III

559 3 3
                                    

  —No va a venir —exclamó, de pronto, Salvador—. Otra noche perdida, verán.—Vendrá —repuso al instante Amadito, con impaciencia—. Se ha puesto eluniforme verde oliva. Los ayudantes militares recibieron orden de tenerle listo elChevrolet azul. ¿Por qué no me creen? Vendrá.Salvador y Amadito ocupaban la parte posterior del automóvil aparcadofrente al Malecón y habían tenido el mismo intercambio un par de veces, en lamedia hora que llevaban allí. Antonio Imbert, al volante, y Antonio de la Maza asu lado, el codo en la ventanilla, tampoco hicieron comentario alguno esta vez.Los cuatro miraban ansiosos los ralos vehículos de Ciudad Trujillo que pasabanfrente a ellos, perforando la oscuridad con sus faros amarillos, rumbo a SanCristóbal. Ninguno era el Chevrolet azul celeste, modelo 1957, con cortinillas enlas ventanas, que esperaban.Se hallaban a unos centenares de metros de la Feria Ganadera, donde habíavarios restaurantes —el Pony, el más popular, estaría lleno de gente comiendocarne asada— y un par de bares con música, pero el viento soplaba hacia eloriente y no les llegaba ruido de allí, aunque divisaban las luces, entre troncos ycopas de palmeras, a lo lejos. En cambio, el estruendo de las olas rompiendocontra el farallón y el chasquido de la resaca eran tan fuertes que debían alzarmucho la voz para oírse entre ellos. El automóvil, las puertas cerradas y las lucessin encender, estaba listo para partir.—¿Recuerdan cuando se puso de moda venir a este Malecón a tomar elfresco, sin estar pendientes de los caliés? —Antonio Imbert sacó la cabeza por laventana para aspirar a plenos pulmones la brisa nocturna—. Aquí comenzamos ahablar en serio de esta vaina.Ninguno de sus amigos le respondió de inmediato, como si consultaran sumemoria, o no hubieran prestado atención a lo que decía.—Sí, aquí, en el Malecón, hace unos seis meses —dijo Estrella Sadhalá,después de un rato.—Fue antes —murmuró Antonio de la Maza, sin volverse—. Cuando matarona las Mirabal, en noviembre, comentamos el crimen aquí. De eso estoy seguro.Y ya llevábamos tiempo viniendo al Malecón, en las noches.—Parecía un sueño —divagó Imbert—. Difícil, lejanísimo. Como cuando, demuchacho, uno fantasea que será un héroe, un explorador, un actor de cine.Todavía no me lo creo que vay a a ser esta noche, coño.—Si es que viene —rezongó Salvador.—Te apuesto lo que quieras, Turco —repitió Amadito, con firmeza.—Lo que me hace dudar es que hoy es martes —gruñó Antonio de la Maza—. Siempre va a San Cristóbal los miércoles, tú que estás en el cuerpo deayudantes lo sabes mejor que nadie, Amadito. ¿Por qué cambió de día?—No sé por qué —insistió el teniente—. Pero irá. Se ha puesto el uniformeverde oliva. Ha ordenado el Chevrolet azul. Irá.—Tendrá un buen culo esperándolo en la Casa de Caoba —dijo AntonioImbert—. Uno nuevecito, sin abrir.—Si no te importa, hablemos de otra cosa —lo cortó Salvador.—Siempre me olvido que delante de un beato como tú no se puede hablar deculos —se disculpó el del volante—. Digamos que tiene un plancito en SanCristóbal ¿Puedo decirlo así, Turco? ¿O también ofende tus oídos apostólicos?Pero nadie tenía ganas de bromear. Ni el propio Imbert; hablaba para llenarde algún modo la espera.—Atención —exclamó De la Maza, adelantando la cabeza.—Es un camión —replicó Salvador, con una simple ojeada a los farosamarillentos que se aproximaban—. No soy beato ni fanático, Antonio. Unpracticante de mi fe, nada más. Y, desde la Carta Pastoral de los obispos del 31de enero del año pasado, orgulloso de ser católico.En efecto, era un camión. Pasó rugiendo y contoneando una alta carga decajones sujetados con sogas; su rugido se fue apagando, hasta desaparecer.—¿Y un católico no puede hablar de coños pero sí matar, Turco? —loprovocó Imbert. Lo hacía con frecuencia: él y Salvador Estrella Sadhalá eran losamigos más íntimos de todo el grupo; estaban siempre gastándose bromas, aveces tan pesadas que quienes las presenciaban se creían que terminarían atrompadas. Pero no habían reñido nunca, su fraternidad era irrompible. Éstanoche, sin embargo, el Turco no lucía ni pizca de humor:—Matar a cualquiera, no. Acabar con un tirano, sí. ¿Has oído la palabratiranicidio? En casos extremos, la Iglesia lo permite. Lo escribió santo Tomás deAquino. ¿Quieres saber cómo lo sé? Cuando comencé a ayudar a la gente del 14de junio y comprendí que tendría que apretar el gatillo alguna vez, fui aconsultárselo a nuestro director espiritual, el padre Fortín. Un sacerdotecanadiense, de Santiago. Él me consiguió una audiencia con monseñor LinoZanini, el nuncio de Su Santidad. « ¿Sería pecado para un crey ente matar aTrujillo, monseñor?» . Cerró los ojos, reflexionó. Te podría repetir sus palabras,con su acento italiano. Me mostró la cita de santo Tomás, en la Suma Teológica.Si no la hubiera leído, no estaría aquí esta noche, con ustedes.Antonio de la Maza se había vuelto a mirarlo:—¿Le consultaste esto a tu director espiritual?Tenía la voz descompuesta. El teniente Amado García Guerrero temió quefuera a estallar en uno de esos arrebatos a los que De la Maza era propenso desdeque Trujillo hizo asesinar a su hermano Octavio, años atrás. Un arrebato como elque estuvo a punto de romper la amistad que lo unía a Salvador Estrella Sadhalá.Éste lo tranquilizó:—Hace mucho tiempo, Antonio. Cuando comencé a ayudar a los del 14 deJunio. ¿Me crees tan pendejo de confiar a un pobre cura una cosa así?—Explícame por qué puedes decir pendejo y no culo, coño ni tirar, Turco —se burló Imbert, tratando una vez más de aflojar la tensión. ¿No ofenden a Diostodas las malas palabras?—A Dios no lo ofenden las palabras sino los pensamientos obscenos —seresignó el Turco a seguirle la cuerda—. Los pendejos que preguntan pendejadastal vez no lo ofendan. Pero, lo aburrirán muchísimo.—¿Comulgaste esta mañana para llegar al gran acontecimiento con el almasacramentada? —siguió azuzándolo Imbert.—Comulgo todos los días, hace diez años —asintió Salvador—. No sé si tengoel alma como debe tenerla un cristiano. Sólo Dios sabe eso.« La tienes» , pensó Amadito. Entre todas las personas que había conocido ensus treinta y un años de vida, el Turco era la que más admiraba. Estaba casadocon Urania Mieses, una tía de Amadito a la que éste quería mucho. Desde queera cadete en la Academia Militar Batalla de Las Carreras, que dirigía el coronelJosé León Estévez (Pechito), marido de Angelita Trujillo, acostumbraba pasarsus días de salida en la casa de los Estrella Sadhalá. Salvador se había vueltoimportantísimo en su vida; le confiaba sus problemas, inquietudes, sueños, dudas,y pedía su consejo antes de cualquier decisión. Los Estrella Sadhalá organizaronla fiesta para celebrar la graduación de Amadito como espada de honor —¡elprimero en una promoción de treinta y cinco oficiales!—, a la que asistieron susonce tías abuelas maternas, y, años más tarde, también, lo que el joven tenientecrey ó sería la mejor noticia que recibiría jamás: la admisión de su solicitud paraingresar a la unidad más prestigiosa de las Fuerzas Armadas: los ayudantesmilitares, encargados de la custodia personal del Generalísimo.Amadito cerró los ojos y aspiró la brisa salada que entraba por las cuatroventanillas abiertas. Imbert, el Turco y Antonio de la Maza permanecíancallados. A Imbert y De la Maza los había conocido en la casa de la MahatmaGandhi, y la casualidad hizo que fuera testigo de la pelea entre el Turco yAntonio, tan violenta que él ya esperaba tiros, y, meses después, de lareconciliación de Antonio y Salvador en aras de un mismo propósito: matar alChivo. Quién le hubiera dicho a Amadito, aquel día de 1959, cuando Urania ySalvador le prepararon aquella fiesta donde se bebieron tantas botellas de ron,que antes de dos años estaría, en esta noche tibia y estrellada del martes 30 demay o de 1961, esperando al mismísimo Trujillo para matarlo. Cuántas cosashabían pasado desde aquel día en que, a poco de llegar a la Mahatma Gandhi 21,Salvador lo tomó del brazo y se lo llevó al más apartado rincón del jardín, conaire grave.—Tengo que decirte algo, Amadito. Por el cariño que te tengo. Que tetenemos todos en esta casa.Hablaba tan bajo que el joven adelantó la cabeza para oírlo.—¿A qué viene eso, Salvador?—A que no quiero perjudicarte en tu carrera. Viniendo aquí, puedes tenerproblemas.—¿Qué clase de problemas?La expresión del Turco, casi siempre calmada, se crispó. Un brillo de alarmaasomó en sus ojos.—Estoy colaborando con los muchachos del 14 de junio. Si lo descubren,sería gravísimo para ti. Un oficial del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo.¡Figúrate!El teniente nunca hubiera imaginado a Salvador de conspirador clandestino,ay udando a la gente que se había organizado para luchar contra Trujillo luego dela invasión castrista del 14 de junio, en Constanza, Maimón y Estero Hondo, quecostó tantas vidas. Sabía que el Turco detestaba al régimen y, aunque Salvador ysu mujer se cuidaban delante de él, algunas veces se les habían escapadoexpresiones contra el gobierno. Se callaban de inmediato, pues sabían queAmadito, aunque no le interesaba la política, profesaba, como cualquier oficialdel Ejército, una lealtad perruna, visceral, al Jefe Máximo, Benefactor y Padrede la Patria Nueva, que desde hacía tres décadas presidía los destinos de laRepública y las vidas y muertes de los dominicanos.—Ni una palabra más, Salvador. Ya me lo has dicho. Ya lo he oído. Ya meolvidé de lo que oí. Voy a seguir viniendo, como siempre. Ésta es mi casa.Salvador lo miró con esa mirada limpia, que a Amadito le contagiaba unasensación gratificante de la vida.—Vamos a tomarnos una cerveza, entonces. No nos pongamos tristes.Y, por supuesto, a las primeras personas a las que presentó a su novia, cuandose enamoró y empezó a pensar en casarse, fueron, luego de la tía abuela Meca—su preferida entre las once hermanas de su madre—, Salvador y Urania.¡Luisita Gil! Vez que la recordaba, el remordimiento le torcía las tripas y losublevaba la cólera. Sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Salvador se loprendió con su encendedor. La linda morenita, la graciosa, la coqueta Luisita Gil.Luego de unas maniobras, había ido con dos compañeros a dar un paseo en unbarquito a vela, en La Romana. En el embarcadero, dos muchachas comprabanpescado fresco. Les buscaron conversación y fueron con ellas a escuchar laretreta municipal. Ellas los invitaron a un matrimonio. Sólo Amadito pudo ir, puestenía día libre, sus compañeros debieron volver al cuartel. Se enamoró como unloco de esa morenita espigada y ocurrente, de ojos chispeantes, que bailaba elmerengue como una vedette de La Voz Dominicana. Y ella de él. A la segundasalida, a un cine y a una boite, pudo besarla y acariciarla. Era la mujer de suvida, nunca podría estar con nadie más. El apuesto Amadito había dicho estascosas a muchas mujeres desde sus días de cadete, pero esta vez las dijo deverdad. Luisa lo llevó a conocer a su familia, en La Romana, y él la invitó aalmorzar donde la tía Meca, en Ciudad Trujillo, y, un domingo, donde los EstrellaSadhalá: quedaron encantados con Luisa. Cuando les dijo que pensaba pedirla, loanimaron: era un encanto de mujer. Amadito la pidió formalmente a sus padres.De acuerdo con el reglamento, solicitó autorización para casarse al comando delos ay udantes militares.Fue su primer encontronazo con una realidad que hasta entonces, pese a susveintinueve años, sus espléndidas notas, su magnífico expediente de cadete yoficial, ignoraba totalmente. (« Como la may oría de los dominicanos» , pensó).La respuesta a su solicitud demoraba. Le explicaron que el cuerpo de ayudantesla pasaba al SIM, para que éste investigara a la persona. En una semana o diezdías tendría el visto bueno. Pero la respuesta no le llegó ni a los diez, ni a losquince ni a los veinte días. El día veintiuno, el jefe lo llamó a su despacho. Fue laúnica vez que cambió unas palabras con el Benefactor, pese a haber estado tantasveces cerca de él, en actos públicos, la primera en que este hombre al que veía adiario en la Estancia Radhamés le puso la vista encima.El teniente García Guerrero había oído hablar desde niño, en su familia —sobre todo a su abuelo, el general Hermógenes García—, en la escuela y, mástarde, de cadete y oficial, de la mirada de Trujillo. Una mirada que nadie podíaresistir sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esaspupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos yapetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes. Amadito se reía contanta vagabundería. El jefe sería un gran estadista, cuy a visión, voluntad ycapacidad de trabajo había hecho de la República Dominicana un gran país.Pero, no era Dios. Su mirada sólo podía ser la de un mortal.Le bastó entrar al despacho, chocar los tacos y anunciarse con la voz másmarcial que pudo sacar de su garganta —« ¡Teniente segundo García Guerrero, ala orden, Excelencia!» — para sentirse electrizado. « Pase» , dijo la aguda vozdel hombre que, sentado en el otro extremo de la habitación, ante un escritorioforrado de cuero rojo, escribía sin alzar la cabeza. El joven dio unos pasos ypermaneció firme, sin mover un músculo ni pensar, viendo los cabellos grisesalisados con esmero y el impecable atuendo —chaqueta y chaleco azul, camisablanca de inmaculado cuello y puños almidonados, corbata plateada sujeta conuna perla— y sus manos, sujetando una hoja de papel que la otra cubría contrazos rápidos, de tinta azul. En la izquierda, alcanzó a ver el anillo con la piedrapreciosa tornasolada que, según los supersticiosos, era un amuleto que, de joven,cuando, como miembro de la Guardia Constabularia, perseguía a los« gavilleros» sublevados contra el ocupante militar norteamericano, le dio unbrujo haitiano, asegurándole que mientras no se la quitara sería invulnerable alenemigo.—Una buena hoja de servicios, teniente —lo oyó decir.—Muchas gracias, Excelencia.La cabeza plateada se movió y aquellos ojos grandes, fijos, sin brillo y sinhumor, buscaron los suyos. « Yo nunca he tenido miedo en la vida» , confesódespués el muchacho a Salvador. « Hasta que me cay ó encima esa mirada» ,Turco. Es verdad. Como si me escarbara la conciencia. Hubo un largo silencio,mientras aquellos ojos examinaban su uniforme, su correaje, sus botones, sucorbata, su quepis. Amadito comenzó a sudar. Sabía que el menor descuidoindumentario provocaba al jefe un disgusto tal que podía irrumpir en violentasrecriminaciones.—Ésa hoja de servicios tan buena no puede mancharla casándose con lahermana de un comunista. En mi gobierno no se juntan amigos y enemigos.Hablaba con suavidad, sin quitarle de encima la mirada taladrante. Pensó queen cualquier momento la chillona vocecita soltaría un gallo.—El hermano de Luisa Gil es uno de esos subversivos del 14 de junio. ¿Losabía?—No, Excelencia.—Ahora lo sabe —se aclaró la garganta, y, sin cambiar de tono, añadió—:Hay muchas mujeres en este país. Búsquese otra.—Sí, Excelencia.Lo vio hacer un signo de asentimiento, dando por terminada la entrevista.—Permiso para retirarme, Excelencia.Hizo sonar los tacos y saludó. Salió con paso marcial, disimulando la zozobraque lo embargaba. Un militar obedecía las órdenes, sobre todo si venían delBenefactor y Padre de la Patria Nueva, quien había distraído unos minutos de sutiempo para hablarle en persona. Si le había dado esa orden a él, oficialprivilegiado, era por su propio bien. Debía obedecer. Lo hizo, apretando losdientes. Su carta a Luisa Gil no tenía una sola palabra que no fuera verdad:« Con mucho pesar, y aunque por ello sufran mis sentimientos, deborenunciar a mi amor por ti, y anunciarte adolorido que no podemos casarnos. Melo prohíbe la superioridad, en razón de las actividades antitrujillistas de tuhermano, algo que me habías ocultado. Entiendo por qué lo hiciste. Pero, por esomismo, espero que tú también entiendas la difícil decisión que me veo obligado atomar en contra de mi voluntad. Aunque siempre te recordaré con amor, novolveremos a vernos. Te deseo suerte en la vida. No me guardes rencor» . ¿Lohabría perdonado la bella, la alegre, la espigada muchacha de La Romana?Aunque no hubiera vuelto a verla, no la había reemplazado en su corazón. Luisase había casado con un próspero agricultor de Puerto Plata. Pero, si ella llegó aperdonarle la ruptura, nunca le habría perdonado lo otro, si llegaba a saberlo. Éltampoco se lo perdonaría jamás. Aunque, dentro de unos momentos, tuviera asus pies el cadáver del Chivo cosido a balazos —en esos ojos fríos de iguanaquería reventarle las balas de su pistola— tampoco se lo perdonaría. « Eso, almenos, Luisa nunca lo sabrá» . Ni ella ni nadie, fuera de los que urdieron laemboscada.Y, por supuesto, Salvador Estrella Sadhalá, a cuya casa de la MahatmaGandhi 21 el teniente García Guerrero llegó esa madrugada, devastado por elodio, el alcohol y la desesperación, directamente del burdel de Pucha Vittini, aliasPucha Brazobán, en la parte alta de la calle Juana Saltitopa, donde lo llevaron,luego de aquello, el coronel Johnny Abbes y el may or Roberto Figueroa Carrión,para que con unos cuantos tragos y un buen culo se olvidara del mal rato. « Malrato» , « sacrificio por la Patria» , « prueba de voluntad» , « óbolo de sangre alJefe» : esas cosas le habían dicho. Después, lo felicitaron por hacerse merecedordel ascenso. Amadito dio una chupada al cigarrillo y lo arrojó a la carretera: unminúsculo fuego de artificio al estrellarse contra el asfalto. « Si no piensas en otracosa, vas a llorar» , se dijo, avergonzado ante la idea de que Imbert, Antonio ySalvador lo vieran romper en sollozos. Creerían que se había acobardado. Apretólos dientes hasta hacerse daño. Nunca había estado tan seguro de nada, como deesto. Mientras el Chivo viviera, él no viviría, sería la desesperación ambulanteque era desde aquella noche de enero de 1961 en que el mundo se le desmoronó,y, para no dispararse un tiro en la boca, corrió a la Mahatma Gandhi 21, arefugiarse en la amistad de Salvador. Le contó todo. No de inmediato. Porquecuando el Turco abrió la puerta, sorprendido por esos golpes al amanecer que lossacaron de la cama y del sueño a él, su mujer y los niños, y se encontró en elumbral con la silueta desbaratada y apestando a alcohol de Amadito, éste nopodía pronunciar palabra. Abrió los brazos y estrechó a Salvador. « ¿Qué pasa,Amadito? ¿Quién se murió?» . Lo llevaron a su dormitorio, lo echaron en lacama, dejaron que se desahogara balbuceando incoherencias. Urania Mieses lepreparó una infusión de y erbabuena, que le hizo tomar a sorbos, como a unniñito.—No nos cuentes nada de lo que podrías arrepentirte —lo atajó el Turco.Tenía sobre el pijama un kimono con ideogramas. Estaba sentado en unaesquina de la cama, mirando a Amadito con cariño.—Te dejo solo con Salvador —lo besó su tía Urania en la frente, levantándose—. Para que hables con más confianza, para que le digas lo que te daría penacontarme a mí.Amadito se lo agradeció. El Turco apagó la luz central. La pantalla de lalamparilla del velador tenía unos dibujos que el resplandor del foco enrojecía.¿Nubes? ¿Animales? El teniente pensó que, si estallaba un incendio, no semovería.—Duerme, Amadito. Con la luz del día, las cosas te parecerán menostrágicas.—Será igual, Turco. Día y noche seguiré teniéndome asco. Peor, cuando seme quiten los tragos.Comenzó ese mediodía, en el cuartel general de los ayudantes militares,contiguo a la Estancia Radhamés. Acababa de regresar de Boca Chica, adonde elenlace del Jefe del Estado May or Conjunto con el Generalísimo Trujillo, may orRoberto Figueroa Carrión, lo envió a entregar un sobre sellado al general RamfisTrujillo, en la Base de la Fuerza Aérea Dominicana. El teniente entró al despachodel may or a dar cuenta de su misión y éste lo recibió con expresión traviesa. Lemostró la carpeta de tapas rojas que tenía sobre el escritorio.—¿A que no sabes qué hay aquí?—¿Una semanita de permiso para irme a la play a, mi may or?—¡Tu ascenso a teniente primero, muchacho! —se alegró su jefe,alcanzándole la carpeta.—Me quedé con la boca abierta, porque no me tocaba —Salvador no semovía—. Me faltan ocho meses para solicitar ascenso. Pensé: « Un premioconsuelo, por haberme negado el permiso para casarme» .Salvador, al pie de la cama, hizo una mueca, incómodo.—¿Acaso no sabías, Amadito? Tus compañeros, tus jefes, ¿no te habíanhablado de la prueba de la lealtad?—Creí que eran habladurías —negó Amadito, con convicción, con furia—. Telo juro. La gente no va por ahí, jactándose de eso. No lo sabía. Me tomódesprevenido.—¿Era eso verdad, Amadito? Una mentira más, una mentira piadosa más, enesas sartas de mentiras que había sido la vida desde que entró a la AcademiaMilitar. Desde que nació, puesto que había nacido casi al mismo tiempo que laEra. Claro que tenías que haber sabido, sospechado; claro que, en la Fortaleza deSan Pedro de Macorís, y, luego, entre los ayudantes militares, habías oído,intuido, descubierto, a partir de las bromas, guaperías, aspavientos, bravuconadas,que los privilegiados, los elegidos, los oficiales a los que se confiaba los puestos demayor responsabilidad eran sometidos a una prueba de lealtad a Trujillo, antesde ser ascendidos. Sabías muy bien que aquello existía. Pero, ahora, el segundoteniente García Guerrero sabía también que nunca quiso enterarse con detallesde qué se trataba aquella prueba. El mayor Figueroa Carrión le estrechó la manoy le repitió algo que, de tanto oírlo, había terminado por creérselo:—Estás haciendo una gran carrera, muchacho. Le ordenó que fuera abuscarlo a su casa, a las ocho de la noche: irían a tomarse un trago para celebrarsu ascenso y resolver un trámite.—Llévate el jeep —lo despidió el may or.A las ocho, Amadito estuvo en casa de su jefe. Éste no lo hizo pasar. Debíahaber estado espiando por la ventana, pues, antes de que Amadito alcanzara aapearse del jeep, apareció en la puerta. Subió al vehículo de un salto y sinresponder el saludo del teniente, le ordenó, con voz falsamente natural:—A La Cuarenta, Amadito.—¿A la cárcel, mi mayor?—Si, a La Cuarenta —repitió el teniente—. Allá nos estaba esperando y asabes quién, Turco.—Johnny Abbes —murmuró Salvador.—El coronel Abbes García —rectificó, con sorda ironía, Amadito—. El jefedel SIM, sí.—¿Seguro que quieres contarme esto, Amadito? —el joven sintió la mano deSalvador en su rodilla—. ¿No me vas a odiar después, por saber que yo tambiénlo sé?Amadito lo conocía de vista. Lo había divisado deslizándose como unasombra por los pasadizos del Palacio Nacional, bajando de su Cadillac negroblindado o subiendo a él en los jardines de la Estancia Radhamés, entrando osaliendo del despacho del jefe, algo que Johnny Abbes sí, y probablemente nadiemás en toda la nación, podía hacer —presentarse a cualquier hora del día o de lanoche en el Palacio Nacional o en la residencia privada del Benefactor y serrecibido de inmediato— y, siempre, como muchos de sus compañeros en elEjército, la Marina o la Aviación, había tenido un secreto estremecimiento derevulsión, ante aquella silueta fofa y mal embutida en el uniforme de coronel, lanegación encarnada del porte, la agilidad, la marcialidad, la virilidad, la fortalezay apostura que debían lucir los militares —lo decía el jefe cada vez que hablabaa sus soldados en la Fiesta Nacional y en el día de las Fuerzas Armadas—,aquella cara mofletuda y fúnebre, con el bigotito recortado a la manera deArturo de Córdova o Carlos López Moctezuma, los actores mexicanos más demoda, y una papada de gallo capón que le colgaba sobre el pescuezo encogido.Aunque sólo lo decían en la más cerrada intimidad y después de muchos tragosde ron, los oficiales detestaban al coronel Johnny Abbes García porque no era unmilitar de verdad. No se había ganado sus galones como ellos, estudiando,pasando por la academia y los cuarteles, sudando para trepar en el escalafón.Los tenía en pago de servicios seguramente sucios, para justificar sunombramiento de todopoderoso jefe del Servicio de Inteligencia Militar. Ydescontaban de él, por las sombrías hazañas que se le atribuían, lasdesapariciones, las ejecuciones, las súbitas caídas en desgracia de encumbradospersonajes —como la recientísima, del senador Agustín Cabral—, las terriblesdelaciones, infidencias y calumnias de la columna periodística El Foro Públicoque aparecía cada mañana en El Caribe y que tenían a las gentes en vilo, pues delo que se dijera allí de ellas dependía su destino, por las intrigas y operacionescontra, a veces, gente apolítica, digna, ciudadanos pacíficos que, por algunarazón, habían caído en las infinitas redes de espionaje que Johnny Abbes Garcíay su multitudinario ejército de caliés tenían tendidas por todos los vericuetos de lasociedad dominicana. Muchos oficiales —el teniente García Guerrero entre ellos— se sentían autorizados a despreciar en su fuero íntimo a ese individuo, pese a laconfianza que le tenía el Generalísimo, porque pensaban, como muchos hombresdel gobierno y, al parecer, el propio Ramfis Trujillo, que el coronel AbbesGarcía, por su desembozada crueldad, desprestigiaba al régimen y daba razonesa sus críticos. Sin embargo, Amadito recordaba una discusión en la que su jefeinmediato, el mayor Figueroa Carrión, a la sobremesa de una cena rociada decerveza entre un grupo de los ayudantes militares, tomó su defensa: « El coronelpuede ser un demonio; pero, al jefe le sirve: todo lo malo se le atribuye a él y aTrujillo sólo lo bueno. ¿Qué mejor servicio que ése? Para que un gobierno duretreinta años, hace falta un Johnny Abbes que meta las manos en la mierda. Y elcuerpo y la cabeza, si hace falta. Que se queme. Que concentre el odio de losenemigos y, a veces, el de los amigos. El Jefe lo sabe y, por eso, lo tiene a sulado. Si el coronel no le cuidara las espaldas, quién sabe si no le hubiera pasadoya lo que a Pérez Jiménez en Venezuela, a Batista en Cuba y a Perón enArgentina» .—Buenas noches, teniente.—Buenas noches, mi coronel.Amadito se llevó la mano al quepis e hizo el saludo militar, pero AbbesGarcía le estrechó la mano —una mano blanda como una esponja, húmeda desudor— y le dio una palmadita en la espalda.—Pasen por aquí. Junto a la garita, donde se apiñaba media docena deguardias, pasando la reja de la entrada, había un pequeño cuarto, que debía servirde oficina administrativa, con una mesa y un par de sillas. Lo mal alumbraba unasola bombilla balanceándose al final de un largo cordón lleno de moscas; en tornode ella chisporroteaba una nube de insectos. El coronel cerró la puerta, les señalólas sillas. Entró un guardia con una botella de Johnny Walker etiqueta roja (« Lamarca que prefiero, por ser Juanito Caminante mi tocay o» , bromeó el coronel),vasos, un balde de hielo y varias botellas de agua mineral. Mientras servía lostragos, el coronel le hablaba al teniente, como si el mayor Figueroa Carrión noestuviera allí.—Felicitaciones por el nuevo galón. Y por esa hoja de servicios. La conozcomuy bien. El SIM recomendó su ascenso. Por sus méritos militares y cívicos. Lecuento un secreto. Usted es uno de los pocos oficiales a los que se les negó elpermiso para casarse y obedeció sin pedir reconsideración. Por eso el jefe lopremia, adelantándole el ascenso un año. ¡Un brindis con Juanito Caminante!Amadito bebió un largo trago. El coronel Abbes García le había llenado casiel vaso de whisky y echado apenas un chorrito de agua, de modo que recibió ellíquido como una descarga en el cerebro.—A esas alturas, en ese lugar, con Johnny Abbes dándote trago ¿noadivinabas lo que se te venía encima? —musitó Salvador. El joven detectó lapesadumbre empozada en las palabras de su amigo.—Que iba a ser duro y feo, sí, Turco —repuso, temblando—. Pero, nunca loque pasaría.El coronel sirvió otra ronda. Los tres se habían puesto a fumar y el jefe delSIM habló de lo importante que era no dejar levantar cabeza al enemigo deadentro, aplastársela cada vez que intentara actuar.—Porque, mientras el enemigo de adentro esté débil y desunido, lo que hagael de afuera no importa. Que Estados Unidos chille, que la OEA patalee, queVenezuela y Costa Rica ladren, no nos hace mella. Más bien, une a losdominicanos como un puño en torno al jefe.Tenía una vocecita arrastrada y rehuía la mirada de su interlocutor. Sus ojitospequeños, oscuros, rápidos, evasivos, estaban continuamente moviéndose y comodivisando cosas ocultas a los demás. De rato en rato, se secaba el sudor con ungran pañuelo rojo.—Sobre todo, los militares —hizo una pausa, para echar al suelo la ceniza desu cigarrillo—. Y, sobre todo, la crema de los militares, teniente García Guerrero.A la que usted pertenece ya. El Jefe quería que oy era esto.Volvió a hacer una pausa, dio un copazo, tomó un trago de whisky. Sóloentonces pareció descubrir que el mayor Figueroa Carrión existía:—¿El teniente sabe lo que el Jefe espera de él?—No necesita que nadie se lo diga, es el oficial con más sesos de supromoción —el may or tenía cara de sapo y sus rasgos hinchados se habíanacentuado y sonrosado con el alcohol. A Amadito le dio la impresión de que eldiálogo era una comedia ensayada—. Me imagino que lo sabe; si no, no semerece este nuevo galón.Hubo otra pausa, mientras el coronel llenaba los vasos por tercera vez. Echólos cubitos de hielo con las manos. « Salud» , y bebió y ellos bebieron. Amaditose dijo que prefería mil veces un trago de ron con Cocacola al whisky, tanamargo. Y sólo en ese momento comprendió lo de Juanito Caminante. « Québruto no haberme dado cuenta» , pensó. ¡Qué raro ese pañuelo rojo del coronel!Había visto pañuelos blancos, azules, grises. ¡Pero, rojos! Vay a capricho.—Usted va a tener cada vez may ores responsabilidades —dijo el coronel,con aire solemne—. El Jefe quiere estar seguro de que está a la altura.—¿Qué debo hacer, mi coronel? —a Amadito lo irritaba tanto preámbulo—.He cumplido siempre lo que mis superiores me han ordenado. Yo no defraudarénunca al Jefe. ¿Se trata de la prueba de la lealtad, cierto?El coronel, cabizbajo, miraba la mesa. Cuando levantó la cara, el tenientenotó un brillo de satisfacción en esos ojos furtivos.—Es verdad, a los oficiales con huevos, trujillistas hasta el tuétano, no se lesdora la píldora —se puso de pie—. Tiene razón, teniente. Acabemos con estabobería, para celebrar ese nuevo galón donde Puchita Brazobán.—¿Qué tenías que hacer? —Salvador hablaba haciendo esfuerzos, con lagarganta rajada y una expresión abatida.—Matar a un traidor con mis manos. Así lo dijo: « Y sin que le tiemblen,teniente» .Cuando salieron al patio de La Cuarenta, Amadito sintió que las sienes lezumbaban. Junto al gran árbol de bambú, al lado del chalet convertido en cárcely centro de torturas del SIM, había, cercano al jeep en el que había venido, otro,casi idéntico, con las luces apagadas. En el asiento de atrás, dos guardias confusiles flanqueaban a un tipo con las manos atadas y una toalla cubriéndole laboca.—Venga conmigo, teniente —dijo Johnny Abbes, sentándose al volante deljeep donde estaban los guardias—. Síguenos, Roberto.Al salir los dos vehículos de la prisión y tomar la carretera de la costa, sedesencadenó una tormenta y la noche se llenó de truenos y relámpagos. Lastrombas de agua los calaron.—Mejor que llueva, aunque nos mojemos —comentó el coronel—.Descargará este calor. Los campesinos estaban clamando por un poco de agua.No recordaba cuánto duró el tray ecto, pero no debía de haber sido largo,pues, en cambio, recordaba que al entrar al burdel de Pucha Vittini, luego deestacionar el jeep en la calle Juana Saltitopa, el reloj de pared del saloncito de laentrada daba las diez de la noche. Todo aquello, desde que recogió al may orFigueroa Carrión en su casa, había durado menos de dos horas. Abbes García sesalió de la carretera y el jeep brincó y se sacudió como si fuera a desintegrarsepor el descampado de y erba alta y pedruscos que cruzaba, seguido de cerca porel jeep del mayor, cuyos faros los iluminaban. Estaba oscuro, pero el tenientesupo que avanzaban paralelos al mar porque el estruendo de las olas se habíaacercado hasta meterse en sus orejas. Le pareció que contorneaban el pequeñopuerto de La Caleta. Apenas se detuvo el jeep, dejó de llover. El coronel se apeóde un salto y Amadito lo imitó. Los dos guardias estaban adiestrados, pues, sinesperar órdenes, bajaron a empujones al prisionero. A la luz de un relámpago, elteniente vio que el amordazado estaba sin zapatos. Todo el trayecto, habíamantenido absoluta docilidad, pero, apenas pisó el suelo, como tomando por finconciencia de lo que iba a ocurrirle, comenzó a retorcerse, a rugir, tratando dezafarse de las ligaduras y de la mordaza. Amadito, que hasta entonces habíaevitado mirarlo, observó los movimientos convulsivos de su cabeza, queriendoliberar su boca, decir algo, tal vez rogar que se apiadaran de él, tal vezmaldecirlos. « ¿Y si saco el revólver y disparo contra el coronel, el may or y losdos guardias y dejo que se fugue?» , pensó.—En vez de uno, habría dos muertos en el farallón —dijo Salvador.—Menos mal que paró de llover —se quejó el mayor Figueroa Carrión,apeándose—. Me empapé, coño.—¿Tiene usted ahí su arma? —preguntó el coronel Abbes García—. No hagasufrir más al pobre diablo.Amadito asintió, sin decir palabra. Dio unos pasos hasta ponerse junto alprisionero. Los soldados lo soltaron y se apartaron. El tipo no se echó a correr,como Amadito pensó que haría. No le obedecerían las piernas, el miedo lomantendría atornillado a las y erbas y el barro de ese descampado donde elviento soplaba con brío. Pero, aunque no intentó huir, siguió moviendo la cabeza,con desesperación, a derecha e izquierda, arriba y abajo, en su inútil empeño pordesprenderse de la mordaza. Emitía un rugido entrecortado.El teniente García Guerrero le puso el caño de su pistola en la sien y disparó.El tiro lo ensordeció y le hizo cerrar los ojos, un segundo.—Remátelo —dijo Abbes García—. Nunca se sabe.Amadito, inclinándose, palpó la cabeza del tendido —estaba quieto y mudo—y volvió a disparar, a quemarropa.—Ahora sí —dijo el coronel, cogiéndolo del brazo y empujándolo hacia eljeep del may or Figueroa Carrión.—Los guardias saben lo que tienen que hacer. Vámonos donde Puchita, acalentar el cuerpo.En el jeep, conducido por Roberto, el teniente García Guerrero permaneciócallado, oy endo a medias el diálogo entre el coronel y el mayor. Se acordaba dealgo que dijeron:—¿Lo enterrarán ahí?—Lo echarán al mar —explicó el jefe del SIM—. Es la ventaja de estefarallón. Alto, cortado a cuchillo. Abajo, hay una entrada de mar, con muchofondo, como una poza. Llena de tiburones y tintoreras, esperando. Se lo tragan ensegundos, es cosa de ver. No dejan huella. Seguro, rápido y, también, limpio.—¿Reconocerías ese farallón? —le preguntó Salvador.No. Sólo recordaba que, antes de llegar, habían pasado cerca de esa pequeñaensenada, La Caleta. Pero no podría rehacer toda la tray ectoria, desde LaCuarenta.—Te daré un somnífero —Salvador volvió a ponerle la mano en la rodilla—.Que te haga dormir seis, ocho horas. —Todavía no he terminado, Turco. Unpoquito más de paciencia. Para que me escupas en la cara y me eches de tucasa.Habían ido al burdel de Pucha Vittini, apodada Puchita Brazobán, una viejacasa con balcones y un jardín seco, un burdel frecuentado por caliés, gentevinculada al gobierno y al SIM, para el que, según rumores, trabajaba tambiénesa vieja malhablada y simpática que era Pucha, ascendida en la jerarquía de suoficio a administradora y regenta de putas, después de haberlo sido ella mismaen los burdeles de la calle Dos, desde muy joven y con éxito. Los recibió en lapuerta y saludó a Johnny Abbes y al mayor Figueroa Carrión como a viejosamigos. A Amadito le cogió la barbilla: « ¡Qué papacito!» . Los guió hasta elsegundo piso y los hizo sentar en una mesita junto al bar. Johnny Abbes pidió quetrajera a Juanito Caminante.—Sólo después de un buen rato caí que era el whisky, mi coronel —confesóAmadito—. Johnny Walker. Juanito Caminante. Facilísimo y no me daba cuenta.—Esto es mejor que los psiquiatras —dijo el coronel—. Sin JuanitoCaminante y o no mantendría el equilibrio mental, lo más importante en mitrabajo. Para hacerlo bien, hay que tener serenidad, sangre fría, cojones helados.No mezclar nunca las emociones con el razonamiento.No había clientes todavía, salvo un calvito con anteojos, sentado en elmostrador, bebiendo una cerveza. En la vellonera tocaban un bolero y Amaditoreconoció la voz densa de Toña la Negra. El mayor Figueroa Carrión se puso depie y fue a sacar a bailar a una de las mujeres que cuchicheaban en un rincón,bajo un gran cartel de una película mexicana con Libertad Lamarque y TitoGuízar.—Usted tiene nervios bien templados —aprobó el coronel Abbes García—.No todos los oficiales son así. He visto a muchos bravos que, en la hora crítica, sedespintan. Los he visto cagarse de miedo. Porque, aunque nadie se lo crea, paramatar se necesitan más huevos que para morir.Sirvió las copas y dijo: « Salud» . Amadito bebió, con avidez. ¿Cuántos tragos?Tres, cinco, pronto perdió la noción de tiempo y de lugar. Además de beber,bailó, con una india a la que acarició y metió a un cuartito iluminado por unabombilla cubierta por un celofán rojo, que se mecía sobre una cama con unacolcha llena de colorines. No pudo tirársela. « Por lo borracho que estoy,mamacita» , se disculpó. La verdadera razón era el nudo en el estómago, elrecuerdo de lo que acababa de hacer. Por fin, se armó de coraje para decir alcoronel y al may or que se iba, pues se sentía descompuesto con tanto trago.Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, suCadillac negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldasarmados. El coronel le dio la mano.—¿No tiene curiosidad por saber quién era ése?—Prefiero no saberlo, mi coronel.La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras sesecaba la cara con su pañuelo color fuego:—Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No mejoda, teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio,el hermanito de su exnovia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, y aharemos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.El teniente volvió a sentir la mano del Turco en su rodilla.—Es mentira, Amadito —quiso animarlo Salvador—. Pudo ser cualquier otro.Te engañó. Para destrozarte del todo, para hacerte sentir más comprometido,más esclavo. Olvídate de lo que te dijo. Olvídate de lo que hiciste.Amadito asintió. Muy despacio, señaló el revólver de su cartuchera.—La próxima vez que dispare, será para matar a Trujillo, Turco —dijo—. Túy Tony Imbert pueden contar conmigo para cualquier cosa. Ya no necesitancambiar de tema cuando y o llegue a esta casa.—Atención, atención, ése viene derechito —dijo Antonio de la Maza,levantando el cañón recortado a la altura de la ventana, listo para disparar.Amadito y Estrella Sadhalá empuñaron también sus armas. Antonio Imbertencendió el motor. Pero, el automóvil que venía por el Malecón hacia ellos,deslizándose despacio, buscando, no era el Chevrolet sino un pequeñoVolkswagen. Fue frenando, hasta descubrirlos. Entonces, viró en la direccióncontraria, hacia donde ellos estaban estacionados. Se detuvo a su lado, con lasluces apagadas.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now