que para élfue decisivo que Estados Unidos respaldara la conjura, y que sólo aceptó presidirla Junta cívico-militar cuando se enteró, a través de Juan Tomás, que tanto elcónsul Henry Dearborn como el cónsul Jack Bennett, y el jefe de la CIA enCiudad Trujillo, Lorenzo D. Berry (Wimpy ), querían que él la encabezara. Sóloestampó una mentirita: que exigió, para participar, que el Generalísimo Trujillofuera secuestrado y obligado a renunciar, pero en ningún caso asesinado. Losotros conjurados lo traicionaron, incumpliendo esta promesa. Reley ó lascuartillas y las firmó.Estuvo solo, largo rato, esperando, con una tranquilidad de espíritu que noexperimentaba desde la noche del 30 de mayo. Cuando vinieron a buscarlo,anochecía. Era un grupo de oficiales desconocidos. Le pusieron esposas y,siempre sin zapatos, lo sacaron al patio de la Base y lo subieron a una camionetacon los vidrios tintados, en la que ley ó « Instituto Panamericano de Educación» .Pensó que lo llevaban a La Cuarenta. Conocía muy bien aquella tétrica casa de lacalle 40, próxima a la Fábrica Dominicana de Cemento. Había pertenecido algeneral Juan Tomás Díaz, que la vendió al Estado para que Johnny Abbes laconvirtiera en el escenario de sus alambicados métodos de arrancar confesionesa los prisioneros. Él estuvo presente, incluso, luego de la invasión castrista del 14de junio, cuando uno de los interrogados, el doctor Tejada Florentino, sentado enel grotesco Trono —asiento de jeep, tubos, bastones eléctricos, vergajos de toro,garrote con cabos de madera para estrangular al prisionero a la vez que recibíalas descargas—, quedó electrocutado por equivocación del técnico del SIM, quesoltó el máximo voltaje. Pero, no, en vez de a La Cuarenta lo llevaron a ElNueve, en la carretera Mella, una antigua residencia de Pirulo Sánchez Rubirosa.También albergaba un Trono, más pequeño pero más moderno.No tenía miedo. Ahora, no. El pánico cerval que desde la noche del asesinatode Trujillo lo tuvo como un « montado» , según decían de los que quedabanvaciados de sí mismos y ocupados por espíritus en las ceremonias de vudú, sehabía eclipsado por completo. En El Nueve, lo desnudaron y sentaron en la sillanegruzca, en el centro de una habitación sin ventanas y apenas iluminada. Elfuerte olor a excremento y a orines le dio náuseas. La silla era deforme yabsurda, con sus añadidos. Estaba empotrada en el piso y tenía correajes yanillos para sujetar los tobillos, las muñecas, el pecho y la cabeza. Sus brazosestaban revestidos de placas de cobre para facilitar el paso de la corriente. Unmanojo de cables salía del Trono hasta un escritorio o mostrador, donde secontrolaba el voltaje. En la mortecina luz, mientras lo sujetaban a la silla,reconoció entre Pechito León Estévez y Sánchez Rubirosa, la exangüe cara deRamfis. Se había cortado el bigote y estaba sin los eternos espejuelos Ray -Ban.Lo miraba con la mirada extraviada que le había visto cuando dirigía las torturasy asesinatos de los sobrevivientes de Constanza, Maimón y Estero Hondo de juniode 1959. Lo seguía mirando sin decir nada, mientras un calié lo rapaba, otro,arrodillado, le sujetaba los tobillos, y un tercero rociaba perfume por el local. Elgeneral Román Fernández resistió aquellos ojos.—Tú eres el peor de todos, Pupo —lo oyó decir, de pronto, la voz rota dedolor—. Todo lo que eres y todo lo que tienes se lo debes a papi. ¿Por qué lohiciste?—Por amor a mi Patria —se oy ó decir.Hubo una pausa. Ramfis habló otra vez:—¿Está complicado Balaguer?—No lo sé. Luis Amiama me dijo que lo habían sondeado, a través de sumédico. No parecía muy seguro. Tiendo a creer que no lo estaba.Ramfis movió la cabeza y Pupo se sintió lanzado con fuerza ciclónica haciaadelante. El sacudón pareció machacarle todos los nervios, del cerebro a los pies.Correas y anillos le cercenaban los músculos, veía bolas de fuego, agujas filudasle hurgaban los poros. Resistió sin gritar, sólo rugiendo. Aunque, a cada descarga—se sucedían con intervalos en que le echaban baldazos de agua para reanimarlo— perdía el conocimiento y quedaba ciego, volvía luego a la conciencia.Entonces, sus narices se llenaban de ese perfume de sirvientas. Trataba deguardar cierta compostura, de no humillarse pidiendo compasión. En la pesadillade la que nunca saldría, de dos cosas estuvo seguro: entre sus torturadores jamásapareció Johnny Abbes García, y, en algún momento, alguien que podía serPechito León Estévez, o el general Tuntin Sánchez, le hizo saber que Bibín habíatenido mejores reflejos que él, pues alcanzó a dispararse un balazo en la bocacuando el SIM lo fue a buscar a su casa de la Arzobispo Notiel con la José Rey es.Pupo se preguntó muchas veces si sus hijos Alvaro y José René, a quienes jamáshabló de la conspiración, habrían alcanzado a matarse.Entre sesión y sesión de silla eléctrica, lo arrastraban, desnudo, a un calabozohúmedo, donde baldazos de agua pestilente lo hacían reaccionar. Para impedirledormir le sujetaron los párpados a las cejas con esparadrapo. Cuando, pese atener los ojos abiertos, entraba en semiinconsciencia, lo despertaban golpeándolocon bates de béisbol. Varias veces le embutieron en la boca sustanciasincomestibles; alguna vez detectó excremento y vomitó. Luego, en ese rápidodescenso a la inhumanidad, pudo y a retener en el estómago lo que le daban. Enlas primeras sesiones de electricidad, Ramfis lo interrogaba. Repetía muchasveces la misma pregunta, a ver si se contradecía. (« ¿Está implicado elPresidente Balaguer?» ). Respondía haciendo esfuerzos inauditos para que lalengua le obedeciera. Hasta que oy ó risa y, luego, la voz incolora y algofemenina de Ramfis: « Cállate, Pupo. No tienes nada que contarme. Ya lo sétodo. Ahora sólo estás pagando tu traición a papi» . Era la misma voz conaltibajos discordantes de la orgía sanguinaria, luego del 14 de junio, cuandoperdió la razón y el jefe tuvo que mandarlo a una clínica psiquiátrica de Bélgica.Cuando ese último diálogo con Ramfis, y a no pudo verlo. Le habían quitadolos esparadrapos, arrancándole de paso las cejas, y una voz ebria y regocijada leanunció: « Ahora vas a tener oscuridad, para que duermas rico» . Sintió la agujaque perforaba sus párpados. No se movió mientras se los cosían. Le sorprendióque sellarle los ojos con hilos lo hiciera sufrir menos que los sacudones del Trono.Para entonces, había fracasado en sus dos intentos de matarse. El primero,lanzándose de cabeza con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared delcalabozo. Perdió el sentido y se ensangrentó los pelos, apenas. La segunda, estuvocerca de conseguirlo. Encaramándose en las rejas —le habían quitado lasesposas, preparándolo para una nueva sesión en El Trono— rompió la bombillaque iluminaba el calabozo. A cuatro patas, se tragó todos los vidrios, esperandoque una hemorragia interna acabara con su vida. Pero el SIM tenía dos médicosen permanencia y una pequeña asistencia dotada de lo indispensable paraimpedir que los torturados murieran por mano propia. Lo llevaron a laenfermería, le hicieron tragar un líquido que le provocó vómitos, y le metieronuna sonda para limpiarle las tripas. Lo salvaron, para que Ramfis y sus amigospudieran seguir matándolo a poquitos.Cuando lo castraron, el final estaba cerca. No le cortaron los testículos con uncuchillo, sino con una tijera, mientras estaba en el Trono. Oía risitassobreexcitadas y comentarios obscenos, de unos sujetos que eran sólo voces yolores picantes, a axilas y tabaco barato. No les dio el gusto de gritar. Leacuñaron sus testículos en la boca, y se los tragó, anhelando que todo estoapresurara su muerte, algo que el nunca sospechó podía desearse tanto.En algún momento, reconoció la voz de Modesto Díaz, el hermano delgeneral Juan Tomás Díaz, del que se decía era un dominicano tan inteligentecomo Cerebrito Cabral o el Constitucionalista Beodo. ¿Lo habían metido en lamisma celda? ¿Lo torturaban como a él? La voz de Modesto era amarga yacusatoria:—Estamos aquí por tu culpa, Pupo. ¿Por qué nos traicionaste? ¿No sabías quete pasaría esto? Arrepiéntete de haber traicionado a tus amigos y a tu país.No tuvo fuerzas para articular sonido alguno, ni abrir la boca. Algún tiempo,que podían ser horas, días o semanas luego de aquello, distinguió un diálogo entreun médico del SIM y Ramfis Trujillo:—Imposible prolongarle más la vida, mi general.—¿Cuánto le queda? —era Ramfis, sin la menor duda.—Unas horas, tal vez un día si le doblo el suero. Pero, en el estado en que sehalla, no resistirá una descarga. Es increíble que hay a aguantado cuatro meses,mi general.—Apártate un poquito entonces, no voy a permitir que muera de muertenatural. Ponte detrás de mí, no te vay a a rebotar un casquillo.Con felicidad, el general José René Román sintió la ráfaga final.  

La fiesta del chivoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora