XVIII

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  Cuando uno de los ayudantes militares hizo pasar al despacho a Luis Rodríguez,chofer de Manuel Alfonso, el Generalísimo se levantó para recibirlo, lo que nohacía ni con los más importantes personajes.—¿Cómo sigue el embajador? —le preguntó, ansioso.—Regular, Jefe —el chofer puso cara de circunstancias y se tocó la garganta—. Muchos dolores, otra vez. Ésta mañana me mandó traer al médico, para quele pusiera una inyección.Pobre Manuel. No era justo, coño. Que alguien que dedicó su vida a cuidar sucuerpo, a ser bello, elegante, a resistir esa maldita ley de la Naturaleza de quetodo debía afearse, fuera castigado así, en lo que más podía humillarlo: esa caraque respiraba vida, apostura, salud. Mejor se hubiera quedado en la mesa deoperaciones. Cuando lo vio al retornar a Ciudad Trujillo luego de la operación enla Clínica Mayo, al Benefactor se le aguaron los ojos. En qué ruina estabaconvertido. Y apenas se le entendía, ahora que le habían sacado media lengua.—Salúdalo de mi parte —el Generalísimo examinó a Luis Rodríguez; trajeoscuro, camisa blanca, corbata azul, zapatos lustrados: el negro mejor adornadode la República Dominicana—. ¿Qué noticias?—Muy buenas, jefe —chisporrotearon los ojazos de Luis Rodríguez—.Encontré a la muchacha, no hubo problema. Cuando usted diga.—¿Seguro que es la misma?La gran cara morena, con cicatrices y bigote, asintió varias veces.—Segurísimo. La que le entregó las flores el lunes, en nombre de la JuventudSancristobalense. Yolanda Esterel. Diecisiete añitos. Aquí está su foto.Era una fotografía de carnet escolar, pero Trujillo reconoció los ojitoslánguidos, la boquita de labios gruesos y los cabellos sueltos barriendo sushombros. La muchachita había desfilado al frente de las escuelas, llevando unagran fotografía del Generalísimo, ante la tribuna levantada en el parque centralde San Cristóbal, y luego subió al estrado a entregarle un ramo de rosas yhortensias envuelto en papel celofán. Recordó el cuerpecillo lleno, las formasdesarrolladas, los pechitos breves, sueltos, insinuados bajo la blusa, la caderasaliente. Un cosquilleo en los testículos le animó el espíritu.—Llévala a la Casa de Caoba, a eso de las diez —dijo, reprimiendo esefantaseo que le hacía perder tiempo—. Mis cariños a Manuel. Que se cuide.—Sí, Jefe, de su parte. La llevaré un poco antes de las diez.Se marchó haciendo venias. El Generalísimo llamó, por uno de los seisteléfonos de su escritorio laqueado, al retén de guardia en la Casa de Caoba, paraque Benita Sepúlveda tuviera las habitaciones con olor a anís y llenas de floresfrescas. (Era una precaución innecesaria, pues la cuidadora, sabiendo que podíaaparecer en cualquier momento, siempre tenía la Casa de Caoba brillando, peroél nunca dejaba de prevenirla). Ordenó a los ayudantes militares que tuvierandispuesto el Chevrolet y que llamaran a su chofer, edecán y guardaespaldas,Zacarías de la Cruz, pues esta noche, luego del paseo, iría a San Cristóbal.La perspectiva lo tenía entusiasmado. ¿No sería hija de aquella directora deescuela de San Cristóbal, que, diez años atrás, le recitó una poesía de SaloméUreña, durante otra visita política a su ciudad natal, excitándole tanto con susaxilas depiladas que exhibía al declamar, que abandonó la recepción oficial en suhonor apenas comenzada para llevarse a la sancristobalense a la Casa de Caoba?¿Terencia Esterel? Así se llamaba. Sintió otra vaharada de excitación imaginandoque Yolanda era hija o hermanita de aquella maestrilla. Iba deprisa, cruzando losjardines entre el Palacio Nacional y la Estancia Radhamés, y apenas escuchabalas explicaciones de un ay udante de la escolta: repetidas llamadas del secretariode Estado de las Fuerzas Armadas, general Román Fernández, poniéndose a susórdenes, por si Su Excelencia quería verlo antes del paseo. Ah, se asustó con lallamada de esta mañana. Se llevaría un susto mayor cuando lo rellenara decoños, mostrándole el charco de aguas mugrientas.Entró como una tromba a sus habitaciones de la Estancia Radhamés. Loesperaba el uniforme verde oliva de diario, dispuesto sobre la cama. Sinforosoera adivino. No le había dicho que iría a San Cristóbal, pero el viejo le teníapreparada la ropa con que iba siempre a la Hacienda Fundación. ¿Por qué seponía este uniforme de diario para la Casa de Caoba? No sabía. Ésa pasión por losritos, por la repetición de gestos y actos que abrigaba desde joven. Los signoseran favorables: ni el calzoncillo ni el pantalón tenían manchas de orina. Se lehabía disipado la irritación que le causó Balaguer, atreviéndose a objetar elascenso del teniente Víctor Alicinio Peña Rivera. Se sentía optimista,rejuvenecido con ese gracioso hormigueo en los testículos y la expectativa detener en los brazos a la hija o hermana de aquella Terencia de tan buen recuerdo.¿Sería virgen? Ésta vez no tendría la desagradable experiencia que tuvo con elesqueletito.Lo alegraba pasar la hora siguiente oliendo el aire salobre, recibiendo la brisamarina y viendo reventar las olas contra la Avenida. La gimnasia lo ayudaría aborrar el mal sabor de buena parte de esta tarde, algo que rara vez le ocurría:nunca fue propenso a depresiones ni pendejadas.Cuando salía, una sirvienta vino a decirle que doña María quería transmitirleun recado del joven Ramfis, quien había llamado de París. « Más tarde, mástarde, no tengo tiempo» . Una conversación con la vieja pijotera le estropearía elbuen humor.Cruzó de nuevo los jardines de la Estancia Radhamés a paso vivo, impacientepor llegar a la orilla del mar. Pero, antes, como todos los días, pasó por casa de sumadre, en la avenida Máximo Gómez. En la puerta de la gran residencia colorrosado de doña Julia, lo esperaba la veintena de personas que lo acompañaría,privilegiados que, por escoltarlo cada atardecer, eran envidiados y detestados porquienes no habían alcanzado semejante honor. Entre los oficiales y civilesagolpados en los jardines de la Excelsa Matrona que se abrieron en dos filas paradejarlo pasar, « Buenas tardes, jefe» , « Buenas tardes, Excelencia» , reconoció aNavajita Espaillat, al general José René Román —¡qué preocupación en los ojosdel pobre tonto!—, al coronel Johnny Abbes García, al senador Henry Chirinos, asu y erno el coronel León Estévez, a su amigo comarcano Modesto Díaz, alsenador Jeremías Quintanilla que acababa de reemplazar a Agustín Cabral comopresidente del Senado, al director de El Caribe, don Panchito, y, extraviado entreellos, al diminuto Presidente Balaguer. No dio la mano a nadie. Subió al primerpiso, donde doña Julia se sentaba en su mecedora a la hora del crepúsculo. Ahíestaba la anciana, hundida en su sillón. Menuda, una enanita, miraba fijamente elfuego de artificio del sol mientras se iba sumergiendo en el horizonte, aureoladopor nubes enrojecidas. Las señoras y sirvientas que rodeaban a su madre seapartaron. Se inclinó, besó las mejillas apergaminadas de doña Julia y le acariciólos cabellos con ternura.—Te gusta mucho el atardecer ¿verdad, viejita?Ella asintió, sonriéndole con sus ojitos hundidos pero ágiles, y el pequeñogarfio que era su mano le rozó la mejilla. ¿Lo reconocía? Doña Altagracia JuliaMolina tenía noventa y seis años y su memoria debía ser un agua jabonosa dondese derretían los recuerdos. Pero, un instinto le diría que, ese hombre que veníapuntualmente a visitarla cada tarde, era un ser querido. Siempre fue buenísimaesta hija ilegítima de haitianos emigrados a San Cristóbal, cuyos rasgos facialeshabían heredado él y sus hermanos, algo que, pese a quererla tanto, nunca dejóde avergonzarlo. Aunque, a veces, cuando en el Hipódromo, el Country Club oBellas Artes veía a todas las familias aristocráticas dominicanas rindiéndolepleitesías, pensaba con burla: « Lamen el suelo por un descendiente deesclavos» . ¿Qué culpa tenía la Excelsa Matrona de que corriera sangre negra porsus venas? Doña Julia sólo había vivido para su marido, ese borrachín buenote ymujeriego, don José Trujillo Valdez, y para sus hijos, olvidándose de ella yponiéndose para todo en el último lugar. Siempre lo maravilló esta mujercita quejamás le pidió dinero, ni ropas, ni viajes, ni bienes. Nada, nunca. Todo se lo dio éla la fuerza. Con su frugalidad congénita, doña Julia seguiría viviendo en lamodesta casita de San Cristóbal donde el Generalísimo nació y pasó su infancia,o en uno de esos bohíos de sus ancestros haitianos muertos de hambre. Lo únicoque le pedía doña Julia en la vida era conmiseración para Petán, Negro, Pipi,Aníbal, esos hermanos lerdos y pícaros, cada vez que cometían fechorías, o paraAngelita, Ramfis y Radhamés, que desde niños se escudaban en la abuela paraamortiguar la ira del padre. Y, por doña Julia, Trujillo los perdonaba. ¿Se habríaenterado que centenares de calles, parques y colegios de la República sellamaban Julia Molina viuda Trujillo? A Pesar de ser adulada y festejada, seguíasiendo la discreta, la invisible mujer que Trujillo recordaba de su infancia.A veces, permanecía un buen rato junto a su madre, refiriéndole los sucesosdel día, aun cuando ella no pudiera entenderlo. Hoy se limitó a decirle unasfrases tiernas y volvió a la Máximo Gómez, impaciente por aspirar el aroma delmar.Apenas salió a la ancha Avenida —el ramillete de civiles y oficiales volvió aabrirse— echó a andar. Divisaba El Caribe ocho cuadras abajo, encendido por losoros y fuegos del crepúsculo. Sintió otra oleada de satisfacción. Caminaba por laderecha, seguido por los cortesanos abiertos en abanico y grupos que ocupaban lapista y la vereda. A esta hora se interrumpía el tráfico en la Máximo Gómez y laAvenida, aunque, por órdenes suyas, Johnny Abbes había vuelto casi secreta lavigilancia en las calles laterales, pues al Generalísimo acabaron por darleclaustrofobia esas esquinas atestadas de guardias y caliés. Nadie cruzaba labarrera de los ay udantes militares, a un metro del jefe. Todos esperaban que ésteindicara quién podía acercarse. Después de media cuadra, aspirando el aliento delos jardines, se volvió, buscó la cabeza semicalva de Modesto Díaz y le hizo unaseña. Hubo una pequeña confusión, pues el pulposo senador Chirinos, que ibajunto a Modesto Díaz, crey ó ser el ungido y se precipitó hacia el Generalísimo.Fue atajado y devuelto al montón. A Modesto Díaz, entrado en carnes, estospaseos, al ritmo de Trujillo, le costaban gran esfuerzo. Sudaba copiosamente.Tenía el pañuelo en la mano y, de tanto en tanto, se secaba la frente, el cuello ylos pómulos hinchados.—Buenas tardes, jefe.—Tendrías que ponerte a dieta —le aconsejó Trujillo—. Apenas cincuentaaños y echas los bofes. Aprende de mí, setenta primaveras y en plena forma.—Me lo dice a diario mi mujer, Jefe. Me prepara calditos de pollo yensaladas. Pero, para eso no tengo voluntad. Puedo renunciar a todo, menos a labuena mesa.Su redonda humanidad apenas lograba mantenerse a su altura. Modesto teníade su hermano, el general Juan Tomás Díaz, la misma cara ancha de narizachatada, gruesos labios y una piel de inconfundibles reminiscencias raciales,pero era más inteligente que él y que la may or parte de los dominicanos queTrujillo conocía. Había sido presidente del Partido Dominicano, congresista yministro; pero el Generalísimo no le permitió que durara demasiado en elgobierno, precisamente porque su claridad mental para exponer, analizar yresolver un problema, le pareció peligrosa, capaz de ensoberbecerlo y llevarlo ala traición.—¿En qué conspiración anda metido Juan Tomás? —le soltó, volviéndose amirarlo—. Estarás al tanto de las andanzas de tu hermano y yerno, supongo.Modesto sonrió, como festejando una broma:—¿Juan Tomás? Entre sus fincas y negocios, el whisky y las sesiones de cineen el jardín de su casa, dudo que le quede un rato libre para conspirar.—Anda conspirando con Henry Dearborn, el diplomático yanqui —afirmóTrujillo, como si no lo hubiera oído—. Que se deje de pendejadas, porque ya lopasó mal una vez y lo puede pasar peor.—Mi hermano no es tan tonto para conspirar contra usted, jefe. Pero, en fin,se lo diré.Qué agradable: la brisa marina le ventilaba los pulmones, y oía el estruendode las olas rompiendo contra las rocas y el muro de cemento de la Avenida.Modesto Díaz hizo ademán de apartarse, pero el Benefactor lo contuvo:—Espera, no he terminado. ¿O ya no puedes más?—Por usted, me arriesgo al infarto.Trujillo lo premió con una sonrisa. Siempre sintió simpatía por Modesto, que,además de inteligente, era ponderado, justo, afable, sin dobleces. Sin embargo, suinteligencia no era controlable y aprovechable, como la de Cerebrito, elConstitucionalista Beodo o Balaguer. En la de Modesto había un filo indómito yuna independencia que podían volverse sediciosos si adquiría demasiado poder. Ély Juan Tomás eran también de San Cristóbal, los había frecuentado desdejóvenes, y, además de darle cargos, había utilizado a Modesto en innumerablesocasiones como consejero. Lo sometió a pruebas severísimas, de las que salióairoso. La primera, a fines de los años cuarenta, luego de visitar la FeriaGanadera de toros de raza y vacas lecheras que Modesto Díaz organizó en VillaMella. Vay a sorpresa: la finca, no muy grande, era tan aseada, moderna ypróspera como la Hacienda Fundación. Más que los impecables establos y lasrozagantes vacas lecheras, hirió su susceptibilidad la satisfacción arrogante conque Modesto les mostraba la granja de crianza a él y los otros invitados. Al díasiguiente, le envió a la Inmundicia Viviente con un cheque de diez mil pesos paraformalizar la compraventa. Sin la menor reticencia por tener que vender esa niñade sus ojos a un precio ridículo (costaba más una sola de sus vacas), Modestofirmó el contrato y envió una nota manuscrita a Trujillo agradeciéndole que « SuExcelencia considere mi pequeña empresa granadera digna de ser explotada porsu experimentada mano» . Después de ponderar si en esas líneas había una ironíapunible, el Benefactor decidió que no. Cinco años más tarde, Modesto Díaz teníaotra extensa y hermosa finca ganadera, en una apartada región de La Estrella.¿Pensaba que en esas lejanías pasaría desapercibido? Muerto de risa, Trujillo leenvió a Cerebrito Cabral con otro cheque de diez mil pesos, diciéndole que teníatanta confianza en su talento agrícola-ganadero que le compraba la finca aciegas, sin visitarla. Modesto firmó el traspaso, se embolsilló la simbólica suma, yagradeció al Generalísimo con otra esquela afectuosa. Para premiar su docilidad,algún tiempo después Trujillo le regaló la concesión exclusiva para importarlavadoras y batidoras domésticas, con lo que el hermano del general Juan TomásDíaz se resarció de aquellas pérdidas.—Éste lío, con los curas comemierdas —rezongó Trujillo—. ¿Tiene o no tienearreglo?—Desde luego que lo tiene, Jefe —Modesto iba con la lengua afuera; ademásde la frente y el cuello, le sudaba la calva—. Pero, si me permite, los problemascon la Iglesia no cuentan. Se arreglarán solos si se soluciona lo principal: losgringos. De ellos depende todo.—Entonces, no hay solución. Kennedy quiere mi cabeza. Como no tengointención de dársela, habrá guerra para rato.—A quien los gringos temen no es a usted, sino a Castro, Jefe. Sobre todo,después del fracaso de Bahía de Cochinos. Ahora, más que nunca los espanta queel comunismo pueda propasarse por América Latina. Es el momento demostrarles que la mejor defensa contra los rojos en la región es usted, noBetancourt ni Figueres.—Han tenido tiempo de darse cuenta, Modesto.—Hay que abrirles los ojos, Jefe. Los gringos son lerdos a veces. Atacar aBetancourt, a Figueres, a Muñoz Marín, no es suficiente. Más efectivo seríaay udar, con discreción, a comunistas venezolanos y costarricenses. Y a losindependentistas puertorriqueños. Cuando Kennedy vea que las guerrillasempiezan a alborotar esos países, y los compare con la tranquilidad de aquí,entenderá.—Ya conversaremos —lo cortó el Generalísimo, de manera abrupta.Oírlo hablar de las cosas de antes, le hizo mal efecto. Nada de pensamientossombríos. Quería conservar la buena disposición con que inició el paseo. Seimpuso pensar en la chiquilla de la pancarta y las flores. « Dios mío, hazme esagracia. Necesito tirarme como es debido, esta noche, a Yolanda Esterel. Parasaber que no estoy muerto. Que no estoy viejo. Que puedo seguirreemplazándote en la tarea de sacar adelante este endemoniado país dependejos. No me importan los curas, los gringos, los conspiradores, los exiliados.Yo me basto para barrer esa mierda. Pero, para tirarme a esa muchacha,necesito tu ayuda. No seas mezquino, no seas avaro. Dámela, dámela» . Suspirócon la desagradable sospecha de que aquél a quien imploraba, si existía, estaríaobservándolo divertido desde ese fondo azul oscuro en el que asomaban lasprimeras estrellas.La caminata por la Máximo Gómez hervía de reminiscencias. Las casas queiba dejando atrás eran símbolos de personajes y episodios descollantes de sustreinta y un años en el poder. La de Ramfis, en el solar donde estuvo la deAnselmo Paulino, su brazo derecho por diez años hasta 1955, cuando le confiscótodas sus propiedades, y, después de tenerlo un tiempo en la cárcel, lo despachó aSuiza con un cheque de siete millones de dólares por los servicios prestados.Frente a la de Angelita y Pechito León Estévez, estuvo, antes, la del generalLudovino Fernández, bestia servicial que tanta sangre derramó por el régimen ya quien se vio obligado a matar porque lo aquejaron veleidades politiqueras.Contiguos a la Estancia Radhamés, estaban los jardines de la embajada deEstados Unidos, por más de veintiocho años una casa amiga, que se había vueltonido de víboras. Ahí estaba el play de béisbol que hizo edificar para que Ramfis yRadhamés se divirtieran jugando a la pelota. Ahí, como hermanas gemelas, lacasa de Balaguer y la nunciatura, otra que se volvió torva, malagradecida y vil.Más allá, la imponente mansión del general Espaillat, su antiguo jefe de losservicios secretos. Al frente, bajando, la del general Rodríguez Méndez, amigo defarras de Ramfis. Luego, las embajadas, ahora desiertas, de Argentina y México,y la casa de su hermano Negro. Y, por último, la residencia de los Vicini,millonarios cañeros, con su vasta explanada de césped y cuidados arriates deflores, que flanqueaba en este momento.Apenas cruzó la amplia Avenida para andar por la vereda del Malecónpegada al mar, rumbo al obelisco, sintió las salpicaduras de la espuma. Se apoy óen el bordillo y, con los ojos cerrados, escuchó los chillidos y el aleteo de lasbandadas de gaviotas. La brisa inundó sus pulmones. Un baño purificador, que ledevolvía la fuerza. Pero, no debía distraerse; aún tenía trabajo por delante.—Llame a Johnny Abbes.Desprendido del racimo de civiles y militares —el Generalísimo caminaba apaso vivo, rumbo a aquella estela de cemento imitada del obelisco de Washington—, la inelegante figura blandengue del jefe del SIM vino a colocarse a su lado.Pese a su obesidad, Johnny Abbes García lo seguía sin apremio.—¿Qué pasa con Juan Tomás? —le preguntó, sin mirarlo.—Nada importante, Excelencia —contestó el jefe del SIM—. Estuvo hoy ensu finca de Moca, con Antonio de la Maza. Trajeron un becerro. Hubo una peleadoméstica, entre el general y su esposa Chana, porque ella decía que cortar yadobar el becerro da mucho trabajo.—¿Se han visto Balaguer y Juan Tomás en estos días? —lo calló Trujillo.Como Abbes García tardaba en responder, se volvió a mirarlo. El coronelnegó con la cabeza.—No, Excelencia. Que y o sepa, no se ven hace tiempo. —¿Por qué me lopregunta?—Por nada concreto —encogió los hombros el Generalísimo—. Pero, ahora,en el despacho, al mencionarle la conspiración de Juan Tomás, noté algo raro.Sentí algo raro. No sé qué, algo. ¿Nada en sus informes que permita sospechardel Presidente?—Nada, Excelencia. Usted sabe que lo tengo bajo vigilancia las veinticuatrohoras del día. No da un paso, no recibe a nadie, no hace una llamada sin que losepamos.Trujillo asintió. No había razón para desconfiar del Presidente pelele: elpálpito podía ser errado. Ésa conspiración no parecía seria. ¿Antonio de la Maza,uno de los conspiradores? Otro resentido que se consolaba de su frustración apunta de whisky y comilonas. Se tragarían un becerro chilindrón no nato, estanoche. ¿Y si irrumpía en la casa de Juan Tomás, en Gazcue? « Buenas noches,caballeros. ¿Les importa compartir conmigo el asado? ¡Huele tan bien! El aromallegó hasta Palacio y me guió hasta aquí» . ¿Pondrían caras de terror o dealegría? ¿Pensarían que la inesperada visita sellaba su rehabilitación? No, estanoche, a San Cristóbal, a hacer chillar a Yolanda Esterel, para sentirse mañanasano y joven.—¿Por qué dejó partir a Estados Unidos, hace dos semanas, a la hija deCabral?Ésta vez sí tomó por sorpresa al coronel Abbes García. Lo vio pasarse lamano por las infladas mejillas, sin saber qué responder.—¿A la hija del senador Agustín Cabral? —musitó, ganando tiempo.—Uranita Cabral, la hija de Cerebrito. Las monjas del Santo Domingo la hanbecado en Estados Unidos. ¿Por qué la dejó salir del país sin consultarme?Le pareció que el coronel se demacraba. Abría y cerraba la boca, buscandoqué decir.—Lo siento, Excelencia —exclamó, bajando la cabeza—. Sus instruccioneseran seguir al senador y arrestarlo si trataba de asilarse. No se me ocurrió que lamuchacha, habiendo estado la otra noche en la Casa de Caoba y con un permisode salida firmado por el Presidente Balaguer... La verdad, ni siquiera se meocurrió comentárselo, no creí que tuviera importancia.—Ésas cosas deben ocurrírsele —lo amonestó Trujillo—. Quiero queinvestigue al personal de mi secretaría. Alguien me escondió un memorándumde Balaguer sobre el viaje de esa joven. Quiero saber quién fue y por qué lo hizo.—De inmediato, Excelencia. Le ruego que perdone este descuido. No volveráa ocurrir.—Así lo espero —lo despidió Trujillo.El coronel le hizo un saludo militar (daban ganas de reírse) y regresó dondelos cortesanos. Caminó un par de cuadras sin llamar a nadie, reflexionando.Abbes García había seguido sólo en parte sus instrucciones de retirar a guardias ycaliés. No veía en las esquinas las barreras de alambres y parapetos, ni lospequeños Volkswagen, ni policías uniformados y con metralletas. Pero, de rato enrato, en las bocacalles de la Avenida, distinguía a lo lejos un « cepillo» negro concabezas de caliés en las ventanillas, o civiles de semblante rufianesco, apoyadosen los faroles, los sobacos abultados por las pistolas. No se había interrumpido eltráfico por la avenida George Washington. De camiones y automóvilesasomaban gentes que le hacían adiós: « ¡Viva el Jefe!» . Sumido en el esfuerzo dela caminata, que había dado a su cuerpo un delicioso calorcillo y cierto cansancioen las piernas, agradecía con la mano. No había paseantes adultos en la Avenida,sólo niños desarrapados, limpiabotas y vendedores de chocolates y cigarrillos quelo miraban boquiabiertos. Al paso, les hacía un cariño o les arrojaba unasmonedas (llevaba siempre mucho menudo en los bolsillos). Poco después, llamóa la Inmundicia Viviente.El senador Chirinos se acercó acezando como un perro cazador. Sudaba másque Modesto Díaz. Se sintió alentado, el constitucionalista beodo era más jovenque él y una pequeña caminata lo dejaba en ruinas. En vez de responder a sus« Buenas tardes, Jefe» , le preguntó:—¿Llamaste a Ramfis? ¿Dio explicaciones al Lloyd's de Londres?—Hablé con él dos veces —el senador Chirinos arrastraba mucho los pies, ylas suelas y punteras de sus zapatos deformados iban chocando contra lasbaldosas levantadas por las raíces de palmas canas y almendros—. Le expliquéel problema, le repetí sus órdenes. Bueno, ya se imagina. Pero, al final, aceptómis razones. Me prometió la carta al Lloy d's, aclarando el malentendido yconfirmando que la partida debe ser transferida al Banco Central.—¿Lo ha hecho? —lo interrumpió Trujillo, con brusquedad.—Para eso lo llamé la segunda vez, jefe. Quiere que un traductor revise sutelegrama, como su inglés es imperfecto no vaya a llegar al Lloyd's con faltas.Lo enviará sin falta. Me dijo que lamenta lo sucedido.¿Lo creía ya muy viejo para obedecerlo, Ramfis? Antes, no hubierademorado en acatar una orden suy a con un pretexto tan fútil.—Llámalo de nuevo —ordenó, de mal modo—. Si no arregla hoy ese enredocon el Lloy d's, tendrá que vérselas conmigo.—Enseguida, Jefe. Pero, no se preocupe, Ramfis ha entendido la situación.Despidió a Chirinos y se resignó a poner fin a su paseo en solitario, para nodefraudar a los otros, que aspiraban a cambiar unas palabras con él. Esperó a lacoleta humana y se internó en ella, colocándose en medio de Virgilio AlvarezPina y del secretario de Estado del Interior y Cultos, Paino Pichardo. En el grupoestaban también Navajita Espaillat, el jefe de Policía, el director de El Caribe yel flamante presidente del Senado, Jeremías Quintanilla, a quien felicitó y deseóéxito. El ascendido rutilaba de contento, vaciándose en agradecimientos. Almismo paso celero, avanzando siempre hacia el este por la parte ceñida al mar,pidió, en voz alta:—A ver, señores, cuéntenme los últimos chistes antitrujillistas.Una onda de risas celebró su ocurrencia y, momentos después, todosparloteaban como loros. Simulando escucharlos, asentía, sonreía. A ratos, espiabaal cariacontecido general José René Román. El secretario de Estado de lasFuerzas Armadas no podía ocultar su angustia: ¿qué le iría a reprochar el Jefe?Pronto lo sabrás, tonto. Alternando con un grupo y otro, a fin de que nadie sesintiera preterido, cruzó los cuidados jardines del Hotel Jaragua, de dondellegaron a sus oídos los sones de la orquesta que amenizaba la hora del coctel, y,una cuadra después, pasó bajo los balcones del Partido Dominicano. Empleados,oficinistas y la gente que había ido a pedir dádivas, salieron a aplaudirlo. Al llegaral obelisco, miró su reloj: una hora y tres minutos. Comenzaba a oscurecer. Ya norevoloteaban las gaviotas; se habían recogido en sus escondites de la playa.Refulgían algunas estrellas, pero unas nubes ventrudas tapaban la luna. Al pie delobelisco, lo esperaba el Cadillac último modelo estrenado la semana anterior. Sedespidió de manera colectiva (« Buenas noches, caballeros, gracias por sucompañía» ), a la vez que, sin mirarlo, con gesto imperioso, señalaba al generalJosé René Román la puerta del auto que el uniformado chofer le tenía abierta:—Tú, ven conmigo.El general Román —enérgico choque de talón, mano a la visera del quepis—se apresuró a obedecerle. Entró al automóvil y se sentó en el extremo, con lagorra en las rodillas muy erecto.—A San Isidro, a la Base.Mientras el coche oficial avanzaba rumbo al centro, para cruzar a la orillaoriental del Ozama por el Puente Radhamés, se puso a contemplar el paisaje,como si estuviera solo. El general Román no osaba dirigirle la palabra, esperandoel chaparrón. Éste comenzó a anunciarse cuando habían recorrido y a unas tresmillas de las diez que separaban el obelisco de la Base Aérea.—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, sin volverse a mirarlo.—Acabo de cumplir cincuenta y seis, jefe.Román —todos le decían Pupo— era un hombre alto, fuerte y atlético, con elpelo cortado casi al rape. Gracias al deporte mantenía un excelente físico, sinasomo de grasa. Le respondía bajito, con humildad, tratando de apaciguarlo.—¿Cuántos en el Ejército? —prosiguió Trujillo, ojeando el exterior, como siinterrogara a un ausente.—Treinta y uno, jefe, desde mi graduación.Dejó pasar unos segundos sin decir nada. Por fin, se volvió hacia el jefe delas Fuerzas Armadas, con el infinito desprecio que siempre le inspiró. En lassombras, que habían crecido rápidamente, no alcanzaba a verle los ojos, peroestaba seguro de que Pupo Román pestañeaba, o tenía los ojos entrecerrados,como los niños cuando se despiertan en la noche y atisban temerosos laoscuridad.—¿Y en tantos años no has aprendido que el superior responde por sussubordinados? ¿Qué es responsable por las faltas de éstos?—Lo sé muy bien, Jefe. Si me indica de qué se trata, tal vez pueda darle unaexplicación.—Ya verás de qué se trata —dijo Trujillo, con esa aparente calma que suscolaboradores temían más que sus gritos—. ¿Tú te bañas y jabonas todos los días?—Por supuesto, Jefe —el general Román intentó una risita, pero, como elGeneralísimo seguía serio, se calló.—Así lo espero, por Mirey a. Me parece muy bien que te bañes y jabonestodos los días, que lleves tu uniforme bien planchado y tus zapatos lustrados.Como jefe de las Fuerzas Armadas te corresponde dar ejemplo de aseo y buenapresencia a los oficiales y soldados dominicanos. ¿No es verdad?—Desde luego que sí, jefe —se humilló el general—. Le suplico que me digaen qué le he fallado. Para rectificar, para enmendarme. No quierodecepcionarlo.—La apariencia es el espejo del alma —filosofó Trujillo—. Si alguien andaapestoso y con los mocos chorreándosele, no es una persona a la que se puedaconfiar la higiene pública. ¿No crees?—Claro que no, jefe.—Lo mismo ocurre con las instituciones. ¿Qué respeto se les puede tener si nisiquiera cuidan su apariencia?El general Román optó por enmudecer. El Generalísimo se había idoenardeciendo y no cesó de increparlo los quince minutos que les tomó llegar a laBase Aérea de San Isidro. Recordó a Pupo cuánto había lamentado que la hija desu hermana Marina fuera tan loca de casarse con un oficial mediocre como él, loque seguía siendo, pese a que, gracias a su parentesco político con el Benefactor,había ido ascendiendo hasta llegar al vértice de la jerarquía. Ésos privilegios, envez de estimularlo, lo llevaron a dormirse sobre sus laureles, decepcionando unay mil veces la confianza de Trujillo. No contento con ser la nulidad que era comomilitar, se había metido a ganadero, como si para la crianza y administración detierras y lecherías no hicieran falta sesos. ¿Cuál era el resultado? Llenarse dedeudas, una vergüenza para la familia. Hacía apenas dieciocho días que él enpersona pagó de su dinero la deuda de cuatrocientos mil pesos contraída porRomán con el Banco Agrícola, para evitar que le remataran la finca delkilómetro catorce de la autopista Duarte. Y, a pesar de eso, no hacía el menoresfuerzo para dejar de ser tan tonto.El general José René Román Fernández permanecía mudo e inmóvil mientrasrecriminaciones e insultos caían sobre él. Trujillo no se atropellaba; la cólera lohacía vocalizar con cuidado, como si, de este modo, cada sílaba, cada letra, fueramás pugnaz. El chofer conducía deprisa, sin desviarse un milímetro del centro dela desierta carretera.—Para —ordenó Trujillo, poco antes del primer retén de la extensa ycercada Base Aérea de San Isidro.Bajó de un salto, y, aunque estaba oscuro, localizó de inmediato el grancharco de aguas pestilentes. La inmundicia líquida seguía manando de la cañeríarota, y, además de barro y hediondez, había constelado la atmósfera demosquitos que acudieron a asaetearlos.—La primera guarnición militar de la República —dijo Trujillo, despacio,conteniendo apenas la nueva oleada de rabia—. ¿Te parece bien que, a la entradade la Base Aérea más importante del Caribe, reciba al visitante esta mierda debasuras, barro, malos olores y alimañas? Román se puso en cuclillas. Examinaba,se levantaba, volvía a inclinarse, no vaciló en ensuciarse las manos palpando eltubo del desagüe en busca del forado. Parecía aliviado al descubrir la causa delenojo del jefe. ¿El imbécil temía algo más grave?—Es una vergüenza, por supuesto —trataba de mostrar más indignación de laque sentía—. Tomaré todas las previsiones para que la avería sea reparada en elacto, Excelencia. Castigaré a los responsables, de la cabeza a la cola.—Empezando por Virgilio García Trujillo, el jefe de la Base —rugió elBenefactor—. Tú eres el primer responsable y el segundo él. Espero que teatrevas a imponerle la máxima sanción, aunque sea mi sobrino y tu cuñado. Si note atreves, seré yo quien les aplique a los dos la sanción que corresponde. Ni tú, niVirgilio, ni ningún generalito de pacotilla va a destruir mi obra. Las FuerzasArmadas seguirán siendo la institución modelo en que las convertí, aunque tengaque meterte a ti, a Virgilio y a todos los inútiles con uniforme, en un calabozo porel resto de sus días.El general Román se cuadró e hizo chocar los tacones.—Sí, Excelencia. No se volverá a repetir, se lo juro.Pero Trujillo había dado y a media vuelta, metiéndose al automóvil.—Pobre de ti si queda algún rastro de lo que estoy viendo y oliendo, cuandovuelva por acá. ¡Soldadito de mierda!Volviéndose al chofer, ordenó: « Vamos» . Partieron, dejando al ministro delas Fuerzas Armadas en el lodazal.Apenas dejó atrás a Román, patética figurita chapoteando en el barro, se leesfumó el mal humor. Soltó una risita. De una cosa estaba seguro: Pupo moveríacielo y tierra y echaría los carajos necesarios para que la avería fuera reparada.Si esto pasaba estando él vivo ¿qué no sucedería cuando y a no pudiera impedirpersonalmente que la torpeza, la desidia y la imbecilidad echaran por los sueloslo que tanto esfuerzo costó levantar? ¿Volverían la anarquía y miseria, el atraso yaislamiento de 1930? Ah, si Ramfis, el hijo tan deseado, hubiera sido capaz decontinuar su obra. Pero, no tenía el menor interés en la política ni en el país; sóloel trago, el polo y las mujeres. ¡Carajo! El general Ramfis Trujillo, Jefe delEstado May or de las Fuerzas Armadas de la República Dominicana, jugando alpolo y tirándose a las bailarinas del Lido de París, mientras su padre se batía soloaquí, contra la iglesia, los Estados Unidos, los conspiradores y los tarados comoPupo Román. Movió la cabeza, tratando de sacudirse esos pensamientosamargos. Dentro de hora y media estaría en San Cristóbal, en la tranquilaquerencia de la Hacienda Fundación, rodeado de campos y establos relucientes,con sus bellas arboledas, el ancho río Nigua cuy o lento caminar por el valleobservaría a través de las copas de los caobos, las Palmas reales y el gran árbolde anacahuita de la casa de la Colina. Le haría bien despertar allí mañana,acariciando, mientras contemplaba ese panorama sosegado y limpio, el cuerpitode Yolanda Esterel. La receta de Petronio y del rey Salomón: un coñito frescopara devolver la juventud a un veterano de setenta primaveras.En la Estancia Radhamés, Zacarías de la Cruz había sacado y a del garaje elChevrolet Bel Air 1957, color azul claro, de cuatro puertas, en el que iba siemprea San Cristóbal. Un ay udante militar lo esperaba con el maletín lleno de losdocumentos que estudiaría mañana en la Casa de Caoba y ciento diez mil pesosen billetes, para la nómina de la hacienda, más imprevistos. Hacía veinte añosque no efectuaba un desplazamiento, aun de pocas horas, sin ese maletín colormarrón con sus iniciales grabadas, y algunos miles de dólares o pesos enefectivo, para regalos y gastos inesperados. Indicó al ayudante que pusiera elmaletín en el asiento delantero y dijo a Zacarías, el moreno alto y fornido que loacompañaba desde hacía tres décadas —había sido su ordenanza en el Ejército—, que bajaba enseguida. Las nueve y a. Se había hecho tarde.Subió a sus habitaciones para asearse, y, en el cuarto de baño, nada másentrar, advirtió la mancha. De la bragueta a la entrepierna. Sintió que temblabade pies a cabeza: precisamente ahora, coño. Pidió a Sinforoso otro uniformeverde oliva y otra muda de ropa interior. Perdió quince minutos en el bidé y ellavador, jabonándose los testículos, el falo, la cara y las axilas, y echándosecremas y perfumes, antes de cambiarse. La culpa era aquel ataque de malhumor, por el comemierda de Pupo. Volvió a sumirse en un estado lúgubre. Lepareció un pronóstico agorero para San Cristóbal. Cuando se vestía, Sinforoso lealcanzó el telegrama: « Asunto Lloy d's solucionado. Hablé con personaencargada. Remesa directamente al Banco Central. Cariñosos recuerdosRamfis» . Su hijo estaba avergonzado: por eso, en vez de llamarlo, le enviaba untelegrama.—Se ha hecho un poco tarde, Zacarías —dijo—. Así que apúrate.—Entendido, jefe.Acomodó a su espalda los cojines del asiento y entrecerró los ojos,disponiéndose a descansar la hora y diez minutos que tomaría el viaje a SanCristóbal. Avanzaban rumbo al suroeste, hacia la avenida George Washington y lacarretera, cuando entreabrió los ojos:—¿Te acuerdas de la casa de Moni, Zacarías?—¿Allí, en la Wenceslao Álvarez, por donde vivía Marrero Aristy ?—Vamos allá.Había sido una iluminación, un fogonazo. De pronto, vio la cara rellenita colorcanela de Moni, su melena enrulada, la malicia de sus ojos almendrados, llenosde estrellas, sus formas apretadas, sus altos pechos, su colita de nalgas firmes, lacadera voluptuosa, y sintió otra vez el delicioso cosquilleo en los testículos. Lacabecita del pene, despertándose, se daba contra el pantalón. Moni. Por qué no.Era una linda y cariñosa muchacha, que nunca lo había defraudado, desdeaquella vez, en Quinigua, cuando su padre en persona se la llevó a la fiesta que ledaban los americanos de La Yuquera: « Mire la sorpresa que le traigo, Jefe» . Lacasita donde vivía, en la nueva urbanización, al final de la avenida México, se laregaló él, el día de su boda con un muchacho de buena familia. Cuando larequería, muy de tiempo en tiempo, la llevaba a una de las suites en ElEmbajador o El Jaragua que Manuel Alfonso tenía dispuestas para estasocasiones. La idea de coger a Moni en su propia casa, lo excitó. Enviarían almarido a tomarse una cerveza al Rincón Pony, por cuenta de Trujillo —se rió—o que se entretuviera conversando con Zacarías de la Cruz.La calle estaba a oscuras y desierta, pero la casa tenía luz en el primer piso.« Llámala» . Vio franquear al chofer la verja de la entrada y tocar el timbre.Demoraron en abrir. Por fin, debió salir una sirvienta, con la que Zacaríascuchicheó. Lo dejaron en la puerta, esperando. ¡La bella Moni!Su padre era un buen dirigente del Partido Dominicano en el Cibao y se lallevó él mismo a aquella recepción, gesto simpático. Hacía de esto y a unos años,y, la verdad, todas las veces que había singado a esta linda mujer, se sintió muycontento. La puerta se abrió de nuevo, y, en el resplandor del interior, vio lasilueta de Moni. Tuvo otra vaharada de excitación. Después de hablar unmomento con Zacarías, avanzó hacia el automóvil. En la penumbra, no advirtiócómo estaba vestida. Abrió la portezuela para que entrara y la recibió besándolela mano:—No esperabas esta visita, belleza.—Vay a, qué honor. Cómo está, cómo está, Jefe.Trujillo le retenía la mano entre las suy as. Al sentirla tan cerca, rozándola,oliendo su aroma, se sintió dueño de todas sus fuerzas.—Estaba yendo a San Cristóbal, pero, de pronto, me acordé de ti.—Cuánto honor, Jefe —repitió ella, hecha un mar de confusión—. Si hubierasabido, me preparaba para recibirlo.—Tú siempre eres bella, estés como estés —la atrajo, y mientras sus manosle acariciaban los pechos y las piernas, la besó. Sintió un comienzo de erecciónque lo reconcilió con el mundo y con la vida. Moni se dejaba acariciar y lobesaba, cohibida. Zacarías permanecía en el exterior, a un par de metros delChevrolet, y, precavido como siempre, llevaba en las manos el fusilametralladora. ¿Qué era eso? Había en Moni un nerviosismo inusual.—¿Está en casa tu marido?—Sí —repuso ella, bajito—. Estábamos por cenar.—Que se vay a a tomar una cerveza —dijo Trujillo—. Daré una vuelta a lamanzana. Vuelvo en cinco minutos.—Es que... —balbuceó ella, y el Generalísimo sintió que se ponía rígida.Vaciló y, por fin, musitó, casi inaudible—: Tengo el periodo, jefe.Toda la excitación se le fue, en segundos.—¿La regla? —exclamó, decepcionado.—Mil perdones, jefe —balbuceó ella—. Pasado mañana estaré bien.La soltó y respiró hondo, disgustado.—Bueno, y a vendré a verte. Adiós —sacó la cabeza por el hueco de laportezuela por la que Moni acababa de salir—. ¡Nos vamos, Zacarías!Poco después, le preguntó a de la Cruz si alguna vez se había tirado a unamujer que menstruaba.—Nunca, Jefe —se escandalizó éste, haciendo ascos—. Dicen que contagia lasífilis.—Es, sobre todo, sucio —se lamentó Trujillo. ¿Y si Yolanda Esterel, pormaldita coincidencia, tenía también hoy su regla?Habían tomado la carretera a San Cristóbal, y, a su derecha, vio las luces dela Feria Ganadera y de El Pony lleno de parejas comiendo y bebiendo. ¿No erararo que Moni se mostrara tan reticente y apocada? Ella solía ser despercudida,siempre a la orden. ¿La presencia del marido la puso así? ¿Se inventaría lamenstruación para que la dejara en paz? Vagamente, advirtió que un carro lestocaba bocina. Iba con las luces largas encendidas.—Éstos borrachos... —comentó Zacarias de la Cruz.En ese momento, a Trujillo se le ocurrió que tal vez no era un borracho, y seviró en busca del revólver que llevaba en el asiento, pero no alcanzó a cogerlo,pues simultáneamente oyó la explosión de un fusil cuy o proyectil hizo volar elcristal de la ventanilla trasera y le arrancó un pedazo del hombro y del brazoizquierdo.  

La fiesta del chivoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora