XXII

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  Cuando, todavía sin salir del sueño, oy ó repicar el teléfono, el Presidente JoaquínBalaguer presintió algo gravísimo. Levantó el auricular a la vez que se restregabalos ojos con la mano libre. Oy ó al general José René Román, convocándolo a unareunión de alto nivel en el Estado May or del Ejército. « Lo han matado» , pensó.La conjura había tenido éxito. Se despertó del todo. No podía perder tiempoapiadándose o encolerizándose; por el momento, el problema era el jefe de lasFuerzas Armadas. Carraspeó, y dijo, despacio: « Si ha ocurrido algo tan grave,como Presidente de la República no me corresponde estar en un cuartel, sino enel Palacio Nacional. Voy para allá. Le sugiero que la reunión se celebre en midespacho. Buenas noches» . Colgó, antes de que el ministro de las FuerzasArmadas tuviera tiempo de contestarle.Se levantó y se vistió, sin hacer ruido, para no despertar a sus hermanas.Habían matado a Trujillo, era seguro. Y estaba en marcha un golpe de Estado,encabezado por Román. ¿Para qué podía llamarlo a la Fortaleza 18 deDiciembre? Para obligarlo a renunciar, arrestarlo o exigirle que apoyara ellevantamiento. Lucía torpe, mal planeado. En vez de telefonear, debió mandarleuna patrulla. Román, por más que estuviera al mando de las Fuerzas Armadas,carecía de prestigio para imponerse a las guarniciones. Aquello iba a fracasar.Salió y pidió al retén de guardia que despertara a su chofer. Mientras éste lollevaba al Palacio Nacional por una avenida Máximo Gómez desierta y aoscuras, anticipó las horas siguientes: enfrentamientos entre guarnicionesrebeldes y leales y posible intervención militar norteamericana. Washingtonrequeriría algún simulacro constitucional para esta acción, y, en estos momentos,el Presidente de la República representaba la legalidad. Su cargo era decorativo,cierto. Pero, muerto Trujillo, se cargaba de realidad. Dependía de su conductaque pasara, de mero embeleco, a auténtico jefe de Estado de la RepúblicaDominicana. Tal vez, sin saberlo, desde que nació, en 1906, esperaba estemomento. Una vez más se repitió la divisa de su vida: ni un instante, por ningunarazón, perder la calma.Ésta decisión se vio reforzada apenas entró al Palacio Nacional y percibió eldesbarajuste que reinaba. Habían doblado la guardia y por pasadizos y escalerascirculaban soldados armados, buscando a quien disparar. Algunos oficiales, alverlo caminando sin premura a su despacho, parecieron aliviados; tal vez élsabría qué hacer. No llegó a su oficina. En el salón de visitas contiguo al despachodel Generalísimo, vio a la familia Trujillo: la esposa, la hija, los hermanos,sobrinos y sobrinas. Se dirigió a ellos con la expresión grave que el momentoexigía. Angelita tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba pálida; pero en la caragruesa y estirada de la doña María había rabia, inconmensurable rabia.—¿Qué nos va a pasar, doctor Balaguer? —balbuceó Angelita, cogiéndolo delbrazo.—Nada, nada les pasará —la confortó. Abrazó también a la Prestante Dama—: Lo importante es mantener la serenidad. Armarnos de valor. Dios nopermitirá que Su Excelencia haya muerto.Una simple ojeada le bastó para saber que esa tribu de pobres diablos habíaperdido la brújula. Petán, agitando una metralleta, daba vueltas sobre sí mismocomo un perro que quiere morderse la cola, sudando y vociferando sandecessobre los cocuyos de la cordillera, su Ejército particular, en tanto que HéctorBienvenido (Negro), el ex Presidente, parecía atacado de idiotismo catatónico:miraba el vacío, la boca llena de saliva, como si tratara de recordar quién era ydónde estaba. Y hasta el más infeliz de los hermanos del jefe, Amable Romeo(Pipi), estaba allí, vestido como pordiosero, acurrucado en una silla, boquiabierto.En los sillones, las hermanas de Trujillo, Nieves Luisa, Marina, Julieta, OfeliaJaponesa, se secaban los ojos o lo miraban, implorando ayuda. A todos les fuemurmurando palabras de aliento. Había un vacío y era preciso llenarlo cuantoantes.Fue al despacho y llamó al general Santos Mélido Marte, inspector general delas Fuerzas Armadas, el oficial de la alta jerarquía militar con el que tenía másantigua relación. No estaba enterado de nada y quedó tan estupefacto con lanoticia que durante medio minuto sólo pudo articular: « Dios mío, Dios mío» . Lepidió que llamara a los comandantes generales y jefes de guarniciones en toda laRepública, les asegurara que el probable magnicidio no había alterado el ordenconstitucional y que contaban con la confianza del Jefe del Estado, quien losreconfirmaba en sus cargos. « Me pongo manos a la obra, señor Presidente» , sedespidió el general.Le avisaron que el nuncio apostólico, el cónsul norteamericano y elencargado de negocios del Reino Unido estaban a la entrada de Palacio, retenidospor la guardia. Los hizo pasar. No los traía el atentado, sino la captura violenta demonseñor Reilly, por hombres armados que habían entrado al Colegio SantoDomingo rompiendo las puertas. Dispararon al aire, golpearon a las monjas y alos sacerdotes redentoristas de San Juan de la Maguana que acompañaban alobispo y mataron a un perro guardián. Se habían llevado al prelado a empellones.—Señor Presidente, lo hago responsable de la vida de monseñor Reilly —loconminó el nuncio.—Mi gobierno no tolerará que se atente contra su vida —le advirtió eldiplomático estadounidense—. No necesito recordarle el interés en Washingtonpor Reilly, que es ciudadano norteamericano.—Tomen asiento, por favor —les señaló las sillas que rodeaban su escritorio.Levantó el teléfono y pidió que lo comunicaran con el general Virgilio GarcíaTrujillo, jefe de la Base Aérea de San Isidro. Se volvió a los diplomáticos—: Lolamento más que ustedes, créanme. No ahorraré esfuerzo para poner remedio aesta barbaridad.Poco después, escuchó la voz del sobrino carnal del Generalísimo. Sin quitarla vista al trío de visitantes, dijo, pausado:—Le hablo como Presidente de la República, general. Me dirijo al jefe deSan Isidro y también al sobrino preferido de Su Excelencia. Le ahorro lospreliminares, en vista de lo grave de la situación. En un acto de granirresponsabilidad, algún subalterno, tal vez el coronel Abbes García, ha hechoarrestar al obispo Reilly, sacándolo a la fuerza del Colegio Santo Domingo. Tengodelante a los representantes de Estados Unidos, Gran Bretaña y el Vaticano. Sialgo ocurre a monseñor Reilly, que es ciudadano norteamericano, puede ocurriruna catástrofe al país. Incluso, un desembarco de la infantería de marina. Nonecesito decirle lo que esto significaría para nuestra Patria. En nombre delGeneralísimo, de su tío, lo exhorto a evitar una desgracia histórica.Esperó la reacción del general Virgilio García Trujillo. Aquél jadeo nerviosodelataba indecisión.—No fue idea mía, doctor —lo oyó murmurar, por fin—. Ni siquiera meinformaron de este asunto.—Lo sé muy bien, general Trujillo —lo ay udó Balaguer—. Usted es unoficial sensato y responsable. Jamás cometería semejante locura. ¿Estámonseñor Reilly en San Isidro? ¿O lo han llevado a La Cuarenta?Hubo un largo silencio, erizado de púas. Temió lo peor.—¿Está vivo monseñor Reilly? —insistió Balaguer.—Está en una dependencia de la Base de San Isidro, a dos kilómetros de aquí,doctor. El comandante del centro, Rodríguez Méndez, no permitió que lo mataran.Me acaba de informar.El Presidente dulcificó la voz:—Le ruego que vay a usted, en persona, como enviado mío, a rescatar amonseñor. A pedirle disculpas en nombre del gobierno por el error cometido. Y,luego, acompañe al obispo hasta mi despacho. Sano y salvo. Es un ruego alamigo y también una orden del Presidente de la República. Tengo plenaconfianza en usted.Los tres visitantes lo miraban desconcertados. Se puso de pie y fue a suencuentro. Los acompañó hasta la puerta. Al estrecharles la mano, murmuró:—No estoy seguro de ser obedecido, señores. Pero, ya ven, hago lo que estáa mi alcance para que se imponga la razón.—¿Qué va a ocurrir, señor Presidente? —preguntó el cónsul—. ¿Aceptarán suautoridad los trujillistas?—Dependerá mucho de Estados Unidos, mi amigo. Francamente, no lo sé.Ahora, discúlpenme, señores.Volvió a la sala donde estaba la familia Trujillo. Había más gente. El coronelAbbes García explicaba que uno de los asesinos, apresado en la ClínicaInternacional, había delatado a tres cómplices: el general retirado Juan TomásDíaz, Antonio Imbert y Luis Amiama. Sin duda, había muchos otros. Entrequienes escuchaban, suspensos, descubrió al general Román; tenía la camisacaqui empapada, la cara sudorosa y apretaba su metralleta con las dos manos.Bullía en sus ojos el enloquecimiento del animal que se sabe perdido. Las cosasno le habían salido bien, era evidente. Con su vocecita desafinada, el rechonchojefe del SIM aseguró que, según el exmilitar Pedro Livio Cedeño, la conspiraciónno tenía ramificaciones en las Fuerzas Armadas. Mientras lo escuchaba, se dijoque había llegado el momento de enfrentarse con Abbes García, quien lo odiaba.Él sólo le tenía desprecio. En momentos como éste, por desgracia, no solíanimponerse las ideas sino las pistolas. Pidió a Dios, en quien creía a ratos, que sepusiera de su lado.El coronel Abbes García lanzó la primera arremetida. Dado el vacío dejadopor el atentado, Balaguer debía renunciar para que alguien de la familia ocuparala Presidencia. Con su intemperancia y grosería, Petán lo apoyó: « Sí, querenuncie» . Él escuchaba, callado, las manos entrelazadas sobre el vientre, comoun apacible párroco. Cuando las miradas se volvieron hacia él, asintió contimidez, como excusándose de verse forzado a intervenir. Con modestia, recordóque ocupaba la Presidencia por decisión del Generalísimo. Renunciaría en el actosi ello servía a la nación, por supuesto. Pero se permitía sugerir que, antes deromper el orden constitucional, esperaran la llegada del general Ramfis. ¿Podíaexcluirse al primogénito del jefe en asunto tan grave? La Prestante Dama losecundó en el acto: no aceptaba decisión alguna sin que estuviera presente su hijomay or. Según anunció el coronel Luis José León Estévez (Pechito), Ramfis yRadhamés hacían preparativos ya en París para alquilar un avión de Air France.La cuestión quedó aplazada.Mientras regresaba a su despacho, se dijo que la verdadera batalla no deberíalibrarla contra los hermanos de Trujillo, esa pandilla de matones idiotas, sinocontra Abbes García. Era un sádico demente, sí, pero de una inteligencialuciferina. Acababa de cometer un traspiés, olvidándose de Ramfis. MaríaMartínez se había vuelto su aliada. Él sabía cómo sellar esa alianza: la avaricia dela Prestante Dama sería útil, en las circunstancias actuales. Pero lo urgente eraimpedir un levantamiento. A la hora de estar en su escritorio, llegó la llamada delgeneral Mélido Marte. Había hablado con todas las regiones militares y loscomandantes le aseguraron su lealtad al gobierno constituido. Sin embargo, tantoel general César A. Oliva, de Santiago de los Caballeros, como el general GarcíaUrbáez, de Dajabón, y el general Guarionex Estrella, de La Vega, estabaninquietos por las comunicaciones contradictorias del secretario de las FuerzasArmadas. ¿Sabía algo el señor Presidente?—Nada en concreto, pero me imagino lo que usted, mi amigo —dijoBalaguer al general Mélido Marte—. Llamaré por teléfono a esos comandantes,a fin de tranquilizarlos. Ramfis Trujillo se encuentra ya volando de regreso, paraasegurar la conducción militar del país.Sin pérdida de tiempo, llamó a los tres generales y les reiteró que gozaban desu confianza. Les pidió que, asumiendo todos los poderes administrativos ypolíticos, garantizaran el orden en sus regiones y, hasta la llegada del generalRamfis, despacharan sólo con él. Cuando se despedía del general GuarionexEstrella Sadhalá, los edecanes le anunciaron que el general Virgilio GarcíaTrujillo estaba en la antesala, con el obispo Reilly. Hizo que pasara, solo, elsobrino de Trujillo.—Ha salvado usted a la República —le dijo, abrazándolo, algo que no hacíajamás—. Si se cumplían las órdenes de Abbes García y ocurría algo irreparable,los marines estarían desembarcando en Ciudad Trujillo.—No eran órdenes de Abbes García solamente —le repuso el jefe de la Basede San Isidro. Lo notó confundido—. Quien ordenó al comandante RodríguezMéndez, del centro de detención de la Fuerza Aérea, que fusilara al obispo, fuePechito León Estévez. Dijo que era decisión de mi cuñado. Sí, de Pupo enpersona. No lo entiendo. Ninguno me consultó siquiera. Fue un milagro queRodríguez Méndez se negara a hacerlo antes de hablar conmigo.El general García Trujillo cultivaba su físico y la indumentaria —bigotito a lamexicana, cabello engominado, uniforme cortado y planchado como para ir auna parada y los infaltables espejuelos Ray-Ban en el bolsillo— con la mismacoquetería que su primo Ramfis, de quien era íntimo. Pero ahora se lo veía con lacamisa medio salida y despeinado; en sus ojos había recelo y dudas.—No entiendo por qué Pupo y Pechito tomaron una decisión así, sin hablarantes conmigo. Querían comprometer a la Fuerza Aérea, doctor.—El general Román estará tan afectado con lo del Generalísimo que nocontrola sus nervios —lo excusó el Presidente—. Felizmente, Ramfis se halla yaen camino. Su presencia es imprescindible. A él, como general de cuatro estrellase hijo del jefe, le corresponde asegurar la continuidad de la política delBenefactor.—Pero Ramfis no es político, odia la política y usted lo sabe, doctor Balaguer.—Ramfis es un hombre muy inteligente y adoraba a su padre. No podránegarse a asumir el papel que la Patria espera de él. Nosotros lo convenceremos.El general García Trujillo lo miró con simpatía.—Puede usted contar conmigo para lo que haga falta, señor Presidente.—Los dominicanos sabrán que, esta noche, usted salvó a la República —repitió Balaguer, mientras lo acompañaba hasta la puerta—. Tiene usted una granresponsabilidad, general. San Isidro es la Base más importante del país, y por eso,de usted depende que se mantenga el orden. Cualquier cosa, llámeme; heordenado que se dé prioridad a sus llamadas.El obispo Reilly debía haber pasado unas horas de espanto en manos de loscaliés. Tenía el hábito desgarrado y embarrado, y unos surcos profundos hundíansu cara demacrada, con una mueca de horror todavía gravitando en ella. Semantenía erecto y silencioso. Escuchó con dignidad las excusas y explicacionesdel Presidente de la República y hasta hizo un esfuerzo por sonreír al agradecerlesus gestiones para liberarlo: « Perdónelos, señor Presidente, porque no saben loque hacen» . En eso, se abrió la puerta, y, metralleta en mano, sudoroso, lamirada bestializada por el miedo y la rabia, irrumpió en el despacho el generalRomán. Un segundo bastó al Presidente para saber que, si no ganaba la iniciativa,este primate empezaría a disparar. « Ah, monseñor, mire quién está aquí» .Efusivo, agradeció al ministro de las Fuerzas Armadas que viniera a presentarexcusas, en nombre de la institución militar, al señor obispo de San Juan de laMaguana por el malentendido de que había sido víctima. El general Román,petrificado en medio del despacho, pestañeaba con expresión estúpida. Teníalegañas en los ojos, como si acabara de despertar. Sin decir palabra, luego dedudar unos segundos, alargó la mano hacia el obispo, tan desconcertado con loque ocurría como el general. El Presidente despidió a monseñor Reilly en lapuerta.Cuando volvió a su escritorio, Pupo Román vociferaba: « Usted me debe unaexplicación. Quién carajo se cree usted, Balaguer» , accionando y pasándole sumetralleta por la cara. El Presidente permaneció imperturbable, mirándolo a losojos. Sentía en la cara una invisible lluvia, la saliva del general. Éste energúmenono se atrevería y a a disparar. Luego de soltar denuestos y palabrotas en medio defrases incoherentes, Román calló. Seguía en el mismo sitio, resollando. Con vozsuave y deferente, el Presidente le aconsejó que hiciera un esfuerzo porcontrolarse. En estos momentos, el jefe de las Fuerzas Armadas debía darejemplo de ponderación. Pese a sus insultos y amenazas, estaba dispuesto aay udarlo, si lo necesitaba. El general Román prorrumpió, de nuevo, en unsoliloquio semidelirante, en el que, de buenas a primeras le hizo saber que habíadado orden de ejecutar al mayor Segundo Imbert y a Papito Sánchez, presos enLa Victoria, por complicidad con el asesinato del Jefe. No quiso seguirescuchando confidencias tan peligrosas. Sin decir nada, salió del despacho. Ya nole cupo duda: Román estaba relacionado con la muerte del Generalísimo. No seexplicaba de otro modo su conducta irracional.Regresó a la sala. Habían encontrado el cadáver de Trujillo en el baúl de uncarro, en el garaje del general Juan Tomás Díaz. Nunca más, en sus largos añosde vida, olvidaría el doctor Balaguer la descomposición de aquellas caras, elllanto de aquellos ojos, la expresión de orfandad, extravío, desesperación, deciviles y militares, cuando el sanguinolento cadáver cosido a balazos, la caradesfigurada por el proy ectil que le destrozó el mentón, quedó extendido sobre lamesa desnuda del comedor de Palacio donde hacía unas horas habían sidoagasajados Simon y Dorothy Gittleman, y comenzó a ser desvestido y lavadopara que un equipo de médicos examinara los restos y los preparara para elvelatorio. De la reacción de todos los presentes, la que más le impresionó fue lade la viuda. Doña María Martínez observó el despojo como hipnotizada, muyderecha en esos zapatos de altas plataformas sobre los que parecía siempreencaramada. Tenía los ojos dilatados y enrojecidos, pero no lloraba. De pronto,rugió, manoseando: « ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Hay que matarlos a todos!» . Eldoctor Balaguer se apresuró a pasarle un brazo por los hombros. Ella no se zafó.La sentía respirar hondo, resoplando. Temblaba de manera convulsiva. « Tendránque pagar, tendrán que pagar» , repetía. « Moveremos cielo y tierra para que asísea, doña María» , le musitó en el oído. En ese instante, tuvo un pálpito: ahora, eneste momento, debía remachar lo y a alcanzado con la Prestante Dama, despuéssería tarde.Presionando cariñosamente su brazo, como para alejarla del espectáculo quela hacía sufrir, llevó a doña María Martínez hacia uno de los saloncitos contiguosal comedor. Apenas comprobó que estaban solos, cerró la puerta.—Doña María, usted es una mujer excepcionalmente fuerte —le dijo, conafecto—. Por eso me atrevo en momentos tan dolorosos, a turbar su pena con unasunto que puede parecerle inoportuno. Pero, no lo es. Actúo guiado por laadmiración y el cariño. Siéntese, por favor.La redonda cara de la Prestante Dama lo miraba con desconfianza. Él lesonrió, entristecido. Era impertinente, sin duda, atosigarla con cosas prácticas,cuando su espíritu estaba absorbido por un quebranto atroz. Pero ¿y el futuro? ¿Notenía doña María una larga vida por delante? ¿Quién sabía lo que podía ocurrirluego de este cataclismo? Era imprescindible que tomara algunas precauciones,pensando en el porvenir. La ingratitud de los pueblos estaba comprobada, desde latraición de Judas a Cristo. El país lloraría a Trujillo y bramaría contra susasesinos, ahora. ¿Seguiría, mañana, leal a la memoria del Jefe? ¿Y si triunfaba elresentimiento, esa enfermedad nacional? No quería hacerle perder tiempo. Iba alo concreto, por tanto. Doña María debía asegurarse, poner a salvo de cualquiereventualidad los legítimos bienes adquiridos gracias al esfuerzo de la familiaTrujillo, y que, además, tanto habían beneficiado al pueblo dominicano. Yhacerlo antes de que los reajustes políticos constituyeran, más tarde, unimpedimento. El doctor Balaguer sugería que lo discutiera con el senador HenryChirinos, encargado de supervigilar los negocios familiares, y estudiar qué partedel patrimonio podía ser transferido de inmediato al extranjero, sin muchapérdida. Era algo que todavía se podía hacer en la más absoluta discreción. ElPresidente de la República tenía la facultad de autorizar operaciones de este tipo—la conversión de pesos dominicanos en divisas por el Banco Central, porejemplo—, pero cómo saber si luego ello seguiría siendo posible. ElGeneralísimo fue siempre reacio a estas transferencias, por sus elevadosescrúpulos. Mantener esa política en las actuales circunstancias sería, con perdónde la expresión, una insensatez. Era un consejo amistoso, inspirado en la devocióny la amistad.La Prestante Dama lo escuchó en silencio, mirándolo a los ojos. Por fin,asintió, reconocida:—Yo sabía que usted es un amigo leal, doctor Balaguer —dijo, muy segurade sí misma.—Espero demostrárselo, doña María. Confío en que no hay a tomado mal miconsejo.—Es un buen consejo, en este país nunca se sabe qué puede pasar —rezongóella, entre dientes—. Hablaré con el doctor Chirinos mañana mismo. ¿Todo sehará con la may or discreción?—Por mi honor, doña María —afirmó el Presidente, tocándose el pecho.Vio que una duda alteraba la expresión de la viuda del Generalísimo. Yadivinó lo que ella le iba a pedir:—Le ruego que ni siquiera a mis hijos hable usted de este asuntito —dijo,muy bajo, como si temiera que ellos pudieran oírla—. Por razones que seríalargo de explicar.—A nadie, ni siquiera a ellos, doña María —la tranquilizó el Presidente—. Porsupuesto. Permítame reiterarle cuánto admiro su carácter, doña María. Sin usted,el Benefactor jamás hubiera hecho todo lo que hizo.Había ganado otro punto en su guerra de posiciones contra Johnny AbbesGarcía. La respuesta de doña María Martínez resultaba previsible: la codicia eraen ella más fuerte que cualquier otra pasión. En efecto, al doctor Balaguer laPrestante Dama le inspiraba cierto respeto. Para mantenerse tantos años junto aTrujillo, de amante primero, luego de esposa, la Españolita tenía que haberse idodespojando de toda sensiblería, de todo sentimiento —sobre todo, la piedad—, yrefugiándose en el cálculo, un frío cálculo, y, acaso, también el odio.La reacción de Ramfis, en cambio, lo desconcertó. A las dos horas de haberllegado con Radhamés, el play boy Porfirio Rubirosa y un grupo de amigos en elavión alquilado a Air France, a la Base de San Isidro —Balaguer fue el primeroen abrazarlo, al pie de la escalerilla—, y y a afeitado y vestido con su uniformede general de cuatro estrellas, se presentó en Palacio Nacional a rendirhomenaje a su padre.No lloró, no abrió la boca. Estaba lívido y con una extraña expresión en surostro afligido y apuesto, de sorpresa, de pasmo, de rechazo, como si aquellafigura y acente, vestida de etiqueta, el pecho lleno de condecoraciones, instaladaen el suntuoso cajón, rodeado de candelabros, en esa estancia cubierta decoronas fúnebres, no pudiera ni debiera estar allí, como si, por estarlo, revelarauna falla en el orden del Universo. Estuvo largo rato mirando el cadáver de supadre, haciendo unas muecas que no podía reprimir; parecía que sus músculosfaciales trataran de repeler una invisible telaraña adherida a su piel. « Yo no serétan generoso como tú fuiste con tus enemigos» , lo oyó decir al fin. Entonces, eldoctor Balaguer, que estaba a su lado, vestido de riguroso luto, le habló al oído:« Es indispensable que conversemos unos minutos, general. Ya sé que es unmomento muy difícil para usted. Pero hay asuntos impostergables» .Sobreponiéndose, Ramfis asintió. Fueron, solos, al despacho de la Presidencia.Por el camino, veían por las ventanas la gigantesca, la proliferante multitud, a laque se seguían añadiendo grupos de hombres y mujeres venidos de las afuerasde Ciudad Trujillo y pueblos vecinos. La cola, en filas de cuatro o cinco, era devarios kilómetros y los guardias armados apenas podían contenerla. Llevabanmuchas horas esperando. Había escenas desgarradoras, llantos, alardeshistéricos, entre los que y a habían alcanzado los graderíos de Palacio y se sentíancerca de la cámara fúnebre del Generalísimo.El doctor Joaquín Balaguer siempre supo que de esta conversación dependíasu futuro y el de la República Dominicana. Por eso, decidió algo que sólo hacíaen casos extremos, pues iba contra su natural cauteloso: jugarse el todo por eltodo, en una suerte de exabrupto. Esperó que el hijo may or de Trujillo estuvierasentado frente a su escritorio —por las ventanas se movía, como mar sublevado,la inmensa muchedumbre arremolinada, esperando llegar hasta el cadáver delBenefactor—, y, siempre con su manera calmada, sin denotar la más mínimainquietud, le dijo lo que había cuidadosamente preparado:—De usted, y sólo de usted, depende que perdure algo, mucho, o nada, de laobra realizada por Trujillo. Si su herencia desaparece, la República Dominicanase hundirá de nuevo en la barbarie. Volveremos a competir con Haití, como antesde 1930, por ser la nación más miserable y violenta del hemisferio occidental.Durante el largo rato que habló, Ramfis no lo interrumpió una sola vez. ¿Loescuchaba? No asentía ni negaba; sus ojos, fijos en él parte del tiempo, a ratos seextraviaban, y el doctor Balaguer se decía que con miradas así debieron iniciarseaquellas crisis de enajenación y depresión extrema, por las que fue recluido enclínicas psiquiátricas de Francia y Bélgica. Pero, si lo escuchaba, Ramfissopesaría sus razones. Pues, aunque borrachín, calavera, sin vocación política niinquietudes cívicas, hombre cuy a sensibilidad parecía agotarse en lossentimientos que le inspiraban las mujeres, los caballos, los aviones y los tragos,y que podía ser tan cruel como su padre, le constaba que era inteligente.Probablemente el único de esa familia con una cabeza capaz de avizorar lo queestaba más allá de sus narices, su vientre y su falo. Tenía una mente rápida,aguda, que, cultivada, hubiera podido dar excelentes frutos. A esa inteligencia sedirigió su exposición, de una franqueza temeraria. Estaba convencido de que erala última carta que le quedaba, si no quería ser barrido como papel inservible porlos señores de las pistolas.Cuando calló, el general Ramfis estaba aún más pálido que cuando observabael cadáver de su padre.—Usted podría perder la vida por la mitad de las cosas que me ha dicho,doctor Balaguer.—Lo sé, general. La situación no me dejaba otra salida que hablarle consinceridad. Le he expuesto la única política que creo posible. Si usted ve otra,enhorabuena. Tengo mi renuncia lista aquí en este cajón. ¿Debo presentarla alCongreso?Ramfis dijo que no con la cabeza. Tomó aire y, luego de un momento, con sumelodiosa voz de actor de radioteatros, se explicó:—Por otros caminos, yo llegué hace tiempo a conclusiones parecidas —hizoun movimiento con los hombros, de resignación—. Es verdad, no creo que hay aotra política. Para librarnos de los marines y de los comunistas, para que la OEAy Washington nos levanten las sanciones. Acepto su plan. Cada paso, cadamedida, cada acuerdo, tendrá que consultarlo conmigo y esperar mi visto bueno.Eso sí. La jefatura militar y la seguridad son asunto mío. No aceptointerferencias, ni suya, ni de funcionarios civiles, ni de los y anquis. Nadie quehay a estado directa o indirectamente vinculado al asesinato de papi, quedará sincastigo.El doctor Balaguer se puso de pie.—Sé que usted lo adoraba —dijo, solemne—. Habla bien de sus sentimientosfiliales que quiera vengar ese horrendo crimen. Nadie, y y o menos que nadie,obstaculizará su empeño en hacer justicia. Ése es, también, mi más fervientedeseo.Cuando se despidió del hijo de Trujillo, bebió un vaso de agua, a sorbitos. Sucorazón recuperaba su ritmo. Se jugó la vida, pero la apuesta estaba ganada.Ahora, poner en marcha lo acordado. Comenzó a hacerlo en el entierro delBenefactor, en la iglesia de San Cristóbal. Su discurso fúnebre, lleno deconmovedores elogios al Generalísimo, atenuados, sin embargo, por sibilinasalusiones críticas, hizo derramar lágrimas a algunos cortesanos desavisados,desconcertó a otros, levantó las cejas de algunos y dejó a muchos confusos, peromereció las felicitaciones del cuerpo diplomático. « Comienzan a cambiar lascosas, señor Presidente» , aprobó el nuevo cónsul de Estados Unidos, reciénllegado a la isla. Al día siguiente, el doctor Balaguer convocó de urgencia alcoronel Abbes García. Nada más verlo, la abotargada cara roída por la desazón—se secaba el sudor con su infalible pañuelo colorado— se dijo que el jefe delSIM sabía perfectamente a qué venía.—¿Me llamó para hacerme saber que estoy destituido? —le preguntó, sinsaludarlo. Estaba de uniforme, el pantalón medio descolgado y la gorra ladeadade un modo cómico; además de la pistola al cinto, una metralleta colgaba de suhombro. Balaguer divisó detrás de él las caras facinerosas de cuatro o cincoguardaespaldas, que no entraron al despacho.—Para rogarle que acepte un nombramiento diplomático —dijo elPresidente, con amabilidad. Su manita minúscula le indicaba una silla—. Unpatriota con talento puede servir a su patria en campos muy diversos.—¿Adónde es el exilio dorado? —Abbes García no disimulaba su frustraciónni su cólera.—Al Japón —dijo el Presidente—. Acabo de firmar su nombramiento, comocónsul. Su sueldo y gastos de representación serán de embajador.—¿No podía mandarme más lejos?—No hay donde —se disculpó el doctor Balaguer, sin ironía—. El único paísmás alejado es Nueva Zelanda, pero no tenemos relaciones diplomáticas.El rechoncho personaje se movió en el asiento, resoplando. Una líneaamarilla, de infinito desagrado, circundaba el iris de sus ojos saltones. Retuvo unmomento el pañuelo rojo junto a sus labios, como si fuera a escupir en él.—Usted cree que ha triunfado, doctor Balaguer —dijo, injurioso—. Seequivoca. Está tan identificado como y o con este régimen. Tan manchado comoyo. Nadie se tragará el jueguito maquiavélico de que usted va a encabezar latransición hacia la democracia.—Es posible que fracase —admitió Balaguer, sin hostilidad—. Pero, debointentarlo. Para ello, algunos deben ser sacrificados. Siento que sea usted elprimero, pero no hay remedio: representa la peor cara del régimen. Una caranecesaria, heroica, trágica, lo sé. Me lo recordó, sentado en la silla que ustedocupa, el propio Generalísimo. Pero eso mismo lo vuelve insalvable en estosmomentos. Usted es inteligente, no necesito explicárselo. No creecomplicaciones inútiles al gobierno. Parta al extranjero y guarde discreción. Leconviene alejarse, hacerse invisible hasta que lo olviden. Tiene muchosenemigos. Y cuántos países quisieran echarle mano. Estados Unidos, Venezuela,la Interpol, el FBI, México, todo Centroamérica. Usted está mejor enterado queyo. Japón es un lugar seguro, y más con un estatuto diplomático. Entiendo quesiempre se interesó por el espiritualismo. ¿La doctrina rosacruz, no es verdad?Aproveche para profundizar esos estudios. Por lo demás, si quiere instalarse enotro lugar, no me diga dónde, por favor, seguirá percibiendo su sueldo. Hefirmado un cargo especial, para gastos de traslado e instalación. Doscientos milpesos, que puede retirar de Tesorería. Buena suerte.No le estiró la mano, porque supuso que el exmilitar (la víspera había firmadoel decreto separándolo del Ejército) no se la estrecharía. Abbes García estuvo unbuen rato inmóvil, con las pupilas inyectadas, observándolo. Pero el Presidentesabía que, hombre práctico, en vez de reaccionar con una bravata estúpida,aceptaría el mal menor. Lo vio levantarse e irse, sin decirle adiós. Él mismo dictóa un secretario el comunicado Informando que el excoronel Abbes García habíarenunciado al Servicio de Inteligencia, para cumplir una misión en el extranjero.Dos días después, El Caribe, entre los anuncios a cinco columnas de muertes ycapturas de los asesinos del Generalísimo, publicaba un recuadro en el que eldoctor Balaguer vio a Abbes García, embutido en un abrigo fileteado y unsombrero bombín de personaje de Dickens, subiendo la pasarela del avión.Para entonces, el Presidente había decidido que el nuevo líder parlamentario,encargado de hacer girar discretamente al Congreso hacia posiciones másaceptables a Estados Unidos y la comunidad occidental, fuera, no Agustín Cabral,sino el senador Henry Chirinos. Él hubiera preferido a Cerebrito, cuya sobriedadde costumbres coincidía con su manera de ser, en tanto que el alcoholismo delConstitucionalista Beodo le repugnaba. Pero eligió a éste porque rehabilitar degolpe a alguien caído en desgracia por decisión reciente de Su Excelencia, podíairritar a gentes del cogollo trujillista, a las que aún necesitaba. No provocarlosdemasiado, todavía. Chirinos era física y moralmente repulsivo; pero, infinito, sutalento de intrigante y tinterillo. Nadie conocía mejor las triquiñuelasparlamentarias. No habían sido nunca amigos —a causa del alcohol, queasqueaba a Balaguer— pero, apenas fue llamado al Palacio y el Presidente lehizo saber lo que esperaba de él, el senador exultó, tanto como cuando le pidióque facilitara, de la manera más celera e invisible, la transferencia al extranjerode fondos de la Prestante Dama. (« Noble preocupación la suya, señorPresidente: asegurar el futuro de una ilustre matrona en desgracias» ). En aquellaocasión, el senador Chirinos, todavía en tinieblas sobre lo que se gestaba, leconfesó que había tenido el honor de informar al SIM que Antonio de la Maza yel general Juan Tomás Díaz merodeaban por la ciudad colonial (los habíadivisado en un carro estacionado frente a la casa de un amigo, en la calleEspaillat) y le pidió sus buenos oficios para reclamar a Ramfis la recompensaque ofrecía por cualquier información que permitiera capturar a los asesinos desu padre. El doctor Balaguer le aconsejó que desistiera de esa gratificación y nopublicitara esa delación patriótica: podía perjudicar su futuro político de manerairremediable. Aquél a quien Trujillo apodaba entre los íntimos la InmundiciaViviente, entendió en el acto:—Permítame congratularlo, señor Presidente —exclamó, accionando, comotrepado en la tribuna—. Siempre pensé que el régimen debía abrirse a los nuevostiempos. Desaparecido el jefe, nadie mejor que usted para capear el temporal yconducir la nave dominicana hacia el puerto de la democracia. Cuente conmigocomo su colaborador más leal y dedicado.Lo fue, efectivamente. Él presentó en el Congreso la moción dando al generalRamfis Trujillo los poderes supremos de la jerarquía castrense y autoridadmáxima en todas las cuestiones militares y policiales de la República, e instruy óa diputados y senadores sobre la nueva política, que impulsaba el Presidente,destinada, no a negar el pasado ni rechazar la Era de Trujillo, sino a superarladialécticamente, aclimatándola a los nuevos tiempos, de manera que Quisquey a,a medida que —sin dar un paso atrás— perfeccionaba su democracia, fueserecibida de nuevo, por sus hermanas americanas, en la OEA, y, levantadas lassanciones, reincorporada a la comunidad internacional. En una de sus frecuentesreuniones de trabajo con el Presidente Balaguer, el senador Chirinos preguntó, nosin cierta inquietud, los planes que Su Excelencia tenía respecto al exsenadorAgustín Cabral.—He ordenado que le descongelen las cuentas bancarias y que se lereconozcan los servicios prestados al Estado, de modo que pueda recibir unapensión —le informó Balaguer—. Por el momento, su retorno a la vida políticano parece oportuno.—Coincidimos plenamente —aprobó el senador—. Cerebrito, a quien me unevieja relación, es conflictivo y despierta enemistades.—El Estado puede utilizar su talento, siempre que no figure demasiado —añadió el mandatario—. Le he propuesto una asesoría legal en la administración.—Sabia decisión —volvió a aprobar Chirinos—. Agustín siempre tuvo muybuena cabeza jurídica.Habían pasado apenas cinco semanas de la muerte del Generalísimo y loscambios eran considerables. Joaquín Balaguer no podía quejarse: en ese tiempobrevísimo, de Presidente pelele, un don nadie, pasó a ser el auténtico jefe deEstado, (cargo que reconocían tirios y troy anos) y, sobre todo, los EstadosUnidos. Aunque reticentes al principio, cuando él explicó sus planes al nuevocónsul, ahora tomaban más en serio su promesa de ir llevando a pocos al paíshacia una democracia plena, dentro del orden, sin permitir que se aprovecharanlos comunistas. Cada dos o tres días tenía reuniones con el expeditivo John CalvinHill —un diplomático con corpachón de cowboy, que hablaba sin irse por lasramas—, a quien acabó por convencer de que, en esta etapa, había que tener aRamfis como aliado. El general había aceptado su plan de apertura gradual.Tenía el control militar en sus manos, y, gracias a ello, esas bestias gangsteriles dePetán y Héctor, así como los primitivos militarotes allegados a Trujillo, estaban araya. De otro modo, y a lo habrían depuesto. Tal vez, Ramfis creía que, con lasconcesiones que autorizaba a Balaguer —el regreso de algunos exiliados, laaparición de una tímida crítica al régimen de Trujillo en las radios y los diarios(el más beligerante era uno nuevo, que salió en agosto, La Unión Cívica), losmítines públicos de las fuerzas opositoras que comenzaban a ganar la calle, laderechista Unión Cívica Nacional de Viriato Fiallo y Ángel Cabral, y elizquierdista Movimiento Revolucionario Severo 14 de junio— podía tener, él, unfuturo político. ¡Cómo si alguien apellidado Trujillo pudiera volver a figurar en lavida pública de este país! Por el momento, no sacarlo del error. Ramfiscontrolaba los cañones y tenía la adhesión de los militares; descomponer a lasFuerzas Armadas hasta extirparles el trujillismo tomaría tiempo. Las relacionesdel gobierno con la Iglesia eran otra vez excelentes; él tomaba té a veces con elnuncio apostólico y el arzobispo Pittini.El problema que no podía resolver de modo aceptable a la opinióninternacional, era « los derechos humanos» . Había diarias protestas por lospresos políticos, los torturados, los desaparecidos, los asesinados, en La Victoria,El Nueve, La Cuarenta, y cárceles y cuarteles del interior. A su despacho llovíanmanifiestos, cartas, telegramas, informes, comunicaciones diplomáticas. Nopodía hacer mucho. Mejor dicho, nada, salvo prometer vaguedades, y mirar alotro lado. Cumplía con dejar a Ramfis las manos libres. Aun queriéndolo,tampoco hubiera podido incumplir el compromiso. El hijo del Generalísimohabía despachado a doña María y a Angelita a Europa, y seguía, incansable,buscando cómplices, como si la conspiración para matar a Trujillo fueramultitudinaria. Un día, el joven general le preguntó a boca de jarro:—¿Sabe que Pedro Livio Cedeño quiso complicarlo en la conjura para matara papi?—No me extraña —sonrió el Presidente, sin alterarse—. La mejor defensade los asesinos es comprometer a todo el mundo. Sobre todo, gente cercana alBenefactor. Los franceses llaman a eso « intoxicación» .—Si uno solo más de los asesinos lo confirmaba, usted hubiera corrido lasuerte de Pupo Román —Ramfis parecía sobrio, pese al aliento que despedía—.En estos momentos, maldice haber nacido.—No quiero saberlo, general —lo atajó Balaguer, estirando una manita—.Usted tiene el derecho moral de vengar el crimen. Pero, no me dé detalles, se loruego. Es más fácil enfrentar las críticas que recibo del mundo entero, si no meconsta que los excesos que denuncian son ciertos.—Muy bien. Sólo le informaré de la captura de Antonio Imbert y LuisAmiama, si los capturamos —Balaguer vio que la carita de galán se extraviaba,como siempre que mencionaba a los dos únicos participantes en el complot queno estaban presos ni muertos—. ¿Cree que están todavía en el país?—A mi juicio, sí —afirmó Balaguer—. Si hubieran huido al extranjero,habrían convocado conferencias de prensa, recibido premios, aparecerían entodas las televisiones. Estarían disfrutando de su supuesta condición de héroes. Sehallan escondidos por aquí, sin duda.—Entonces, tarde o temprano, caerán —murmuró Ramfis—. Tengo miles dehombres buscándolos, casa por casa, agujero por agujero. Si siguen en laRepública Dominicana, caerán. Y, si no, no hay lugar en el mundo donde selibren de pagar por la muerte de papi. Aunque me gaste en ello hasta el últimocentavo.—Deseo que se cumplan sus deseos, general —dijo un comprensivo Balaguer—. Permítame una súplica. Procure guardar las formas. La delicada operaciónde mostrar al mundo que el país se abre a la democracia, se frustraría si hay unescándalo. Otro Caso Galíndez, digamos, u otro Caso Betancourt.Sólo en lo concerniente a los conspiradores era intratable el hijo delGeneralísimo. Balaguer no perdía el tiempo intercediendo por su liberación —lasuerte de los detenidos estaba echada, y lo estaría la de Imbert y Amiama si loscapturaban—, algo que, por lo demás, no estaba muy seguro que favoreciera susplanes. Los tiempos cambiaban, en efecto. Los sentimientos de la multitud eranvolubles. El pueblo dominicano, trujillista a morir hasta el 30 de mayo de 1961,hubiera sacado los ojos y el corazón a Juan Tomás Díaz, Antonio de la Maza,Estrella Sadhalá, Luis Amiama, Huáscar Tejeda, Pedro Livio Cedeño, FifíPastoriza, Antonio Imbert y asociados, si se ponían a su alcance. Pero, laconsubstanciación mística con el jefe, en que el dominicano había vivido treintay un años, se eclipsaba. Los mítines callejeros convocados por los estudiantes, laUnión Cívica, el 14 de junio, al principio raquíticos, de puñaditos de asustadizos,luego de un mes, de dos meses, de tres meses, se habían multiplicado. No sólo enSanto Domingo (el Presidente Balaguer tenía lista la moción que devolvería sunombre a Ciudad Trujillo, y que el senador Chirinos haría aprobar en el Congresopor aclamación en el momento oportuno), donde a veces llenaban el parqueIndependencia; también en Santiago, La Romana, San Francisco de Macorís yotras ciudades. Se perdía el miedo y aumentaba el rechazo a Trujillo. Su finoolfato histórico decía al doctor Balaguer que ese nuevo sentimiento crecería,irresistible. Y, en un clima de antitrujillismo popular, los asesinos de Trujillo seconvertirían en poderosas figuras políticas. ¿A quién convenía eso? Por ello,fulminó un tímido intento de la Inmundicia Viviente, cuando, como líderparlamentario del nuevo movimiento balaguerista, vino a consultarle si creía queun acuerdo del Congreso amnistiando a los conspiradores del 30 de may oconvencería a la OEA y a Estados Unidos de que levantaran las sanciones.—La intención es buena, senador. Pero ¿y las consecuencias? La amnistíaheriría los sentimientos de Ramfis, quien haría asesinar de inmediato a todos losamnistiados. Nuestros esfuerzos podrían hacer agua.—Nunca dejará de asombrarme lo acerado de su percepción —exclamó elsenador Chirinos, poco menos que aplaudiendo.Fuera de este tema, Ramfis Trujillo —que vivía entregado a borracherascotidianas en la Base de San Isidro y en su casa a orillas del mar, en Boca Chica,adonde se había traído, acompañada de su madre, a su última amante, unabailarina del Lido de París, y dejado en aquella ciudad, embarazada, a su mujeroficial, la joven actriz Lita Milán— había mostrado una buena disposición aúnmás allá de lo que esperaba Balaguer. Se resignó a que se devolviera a CiudadTrujillo el nombre de Santo Domingo, y a que se rebautizaran las ciudades,localidades, calles, plazas, accidentes geográficos, puentes, llamadosGeneralísimo, Ramfis, Angelita, Radhamés, doña Julia o doña María, y no insistíaen que se castigara demasiado a los estudiantes, subversivos y vagos quedestrozaban las estatuas, placas, bustos, fotos y letreros de Trujillo y familia encalles, avenidas, parques y carreteras. Sin discusión aceptó la sugerencia deldoctor Balaguer de que, « en acto de desprendimiento patriótico» cediera alEstado, es decir al pueblo, las tierras, fincas y empresas agrarias delGeneralísimo y sus hijos. Ramfis lo hizo, en carta pública. De este modo, elEstado pasó a ser dueño del cuarenta por ciento de todas las tierras arables, lo quelo convirtió, después del cubano, en el que más empresas públicas tenía en elcontinente. Y el general Ramfis apaciguaba los ánimos de esos brutosdegenerados, los hermanos del jefe, a quienes la sistemática desaparición de losoropeles y símbolos del trujillismo dejaba perplejos.Una noche, luego de cenar con sus hermanas el austero menú de cada día,caldo de pollo, arroz blanco, ensalada y dulce de leche, cuando se ponía de piepara ir a acostarse, se desmayó. Perdió la conciencia sólo unos segundos, pero eldoctor Félix Goico lo previno: si seguía trabajando a ese ritmo, antes de fin deaño su corazón o su cerebro reventarían como una granada. Debía descansarmás —desde la muerte de Trujillo dormía tres o cuatro horas apenas—, hacerejercicio, y, los fines de semana, distraerse. Se obligó a permanecer en la camacinco horas cada noche, y, luego de la comida, caminaba, aunque, para evitarasociaciones comprometedoras, lejos de la avenida George Washington; iba alantiguo parque Ramfis, rebautizado parque Eugenio María de Hostos. Y, losdomingos, luego de la misa, para relajar su espíritu leía un par de horas poesíasrománticas y modernistas, o a los clásicos castellanos del Siglo de Oro. A veces,algún iracundo lo insultaba en la calle —« ¡Balaguer, muñequito de papel!,» —,pero, la may oría de las veces le hacían adiós: « Buenas, Presidente» . Lesagradecía, ceremonioso, quitándose el sombrero, que se acostumbró a llevarembutido hasta las orejas para que no se lo robara el viento.Cuando, el 2 de octubre de 1961, anunció en la Asamblea General de lasNaciones Unidas, en New York, que « en la República Dominicana está naciendouna democracia auténtica y un nuevo estado de cosas» , reconoció, ante elcentenar de delegados, que la dictadura de Trujillo había sido anacrónica, unaferoz conculcadora de libertades y derechos. Y pidió a las naciones libres que loay udaran a devolver la ley y la libertad a los dominicanos. A los pocos días,recibió una amarga carta de doña María Martínez, desde París. La PrestanteDama se quejaba de que el Presidente hubiera trazado un cuadro « injusto» de laEra de Trujillo, sin acordarse « de todas las cosas buenas que también hizo miesposo, y que usted mismo tanto le alabó a lo largo de treinta y un años» . Perono era María Martínez quien inquietaba al Presidente, sino los hermanos deTrujillo. Supo que Petán y Negro tuvieron una reunión tempestuosa con Ramfis,al que interpelaron: ¿iba a permitir que ese mequetrefe fuera a la ONU a hacerescarnio de su padre? ¡Había llegado la hora de sacarlo del Palacio Nacional yponer de nuevo a la familia Trujillo en el poder, como reclamaba el pueblo!Ramfis alegó que si daba el golpe de Estado, la invasión de los marínes seríainevitable: se lo había advertido John Calvin Hill en persona. La única posibilidadde conservar algo era cerrar filas detrás de esa frágil legalidad: el PresidenteBalaguer maniobraba con astucia para conseguir que la OEA y el StateDepartment levantaran las sanciones. Para ello se veía obligado a pronunciardiscursos como el de la ONU, contrarios a sus convicciones.Sin embargo, en la reunión que tuvo con el mandatario poco después de queéste regresara de New York, el hijo de Trujillo se mostró mucho menos tolerante.Su animosidad era tal que la ruptura parecía inevitable.—¿Va a seguir atacando a papi, como ha hecho en la Asamblea General? —sentado en la silla que había ocupado el jefe en su última entrevista horas antesde que lo mataran, Ramfis hablaba sin mirarlo, la vista clavada en el mar.—No tengo más remedio, general —asintió el Presidente, apenado—. Siquiero que crean que todo está cambiando, que el país se abre a la democracia,debo hacer un examen autocrítico del pasado. Es doloroso para usted, lo sé. No loes menos para mí. La política exige desgarramientos, a veces.Durante un buen rato, Ramfis no contestó. ¿Estaba bebido? ¿Drogado? ¿Seavecinaba una de esas crisis anímicas que lo ponían a las puertas de la locura?Con grandes ojeras azuladas, los ojos encendidos y desasosegados, hacía esaextraña mueca.—Ya se lo expliqué —añadió Balaguer—. Me he sujetado estrictamente a loque acordamos. Usted aprobó mi proy ecto. Pero, desde luego, sigue en pie lo queentonces le dije. Si prefiere tomar las riendas, no necesita sacar los tanques deSan Isidro. Le entrego mi renuncia ahora mismo.Ramfis lo miró largamente, con hastío.—Todos me lo piden —murmuró, sin entusiasmo—. Mis tíos, los comandantesde regiones, los militares, mis primos, los amigos de papi. Pero, y o no quierosentarme ahí donde está. A mi esta vaina no me gusta, doctor Balaguer. —¿Paraqué? ¿Para que me paguen como a él?Calló, con profundo desánimo.—Entonces, general, si usted no quiere el poder, ayúdeme a ejercerlo.—¿Más? —repuso Ramfis, burlón—. Si no fuera por mí, mis tíos lo hubieransacado a balazos hace rato.—No es bastante —replicó Balaguer—. Usted ve la agitación en las calles.Los mítines de la Unión Cívica y del 14 de junio son cada día más violentos. Estoempeorará si no les ganamos la mano.Volvieron los colores a la cara del hijo del Generalísimo. Esperaba con lacabeza avanzada, como preguntándose si el Presidente se atrevería a pedirle loque sospechaba.—Sus tíos deben irse —dijo suavemente el doctor Balaguer—. Mientras esténaquí, ni la comunidad internacional, ni la opinión pública, creerán en el cambio.Sólo usted puede convencerlos.¿Iba a insultarlo? Ramfis lo miraba con asombro, como si no crey era lo quehabía oído. Hubo otra larga pausa.—¿Me va a pedir que y o también me vay a de este país que hizo papi, paraque la gente se trague la pendejada de los tiempos nuevos?Balaguer esperó unos segundos.—Sí, también —musitó, con el alma en vilo—. Usted también. No todavía.Después de hacer partir a sus tíos. De ayudarme a consolidar el gobierno, dehacer entender a las Fuerzas Armadas que Trujillo y a no está aquí. Esto no esnovedad para usted, general. Siempre lo supo. Que lo mejor para usted, sufamilia y sus amigos, es que este proyecto salga adelante. Con la Unión Cívica oel 14 de junio en el poder, sería peor.No sacó el revólver, no lo escupió. Volvió a palidecer, a hacer esa mueca dealienado. Encendió un cigarrillo y echó varios copazos, contemplando deshacerseel humo que arrojaba.—Me hubiera ido, hace rato, de este país de pendejos y de ingratos —masculló—. Si hubiera encontrado a Amiama y a Imbert, y a no estaría aquí. Sonlos únicos que faltan. Una vez que cumpla la promesa que he hecho a papi, meiré.El Presidente le informó que había autorizado el regreso del exilio de JuanBosch y sus compañeros del Partido Revolucionario Dominicano. Le pareció queel general no escuchó sus explicaciones de que Bosch y el PRD se enfrascaríanen una lucha despiadada con la Unión Cívica y el 14 de junio por el liderazgo delantitrujillismo. Y que, de este modo, prestarían un buen servicio al gobierno.Porque lo verdaderamente peligroso eran los señores de la Unión CívicaNacional, donde había gente de dinero y conservadores con influencias enEstados Unidos, como Severo Cabral; y eso lo sabía Juan Bosch, quien haría todolo conveniente —y acaso lo inconveniente— para frenar el acceso al gobierno detan poderoso competidor.Quedaban unos doscientos cómplices, reales o supuestos, de la conjura en LaVictoria, y a estas gentes, una vez que los Trujillo partieran, convendríaamnistiarlas. Pero Balaguer sabía que el hijo de Trujillo jamás dejaría salir libresa los ajusticiadores todavía vivos. Se encarnizaría con ellos, como con el generalRomán, a quien torturó cuatro meses antes de anunciar que se había suicidado deremordimiento por su traición (el cadáver nunca fue hallado), y con ModestoDíaz, a quien, si seguía vivo, debía estar maltratando todavía. El problema eraque los presos —la oposición los llamaba ajusticiadores— afeaban la nueva caraque él quería dar al régimen. Todo el tiempo estaban llegando misiones,delegaciones, políticos y periodistas extranjeros a interesarse por ellos, y elPresidente tenía que hacer malabares para explicar por qué no eran juzgadosaún, jurar que su vida sería respetada y que al juicio, pulquérrimo, asistiríanobservadores internacionales. ¿Por qué no había acabado Ramfis aún con ellos,como hizo con casi todos los hermanos de Antonio de la Maza —Mario, Bolívar,Ernesto, Pirolo, y muchos primos, sobrinos y tíos, asesinados a balazos o a golpesel día mismo de su arresto— en vez de tenerlos en capilla, para fermento deopositores? Balaguer sabía que la sangre de los ajusticiadores lo salpicaría: era eltoro bravo que le quedaba por lidiar.Pocos días después de aquella conversación, un telefonazo de Ramfis le trajouna excelente noticia: había convencido a sus tíos. Petán y Negro partirían paraunas largas vacaciones. El 25 de octubre, Héctor Bienvenido voló con su mujernorteamericana rumbo a Jamaica. Y Petán zarpó en la fragata PresidenteTrujillo a un supuesto crucero por El Caribe. El cónsul John Calvin Hill confesó aBalaguer que, ahora sí, crecía la posibilidad de que se levantaran las sanciones.—Que no demore mucho, señor cónsul —lo urgió el Presidente—. Cada día,la República se nos asfixia un poquito más.Las empresas industriales estaban casi paralizadas por la incertidumbrepolítica y las limitaciones para importar insumos; los comercios, vacíos por lacaída del ingreso. Ramfis malvendía las firmas no registradas a nombre de losTrujillo y las acciones al portador, y el Banco Central tenía que trasladar aquellassumas, convertidas en divisas al irreal cambio oficial de un peso por un dólar, abancos del Canadá y Europa. La familia no había transferido al extranjero tantasdivisas como el Presidente temía: doña María doce millones de dólares, Angelitatrece, Radhamés diecisiete y, hasta ahora, Ramfis, unos veintidós, lo que sumabasesenta y cuatro millones de dólares. Podía haber sido peor. Pero las reservas seiban a extinguir dentro de poco y y a no se podría pagar a soldados, maestros niempleados públicos.El 15 de noviembre, el ministro del Interior lo llamó aterrado: los generalesPetán y Héctor Trujillo habían regresado de manera intempestiva. Le rogó quese asilara; en cualquier momento estallaría el golpe militar. El grueso del Ejércitolos apoy aba. Balaguer citó de urgencia al cónsul Calvin Hill. Le explicó lasituación. A menos que Ramfis lo impidiera, muchas guarniciones apoy arían aPetán y Negro en su intento insurreccional. Habría una guerra civil de inciertoresultado y una matanza generalizada de antitrujillistas. El cónsul sabía todo. A suvez, le informó que el Presidente Kennedy, en persona, acababa de ordenar elenvío de una flota de guerra. Procedentes de Puerto Rico, navegaban hacia lascostas dominicanas el portaaviones Valley Forge, el crucero Little Rock, buqueinsignia de la Segunda Flota, y los destructores Hyman, Bristol y Beatty. Unos dosmil marines desembarcarían si había golpe.En una breve conversación por teléfono con Ramfis —estuvo tratando decomunicarse con él cuatro horas antes de conseguirlo— éste le dio una noticiaominosa. Había tenido una violenta discusión con sus tíos. No se irían del país.Ramfis les advirtió que, entonces, se iría él.—¿Qué va a ocurrir ahora, general?—Que, a partir de este momento, se queda usted solo en la jaula de las fieras,señor Presidente —se rió Ramfis—. Suerte.El doctor Balaguer cerró los ojos. Las horas, los días siguientes seríancruciales. ¿Qué pensaba hacer el hijo de Trujillo? ¿Partir? ¿Pegarse un tiro? Seiría a París, a reunirse con su mujer, su madre y sus hermanos, a consolarse confiestas, partidos de polo y mujeres en la bella casa que se compró en Neuilly. Yahabía sacado todo el dinero que podía; dejaba algunas propiedades inmuebles quetarde o temprano serían embargadas. En fin, eso no era problema. Lo eran lasbestias irracionales. Los hermanos del Generalísimo comenzarían pronto a pegartiros, lo único que hacían con destreza. En todas las listas de enemigos por liquidarque, según vox pópuli, había confeccionado Petán, Balaguer figuraba a la cabeza.De modo que, como decía un refrán que le gustaba citar, había que « vadear esterío despacito y por las piedras» . No tenía miedo, sólo tristeza de que la exquisitaorfebrería que había puesto en marcha se estropeara por el balazo de un matón.Al amanecer del día siguiente, su ministro del Interior lo despertó parainformarle que un grupo de militares había retirado el cadáver de Trujillo de sucripta en la iglesia de San Cristóbal. Lo trasladaron a Boca Chica, donde, frente alembarcadero privado del general Ramfis, estaba atracado el y ate Angelita.—No he oído nada, señor ministro —lo cortó Balaguer—. Usted no me hadicho nada, tampoco. Le aconsejo que descanse unas horas. Nos espera un díamuy largo.En contra de lo que aconsejó al ministro, él no se entregó al descanso. Ramfisno partiría sin liquidar a los asesinos de su padre y este asesinato podía echar porlos suelos sus laboriosos esfuerzos de estos meses para convencer al mundo deque, con él en la Presidencia, la República estaba volviéndose una democracia,sin la guerra civil ni el caos temidos por Estados Unidos y las clases dirigentesdominicanas. Pero ¿qué podía hacer? Cualquier orden suy a relativa a losprisioneros que contradijera las de Ramfis, sería desobedecida y pondría enevidencia su absoluta falta de autoridad con las Fuerzas Armadas.Sin embargo, misteriosamente, salvo la proliferación de rumores sobreinminentes levantamientos armados y masacres de civiles, ni el 16 ni el 17 denoviembre pasó nada. Él siguió despachando los asuntos corrientes, como si elpaís gozara de total tranquilidad. Al anochecer del 17 fue informado que Ramfishabía desocupado su casa de play a. Poco después, lo vieron bajarse borracho deun automóvil y lanzar una injuria y una granada —que no explotó— contra lafachada del Hotel El Embajador. Desde entonces, se ignoraba su paradero. A lamañana siguiente, una comisión de la Unión Cívica Nacional, presidida por ÁngelSevero Cabral, exigió ser recibida de inmediato por el Presidente: era de vida omuerte. La recibió. Severo Cabral estaba fuera de sí. Enarbolaba una hojagarabateada por Huáscar Tejeda a su mujer Lindin, contrabandeada de LaVictoria, revelándole que los seis acusados de la muerte de Trujillo (incluidosModesto Díaz y Tunti Cáceres) habían sido separados de los demás presospolíticos para ser transferidos a otra prisión. « Nos van a matar, amor» ,terminaba la misiva. El líder de la Unión Cívica exigió que los prisioneros fueranpuestos en manos del Poder Judicial o liberados por decreto presidencial. Lasesposas de los presos se manifestaban a las puertas de Palacio, con sus abogados.La prensa internacional había sido alertada, así como el State Department y lasembajadas occidentales.Un alarmado doctor Balaguer les aseguró que tomaría cartas en el asuntopersonalmente. No permitiría un crimen. Según sus informes, el traslado de losseis conjurados tenía por objeto, más bien, acelerar la instructiva. Se trataba deun mero trámite de reconstrucción del crimen, luego de lo cual el juiciocomenzaría sin demora. Y, por supuesto, con observadores de la CorteInternacional de La Hay a, a los que él mismo invitaría al país.Apenas partieron los dirigentes de la Unión Cívica, llamó al procuradorgeneral de la República, doctor José Manuel Machado. ¿Sabía por qué el jefe dela Policía Nacional, Marcos A. Jorge Moreno, había ordenado el traslado deEstrella Sadhalá, Huáscar Tejeda, Fifí Pastoriza, Pedro Livio Cedeño, TuntiCáceres y Modesto Díaz a las celdas del Palacio de justicia? El procuradorgeneral de la República no sabía nada. Reaccionó indignado: alguien usabaindebidamente el nombre del Poder Judicial, ningún juez había ordenado unanueva reconstrucción del crimen. Luciendo muy inquieto, el Presidente afirmóque aquello era intolerable. Ordenaría de inmediato al ministro de justiciainvestigar a fondo, deslindar responsabilidades e incriminar a quien hubiera lugar.Para dejar pruebas escritas de que lo hacía, dictó a su secretario unmemorándum, que ordenó llevar de urgencia al Ministerio de Justicia. Luego,llamó al ministro por teléfono. Lo encontró transtornado:—No sé qué hacer, señor Presidente. Tengo en la puerta a las mujeres de lospresos. Recibo presiones de todas partes para que informe y y o no sé nada. ¿Sabeusted por qué han sido trasladados a las celdas del Poder judicial? Nadie es capazde explicármelo. Ahora los están llevando a la carretera, para una nuevareconstrucción del crimen que nadie ha ordenado. No hay manera de acercarseallí, pues soldados de la Base de San Isidro acordonan la zona. ¿Qué debo hacer?—Vay a personalmente y exija una explicación —lo instruy ó el Presidente—.Es imprescindible que hay a testigos de que el gobierno ha hecho cuanto pudo porimpedir que se viole la ley. Hágase acompañar de los representantes de EstadosUnidos y Gran Bretaña.El doctor Balaguer llamó en persona a John Calvin Hill y le rogó que apoy araaquella gestión del ministro de Justicia. Al mismo tiempo, le informó que si,como parecía, el general Ramfis se aprestaba a abandonar el país, los hermanosde Trujillo pasarían a la acción.Siguió despachando, aparentemente absorbido por la situación crítica de lasfinanzas. No se movió del despacho a la hora de comida, y, trabajando con elsecretario de Estado de Finanzas y el gobernador del Banco Central, se negó arecibir llamadas o visitas. Al anochecer, su secretario le alcanzó una nota delministro de justicia, informándole que él y el cónsul estadounidense habían sidoimpedidos por soldados armados de la Aviación de acercarse al lugar de lareconstrucción del crimen. Le confirmaba que nadie en el Ministerio, la fiscalíani los tribunales había pedido, ni sido enterado, de aquel trámite, una decisiónexclusivamente militar. Al llegar a su casa, a las ocho y media de la noche,recibió una llamada del ahora jefe de la Policía, el coronel Marcos A. JorgeMoreno. La camioneta con tres guardias armados que, cumplido el trámitejudicial en la carretera, regresaba a los prisioneros a La Victoria, habíadesaparecido.—No ahorre esfuerzos para encontrarlos, coronel. Movilice todas las fuerzasque haga falta —le ordenó el Presidente—. Llámeme a cualquier hora.A sus hermanas, inquietas por los rumores de que los Trujillo habíanasesinado esta tarde a los que mataron al Generalísimo, les dijo que no sabíanada. Probablemente, invenciones de los extremistas para acrecentar el clima deagitación e inseguridad. Mientras las tranquilizaba con mentiras, conjeturó:Ramfis partiría esta noche, si no lo había hecho y a. El enfrentamiento con loshermanos Trujillo tendría lugar al amanecer, entonces. ¿Lo mandarían apresar?¿Lo matarían? Sus diminutos cerebros eran capaces de creer que, matándolo,podían atajar una maquinaria histórica que, muy pronto, los borraría de lapolítica dominicana. No sentía inquietud, sólo curiosidad.Cuando se estaba poniendo el pijama, llamó otra vez el coronel JorgeMoreno. La camioneta había sido encontrada: los seis prisioneros habían huido,luego de asesinar a los tres guardias.—Mueva cielo y tierra hasta encontrar a los prófugos —recitó, sin que lecambiara la voz—. Usted me responde por la vida de esos prisioneros, coronel.Ellos deben comparecer ante un tribunal, para ser juzgados de acuerdo a la leypor este nuevo crimen.Antes de dormirse, lo sobrecogió un sentimiento de lástima. No por losprisioneros, asesinados esta tarde sin duda por Ramfis en persona, sino por los tressoldaditos a los que el hijo de Trujillo también había hecho matar para darapariencia de verdad a la farsa de la fuga. Tres pobres guardias aniquilados enfrío, para dar visos de verdad a una fantochada que nadie creería nunca. ¡Quésangría inútil!Al día siguiente, camino al Palacio, ley ó en las páginas interiores de El Caribela fuga de los « asesinos de Trujillo, luego de ultimar alevosamente a los tresguardias que los llevaban de vuelta a La Victoria» . Sin embargo, el escándaloque temía no ocurrió; quedó opacado por otros acontecimientos. A las diez de lamañana, un patadón abrió la puerta de su oficina. Metralleta en mano y conracimos de granadas y revólveres en la cintura, irrumpió el general PetánTrujillo, seguido de su hermano Héctor, también vestido de general, y veintisietehombres armados de su guardia personal, cuyas caras le parecieron, además derufianescas, alcoholizadas. El disgusto que le produjo esta turba incivil fue másfuerte que el temor.—No puedo ofrecerles asiento, no tengo tantas sillas, lo siento —se disculpó elpequeño Presidente, incorporándose. Parecía tranquilo y su redonda caritasonreía con urbanidad.—Ha llegado la hora de la verdad, Balaguer —rugió el bestial Petán,escupiendo saliva. Blandía su metralleta, amenazador, y se la pasó por la cara alPresidente. Éste no retrocedió—. ¡Basta de pendejadas e hipocresías! Así comoRamfis acabó ay er con esos hijos de puta, vamos a acabar nosotros con los queandan sueltos. Empezando por los judas, enano traidor.También andaba algo borracho esta nulidad vulgar. Balaguer disimulaba suindignación y su aprehensión, con total dominio de sí mismo. Con calma, señalóla ventana:—Le ruego que me acompañe, general Petán —se dirigió luego a Héctor—.Usted también, por favor.Se adelantó y, ante el ventanal, apuntó hacia el mar. Era una mañanaradiante. Frente a las costas se divisaban, muy nítidas, destellando, las siluetas detres barcos de guerra norteamericanos. No se podía leer sus nombres, pero, sí,apreciar los largos cañones del crucero equipado de misiles Little Rock y de losportaaviones Valley Forge y Franklin D. Roosevelt, apuntando a la ciudad.—Esperan que ustedes tomen el poder para iniciar el cañoneo —dijo elPresidente, muy despacio—. Esperan que les den el pretexto, para invadirnosotra vez. ¿Quieren pasar a la historia como los dominicanos que permitieron unasegunda ocupación yanqui de la República? Si eso quieren, disparen y hagan demí un héroe. Mi sucesor no estará sentado en esta silla ni una hora.Ya que lo habían dejado pronunciar toda esa frase, se dijo, era improbableque lo mataran. Petán y Negro cuchicheaban, hablando al mismo tiempo y sinentenderse. Los matones y guardaespaldas se miraban, confusos. Por fin, Petánordenó a sus hombres que salieran. Cuando se vio solo en el despacho con los doshermanos, dedujo que había ganado la partida. Vinieron a sentarse frente a él.¡Los pobres diablos! ¡Qué incómodos se les notaba! No sabían por dóndeempezar. Había que facilitarles la tarea.—El país espera un gesto de ustedes —les dijo, con simpatía—. Que actúencon el desprendimiento y el patriotismo del general Ramfis. Su sobrino haabandonado el país para facilitar la paz.Petán lo interrumpió, malhumorado y directo:—Es muy fácil ser patriota cuando se tiene en el extranjero los millones y laspropiedades de Ramfis. Pero, ni Negro ni y o tenemos afuera casas, acciones, nicuentas corrientes. Todo nuestro patrimonio está aquí, en el país. Nosotros fuimoslos únicos pendejos en obedecer al jefe, que prohibió sacar dinero al extranjero.¿Es justo eso? No somos idiotas, señor Balaguer. Todas las tierras y bienes quetenemos aquí nos los van a confiscar.Se sintió aliviado.—Eso tiene remedio, señores —los tranquilizó—. ¡No faltaba más! Un gestogeneroso como el que la Patria les pide, tiene que ser recompensado.A partir de este momento, todo consistió en una aburrida negociacióncrematística, que confirmó al Presidente en su desprecio por las gentes ávidas dedinero. Era algo que, él, no había codiciado jamás. Transó al fin por unas sumasque le parecieron razonables, dadas la paz y la seguridad que ganaba con ello laRepública. Dio orden al Banco Central de que se entregaran dos millones dedólares a cada uno de los hermanos, y de que se cambiaran en divisas los oncemillones de pesos que tenían, parte en cajas de zapatos y el resto depositado enbancos de la capital. Para estar seguros de que el acuerdo se respetaría, Petán yHéctor exigieron que lo refrendara el cónsul norteamericano. Calvin Hillcompareció de inmediato, encantado de que las cosas se arreglaran con buenavoluntad y sin derramamiento de sangre. Felicitó al Presidente y sentenció: « Enlas crisis se conoce al verdadero estadista» . Bajando los ojos con modestia, eldoctor Balaguer se dijo que, con la partida de los Trujillo, habría tal explosión deexultación y alegría —algo de caos, también— que poca gente recordaría elasesinato de los seis prisioneros, cuy os cadáveres, qué duda podía caber, jamásaparecerían. El episodio no lo dañaría demasiado.En Consejo de Ministros, pidió acuerdo unánime del gabinete para unaamnistía política general, que vaciara las cárceles y anulara todos los procesosjudiciales por subversión, y ordenó que fuera disuelto el Partido Dominicano. Losministros, puestos de pie, lo aplaudieron. Entonces, con las mejillas algosonrojadas, el doctor Tabaré Alvarez Perey ra, su ministro de Salud, le hizo saberque desde hacía seis meses tenía escondido en su casa —la may or parte deltiempo emparedado en un angosto closet, entre batas y pijamas— al fugitivo LuisAmiama Tió.El doctor Balaguer encomió su espíritu humanitario y le dijo que acompañaraél mismo, al Palacio Nacional, al doctor Amiama, pues tanto él como donAntonio Imbert, quien, sin duda, aparecería ahora de un momento a otro, seríanrecibidos en persona por el Presidente de la República con el respeto y la gratitudque se merecían por los altos servicios prestados a la Patria.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now