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  Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de unplaneta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tezbruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania!Vaya ocurrencia. Felizmente y a nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs.Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo(« Mejor dicho, de Ciudad Trujillo» , cuando partió aún no habían devuelto sunombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D. C., nien New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y enel Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciabancorrectísimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se leocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en elcielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo comoafrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo.¿Sería también su padre el de la idea?Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el novenopiso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y elresplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo queaguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomadorompiendo sus prevenciones contra los somníferos. La superficie azul oscura delmar, sobrecogida por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizoen la remota Línea del horizonte, y, aquí, en la costa, rompe en olas sonoras yespumosas contra el Malecón, del que divisa pedazos de calzada entre laspalmeras y almendros que lo bordean. Entonces, el Hotel Jaragua miraba alMalecón de frente. Ahora, de costado. La memoria le devuelve aquella imagen—¿de ese día?— de la niña tomada de la mano por su padre, entrando en elrestaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron una mesa junto a laventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardín y la piscinacon trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio Español,rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel día? « No» , dice en vozalta. Al Jaragua de entonces lo habían demolido y reemplazado por estevoluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a SantoDomingo tres días atrás.¿Has hecho bien en volver? Te arrepentirás, Urania. Desperdiciar una semanade vacaciones, tú que nunca tenías tiempo para conocer tantas ciudades,regiones, países que te hubiera gustado ver —las cordilleras y los lagos nevadosde Alaska, por ejemplo— retornando a la islita que juraste no volver a pisar.¿Síntoma de decadencia? ¿Sentimentalismo otoñal? Curiosidad, nada más.Probarte que puedes caminar por las calles de esta ciudad que ya no es tuya,recorrer este país ajeno, sin que ello te provoque tristeza, nostalgia, odio,amargura, rabia. ¿O has venido a enfrentar a la ruina que es tu padre? Aaveriguar qué impresión te hace verlo, después de tantos años. Un escalofrío lecorre de la cabeza a los pies. ¡Urania, Urania! Mira que si, después de todos estosaños, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada, impermeableal desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes uncorazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental. Se echa a reír. Basta deboberías, muchacha.Se pone las zapatillas, el pantalón, la blusa de deportes, sujeta sus cabellos conuna redecilla. Bebe un vaso de agua fría y está a punto de encender la televisiónpara ver la CNN pero se arrepiente. Permanece junto a la ventana, mirando elmar, el Malecón, y luego, volviendo la cabeza, el bosque de techos, torres,cúpulas, campanarios y copas de árboles de la ciudad. ¡Cuánto ha crecido!Cuando la dejaste, en 1961, albergaba trescientas mil almas. Ahora, más de unmillón. Se ha llenado de barrios, avenidas, parques y hoteles. La víspera, se sintióuna extraña dando vueltas en un auto alquilado por los elegantes condominios deBella Vista y el inmenso parque El Mirador donde había tantos joggers como enCentral Park. En su niñez, la ciudad terminaba en el Hotel El Embajador; a partirde allí todo eran fincas, sembríos. El Country Club, donde su padre la llevaba losdomingos a la piscina, estaba rodeado de descampados, en vez de asfalto, casas ypostes del alumbrado como ahora.Pero la ciudad colonial no se ha remozado, ni tampoco Gazcue, su barrio. Yestá segurísima de que su casa cambió apenas. Estará igual, con su pequeñojardín, el viejo mango y el flamboyán de flores rojas recostado sobre la terrazadonde solían almorzar al aire libre los fines de semana; su techo de dos aguas y elbalconcito de su dormitorio, al que salía a esperar a sus primas Lucinda yManolita, y, ese último año, 1961, a espiar a ese muchacho que pasaba enbicicleta, mirándola de reojo, sin atreverse a hablarle. ¿Estaría igual por dentro?El reloj austríaco que daba las horas tenía números góticos y una escena de caza.¿Estaría igual tu padre? No. Lo has visto declinar en las fotos que cada ciertonúmero de meses o años te mandaban la tía Adelina y otros remotos parientesque continuaron escribiéndote, pese a que nunca contestaste sus cartas.Se deja caer en un sillón. El sol del amanecer alancea el centro de la ciudad;la cúpula del Palacio Nacional y el ocre pálido de sus muros destella suavementebajo la cavidad azul. Sal de una vez, pronto el calor será insoportable. Cierra losojos, ganada por una inercia infrecuente en ella, acostumbrada a estar siempreen actividad, a no perder tiempo en lo que, desde que volvió a poner los pies entierra dominicana, la ocupa noche y día: recordar. « Ésta hija mía siempretrabajando, hasta dormida repite la lección» . Eso decía de ti el senador AgustínCabral, el ministro Cabral, Cerebrito Cabral, jactándose ante sus amigos de laniña que sacó todos los premios, la alumna que las sisters ponían de ejemplo. ¿Sejactaría delante del Jefe de las proezas escolares de Uranita? « Me gustaría tantoque usted la conociera, sacó el Premio de Excelencia todos los años desde queentró al Santo Domingo. Para ella, conocerlo, darle la mano, sería la felicidad.Uranita reza todas las noches porque Dios le conserve esa salud de hierro. Y,también, por doña Julia y doña María. Háganos ese honor. Se lo pide, se lo ruega,se lo implora el más fiel de sus perros. Usted no puede negármelo: recíbala.¡Excelencia! ¡Jefe!» .¿Lo detestas? ¿Lo odias? ¿Todavía? « Ya no» , dice en voz alta. No habríasvuelto si el rencor siguiera crepitando, la herida sangrando, la decepciónanonadándote, envenenándola, como en tu juventud, cuando estudiar, trabajar, seconvirtieron en obsesionante remedio para no recordar. Entonces sí lo odiabas.Con todos los átomos de tu ser, con todos los pensamientos y sentimientos que tecabían en el cuerpo. Le habías deseado desgracias, enfermedades, accidentes.Dios te dio gusto, Urania. El diablo, más bien. ¿No es suficiente que el derramecerebral lo hay a matado en vida? ¿Una dulce venganza que estuviera hace diezaños en silla de ruedas, sin andar, hablar, dependiendo de una enfermera paracomer, acostarse, vestirse, desvestirse, cortarse las uñas, afeitarse, orinar,defecar? ¿Te sientes desagraviada? « No» .Toma un segundo vaso de agua y sale. Son las siete de la mañana. En laplanta baja del Jaragua la asalta el ruido, esa atmósfera y a familiar de voces,motores, radios a todo volumen, merengues, salsas, danzones y boleros, o rock yrap, mezclados, agrediéndose y agrediéndola con su chillería. Caos animado,necesidad profunda de aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del quefue tu pueblo, Urania. También, explosión de vida salvaje, indemne a las oleadasde modernización. Algo en los dominicanos se aferra a esa forma prerracional,mágica: ese apetito por el ruido. (« Por el ruido, no por la música.» ).No recuerda que, cuando ella era niña y Santo Domingo se llamaba CiudadTrujillo, hubiera un bullicio semejante en la calle. Tal vez no lo había; tal vez,treinta y cinco años atrás, cuando la ciudad era tres o cuatro veces más pequeña,provinciana, aislada y aletargada por el miedo y el servilismo, y tenía el almaencogida de reverencia y pánico al jefe, al Generalísimo, al Benefactor, alPadre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas TrujilloMolina, era más callada, menos frenética. Hoy, todos los sonidos de la vida,motores de automóviles, casetes, discos, radios, bocinas, ladridos, gruñidos, voceshumanas, parecen a todo volumen, manifestándose al máximo de su capacidadde ruido vocal, mecánico, digital o animal (los perros ladran más fuerte y lospájaros pían con más ganas). ¡Y que New York tenga fama de ruidosa! Nunca,en sus diez años de Manhattan, han registrado sus oídos nada que se parezca aesta sinfonía brutal, desafinada, en la que está inmersa hace tres días.El sol enciende las palmeras canas de enhiestas copas, la acera quebrada ycomo bombardeada por la cantidad de hoyos y los altos de basuras, que unasmujeres con pañuelos en la cabeza barren y recogen en unas bolsas insuficientes.« Haitianas» . Ahora están calladas, pero, ay er, cuchicheaban entre ellas encreole. Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudossentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores,desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad, acaso el país, se llenó dehaitianos. Entonces, no ocurría. ¿No lo decía el senador Agustín Cabral? « DelJefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho unpaís moderno y haber puesto en su sitio a los haitianos. ¡A grandes males, grandesremedios!» . El jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos,sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por loshambrientos y feroces vecinos. Vadeaban el río Masacre y venían a robarsebienes, animales, casas, quitaban el trabajo a nuestros obreros agrícolas,pervertían nuestra religión católica con sus brujerías diabólicas, violaban anuestras mujeres, estropeaban nuestra cultura, nuestra lengua y costumbresoccidentales e hispánicas, imponiéndonos las suyas, africanas y bárbaras. El Jefecortó el nudo gordiano: « ¡Basta!» . ¡A grandes males, grandes remedios! No sólojustificaba aquella matanza de haitianos del año treinta y siete; la tenía como unahazaña del régimen. ¿No salvó a la República de ser prostituida una segunda vezen la historia por ese vecino rapaz? ¿Qué importan cinco, diez, veinte milhaitianos si se trata de salvar a un pueblo?Camina deprisa, reconociendo los hitos: el Casino de Güibia, convertido enclub, y el balneario ahora apestado por las cloacas; pronto llegará a la esquina delMalecón y la avenida Máximo Gómez, el itinerario del jefe en sus caminatasvespertinas. Desde que los médicos le advirtieron que era bueno para el corazón,iba de la Estancia Radhamés hacia la Máximo Gómez, con una escala en casa dedoña Julia, la Excelsa Matrona, donde Uranita entró una vez a decir un discursoque casi no pudo pronunciar, y bajaba hasta este malecón George Washington,en esta esquina doblaba y seguía hasta el obelisco imitado del de Washington, apaso vivo, rodeado de ministros, asesores, generales, ayudantes, cortesanos, arespetuosa distancia, los ojos alertas, el corazón esperanzado, aguardando ungesto, un ademán que les permitiera acercarse al jefe, escucharlo, merecer undiálogo, aunque fuera una recriminación. Todo, menos ser mantenidos lejos, enel infierno de los olvidados. « ¿Cuántas veces paseaste entre ellos, papá? ¿Cuántasmereciste que te hablara? Y cuántas volviste entristecido porque no te llamó,temeroso de no estar ya en el círculo de los elegidos, de haber caído entre losréprobos. Siempre viviste aterrado de que contigo se repitiera la historia deAnselmo Paulino. Y se repitió, papá» .Urania se ríe y una pareja en bermudas que camina en dirección contrariacree que es con ellos: « Buenos días» . Pero no es con ellos que se ríe, sino con laimagen del senador Agustín Cabral trotando cada tarde por este Malecón, entrelos sirvientes de lujo, atento, no a la cálida brisa, los rumores del mar, laacrobacia de las gaviotas ni a las radiantes estrellas del Caribe, sino a las manos,los ojos, los movimientos del jefe, que tal vez lo llamarían, prefiriéndolo a losdemás. Ha llegado al Banco Agrícola. Luego vendrá la Estancia Ramfis, dondecontinúa la Secretaría de Relaciones Exteriores, y el Hotel Hispaniola. Y mediavuelta.« Calle César Nicolás Penson, esquina Galván» , piensa. ¿Iría o regresaría aNew York sin echar una ojeada a su casa? Entrarás y le preguntarás a laenfermera por el inválido y subirás al dormitorio y a la terraza donde lo sacan adormir sus siestas, esa terraza que se ponía roja con las flores del flamboyán.« Hola, papá. Cómo estás, papá. ¿No me reconoces? Soy Urania. Claro, qué mevas a reconocer. La última vez yo tenía catorce y ahora cuarenta y nueve. Unapunta de años, papá. ¿No era ésa la edad que tú tenías, el día que me fui aAdrian? Si, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve. Un hombre en plena madurez.Ahora, estás por cumplir ochenta y cuatro. Te has vuelto viejísimo, papá» . Siestá en condiciones de pensar, habrá tenido mucho tiempo en estos años parahacer un balance de su larga vida. Habrás pensado en tu hija ingrata, que entreinta y cinco años no te contestó una carta, ni envió una foto, ni una felicitaciónde cumpleaños, Navidades o Año Nuevo, que ni siquiera cuando te vino elderrame y tías, tíos, primos y primas creían que te morías, vino ni preguntó portu salud. Qué hija malvada, papá.La casita de César Nicolás Penson, esquina Galván, ya no recibirá a losvisitantes, en el vestíbulo de la entrada, donde se acostumbraba poner la imagende la Virgencita de la Altagracia, con esa placa de bronce jactancioso: « En estacasa Trujillo es el Jefe» . ¿O la has conservado, en prueba de lealtad? Lalanzarías al mar como los miles de dominicanos que la compraron y colgaron enel lugar más visible de la casa, para que nadie fuera a dudar de su fidelidad aljefe, y que, cuando el hechizo se trizó quisieron borrar las pistas, avergonzados delo que ella representaba: su cobardía. A que tú también la desapareciste, papá.Ha llegado al Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doblerío de autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y leparece que todos llevan la radio encendida y que el ruido le reventará lostímpanos. A ratos, de algún vehículo asoma una cabeza masculina y un instantelos suy os se encuentran con unos ojos varoniles que le miran los pechos, laspiernas o el trasero. Ésas miradas. Está esperando un hueco que le permita cruzary una vez más se dice, como ayer, como anteayer, que está en tierradominicana. En New York ya nadie mira a las mujeres con ese desparpajo.Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay en cada una de sus tetas ymuslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus nalgas. Cierra los ojos,presa de un ligero vahído. En New York, y a ni los latinos, dominicanos,colombianos, guatemaltecos, miran así. Han aprendido a reprimirse, entendidoque no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, loscaballos a las y eguas, los puercos a las puercas.En un intervalo de vehículos, cruza, a la carrera. En vez de dar media vueltay emprender el regreso hacia el Jaragua, sus pasos, no su voluntad, la llevan acontornear el Hispaniola y regresar por Independencia, una avenida que, si no latraiciona su memoria, avanza desde aquí, cargada de una doble alameda defrondosos laureles cuyas crestas se abrazan sobre la calzada, refrescándola, hastabifurcarse y desaparecer y a en plena ciudad colonial. Cuántas veces caminastede la mano de tu padre, bajo la sombra rumorosa de los laureles deIndependencia. Bajaban desde César Nicolás Penson hasta esta avenida e ibanhasta el parque Independencia. En la heladería italiana, a mano derecha, alcomenzar El Conde, tomaban un helado de coco, mango o guay aba. Quéorgullosa te sentías de la mano de ese señor —el senador Agustín Cabral, elministro Cabral—. Todos lo conocían. Se acercaban, le daban la mano, sequitaban el sombrero, le hacían venias, guardias y militares chocaban los tacos alverlo pasar. Cómo echarías de menos esos años en que eras tan importante, papá,cuando te volviste un pobre diablo del montón. A ti se contentaron con insultarteen El Foro Público, pero no te metieron a la cárcel como a Anselmo Paulino. ¿Eslo que más temías, cierto? Que, un buen día, el jefe ordenara: ¡Cerebrito a lacárcel! Tuviste suerte, papá.Lleva tres cuartos de hora y falta un buen trecho hasta el hotel. Si hubierasacado dinero, se metería a cualquier cafetería a tomar desay uno y descansar. Elsudor la obliga a secarse la cara todo el tiempo. Los años, Urania. A los cuarentay nueve ya no se es joven. Por más que te conserves mejor que otras. Pero, noestás para ser arrumbada como trasto viejo, a juzgar por esas miradas que, aderecha e izquierda, se posan en su cara y su cuerpo, insinuantes, codiciosas,descaradas, insolentes, de machos acostumbrados a desvestir con los ojos y lospensamientos a todas las hembras de la calle. « Unos cuarenta y nueve añosmaravillosamente bien llevados, Uri» , dijo Dick Litney, su colega y amigo debufete en New York, el día de su cumpleaños, audacia que ningún varón de laoficina se hubiera permitido a menos de tener, como Dick esa noche, dos o treswhiskys en el cuerpo. Pobre Dick. Se ruborizó y confundió cuando Urania locongeló con una de esas miradas lentas con las que desde hace treinta y cincoaños enfrenta las galanterías, chistes subidos de color, gracias, alusiones omajaderías de los hombres, y, a veces, de las mujeres.Se detiene, para recuperar el aliento. Siente su corazón descontrolado, supecho subiendo y bajando. Está en la esquina de Independencia y MáximoGómez, esperando entre un racimo de hombres y mujeres para cruzar. Su narizregistra una variedad tan grande de olores como el sinfín de ruidos que martilleansus oídos: el aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubosde escape, lengüetas humosas que se deshacen o quedan flotando sobre lospeatones; olores a grasa y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenesy se ofrecen viandas y bebidas, y ese aroma denso, indefinible, tropical, aresinas y matorrales en descomposición, a cuerpos transpirando, un aireimpregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protege,demorando su disolución y evanescencia. Es un olor cálido, que toca alguna fibraíntima de su memoria y la devuelve a su infancia, a las trinitarias multicolorescolgadas de techos y balcones, a esta avenida Máximo Gómez. ¡El Día de lasMadres! Por supuesto. Mayo de sol radiante, lluvias diluviales, calor. Las niñaselegidas del Colegio Santo Domingo para traerle flores a Mamá Julia, la ExcelsaMatrona, progenitora del Benefactor, espejo y símbolo de la madre quisquey ana.Vinieron en una guagua del colegio, en sus uniformes blancos inmaculados,acompañadas de la superiora y de sister Mary. Ardías de curiosidad, orgullo,cariño y respeto. Ibas a entrar en representación del colegio a casa de MamáJulia. Ibas a recitarle el poema « Madre y maestra, Matrona Excelsa» , quehabías escrito, aprendido y recitado decenas de veces, ante el espejo, ante tuscompañeras, ante Lucinda y Manolita, ante papá, ante las sisters, y que habíasrepetido en silencio para estar segura de no olvidar una sílaba. Llegado el gloriosoinstante, en la gran casa rosada de Mamá Julia, aturdida por los militares,señoras, ay udantes, delegaciones que atestaban jardines, cuartos, pasillos,sobrecogida de emoción, ternura, al dar un paso adelante apenas a un metro de laanciana que le sonreía con benevolencia desde su mecedora, con el ramo derosas que acababa de entregarle la superiora, se le cerró la garganta y su mentequedó en blanco. Te echaste a llorar. Escuchabas risas, palabras animosas, de lasseñoras y señores que rodeaban a Mami Julia.La Excelsa Matrona hizo que te acercaras, risueña. Entonces, Uranita secompuso, se secó las lágrimas, se enderezó y, firme y rápida, aunque sin laentonación debida, recitó « Madre y maestra, Matrona Excelsa» , de corrido.La aplaudieron. Mamá Julia le acarició los cabellos y su boquita fruncida enmil arrugas la besó.Por fin, cambia la luz. Urania continúa su marcha, protegida del sol por lasombra de los árboles de la Máximo Gómez. Hace una hora que camina. Esgrato andar bajo los laureles, descubrir esos arbustos de florecillas rojas y pistilodorado, la cayena o sangre de Cristo, absorbida en sus pensamientos, arrulladapor la anarquía de voces y músicas, atenta sin embargo a los desniveles, baches,hoyos, deformaciones de las veredas en que está constantemente a punto detropezar, o de meter un pie en las basuras que husmean perros callejeros. ¿Erasfeliz, entonces? Cuando fuiste con ese grupo de alumnas del Santo Domingo allevarle flores y recitarle el poema, en el Día de las Madres, a la ExcelsaMatrona, lo eras. Aunque, desde que aquella figura protectora bellísima, de suinfancia, se eclipsó de la casita de César Nicolás Penson, quizás la noción defelicidad se evaporó también de la vida de Urania. Pero tu padre y tus tíos —sobre todo, la tía Adelina y el tío Aníbal, y las primas Lucindita y Manolita— ylos antiguos amigos hicieron lo posible para llenar la ausencia de tu madre conmimos y halagos, de modo que no te sintieras sola, disminuida. Tu padre habíasido tu padre y tu madre aquellos años. Por eso lo habías querido tanto. Por eso tehabía dolido tanto, Urania.Cuando llega a la puerta trasera del Jaragua, ancha reja por donde entran losautomóviles, los may ordomos, los cocineros, las camareras, los barrenderos, nose detiene. ¿Dónde vas? No ha tomado decisión alguna. Por su cabeza,concentrada en su niñez, en su colegio, en los domingos en que iba con su tíaAdelina y sus primas a las tandas infantiles del Cine Elite, no ha cruzado la ideade no entrar al hotel a ducharse y desayunar. Sus pies han decidido seguir.Camina sin vacilar, segura del rumbo, entre peatones y automóviles impacientespor los semáforos. ¿Seguro quieres ir donde estás y endo, Urania? Ahora, sabesque irás, aunque tengas que lamentarlo.Dobla a la izquierda en Cervantes y avanza hacia la Bolívar, reconociendocomo en sueños los chalets de uno o dos pisos, con cercos y jardines, terrazasdescubiertas y garajes, que le despiertan un sentimiento familiar, imágenespreservadas, deterioradas, ligeramente descoloridas, desportilladas, afeadas conañadidos y pegotes, cuartitos erigidos en las azoteas, ensamblados en los flancos,en medio de los jardines, para alojar a los vástagos que se casan y no puedenvivir solos y vienen a añadirse a las familias, exigiendo más espacio. Cruzalavanderías, farmacias, florerías, cafeterías, placas de dentistas, médicos,contadores y abogados. En la avenida Bolívar va como si estuviera tratando dealcanzar a alguien, como si fuera a echarse a correr. El corazón se le sale por laboca. En cualquier momento, te desplomarás. A la altura de Rosa Duarte, tuercea la izquierda y corre. Pero, el esfuerzo le resulta excesivo y vuelve a andar,ahora más despacio, muy cerca del muro blancuzco de una casa, por si el vértigose repite y debe apoyarse en algo hasta recobrar el aliento. Salvo un ridículoedificio angostísimo de cuatro pisos, donde estaba la casita con púas del doctorEstanislas que la operó de las amígdalas, nada ha cambiado; hasta juraría queesas sirvientas que barren los jardines y las fachadas la van a saludar: « Hola,Uranita. Cómo estás, muchacha. Cuánto has crecido, niña. Adónde tan apurada,Santa Madre de Dios» .La casa tampoco ha cambiado tanto, aunque el gris de sus paredes lorecordaba intenso y es ahora desvaído, con lamparones, descascarado. El jardínse ha transformado en matorral de yerbas, hojas muertas y grama seca. Nadielo habrá regado ni podado hace años. Ahí está el mango. ¿Era ése el flamboy án?Debió de serlo, cuando tenía hojas y flores; ahora, es un tronco de brazos peladosy raquíticos.Se recuesta en la puerta de hierro calado que da al jardín. El caminito delosetas con yerbas en las junturas está enmohecido y, en la terraza y el porche,hay una silla vencida, con una pata rota. Han desaparecido los muebles decretona amarilla. También, la lamparita de la esquina, con cristales esmerilados,que iluminaba la terraza, en torno a la cual se aglomeraban las mariposas de díay zumbaban insectos de noche. El balconcito de su dormitorio y a no tiene latrinitaria malva que lo cubría: es un voladizo de cemento, con manchasherrumbrosas.Al fondo de la terraza, se abre una puerta con largo gemido. Una figurafemenina, enfundada en un uniforme blanco, la mira con curiosidad:—¿Busca a alguien?Urania no puede hablar; está tan agitada, emocionada, asustada. Permanecemuda, mirando a la desconocida.—¿Qué se le ofrece? —pregunta la mujer.—Yo soy Urania —dice, al fin—. La hija de Agustín Cabral.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now