II

1K 10 2
                                    


  Despertó, paralizado por una sensación de catástrofe. Inmóvil, pestañeaba en laoscuridad, prisionero en una telaraña, a punto de ser devorado por un bichopeludo lleno de ojos. Por fin pudo estirar la mano hacia el velador dondeguardaba el revólver y la metralleta con el cargador puesto. Pero, en vez delarma, empuñó el reloj despertador: las cuatro menos diez. Respiró. Ahora sí, sehabía despertado del todo. ¿Pesadillas, de nuevo? Tenía unos minutos todavía,pues, maniático de la puntualidad, no saltaba de la cama antes de las cuatro. Niun minuto antes ni uno después.« A la disciplina debo todo lo que soy» , se le ocurrió. Y la disciplina, norte desu vida, se la debía a los marínes. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro deMacorís, para ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquisdecidieron crear al tercer año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sindificultad. En el entrenamiento, la mitad de los aspirantes quedaron eliminados.Él gozó con cada ejercicio de agilidad, arrojo, audacia o resistencia, aun enaquéllos, feroces, para probar la voluntad y la obediencia al superior, zambullirseen lodazales con el equipo de campaña o sobrevivir en el monte bebiendo lapropia orina y masticando tallos, yerbas, saltamontes. El sargento Gittleman lepuso la más alta calificación: « Irás lejos, Trujillo» . Había ido, sí, gracias a esadisciplina despiadada, de héroes y místicos, que le enseñaron los marines. Pensócon gratitud en el sargento Simon Gittleman. Un gringo leal y desinteresado, enese país de pijoteros, vampiros y pendejos. ¿Había tenido Estados Unidos unamigo más sincero que él, los últimos treinta y un años? ¿Qué gobierno lo habíaapoy ado más en la ONU? ¿Cuál fue el primero en declarar la guerra a Alemaniay al Japón? ¿Quién untó con más dólares a representantes, senadores,gobernadores, alcaldes, abogados y periodistas de Estados Unidos? El pago: lassanciones económicas de la OEA, para dar gusto al negrito de RómuloBetancourt y seguir mamando petróleo venezolano. Si Johnny Abbes hubierahecho mejor las cosas y la bomba le hubiera arrancado la cabeza al maricón deRómulo, no habría sanciones y los gringos pendejos no joderían con la soberanía,la democracia y los derechos humanos. Pero, entonces, él no hubiera descubiertoque, en ese país de doscientos millones de pendejos, tenía un amigo como SimonGittleman. Capaz de iniciar una campaña personal en defensa de la RepúblicaDominicana, desde Phoenix, Arizona, donde vivía dedicado a los negocios desdeque se jubiló de los marines. ¡Sin pedir un centavo! Había varones así todavía,entre los marines. ¡Sin pedir ni cobrar! Qué lección para esas sanguijuelas delSenado y la Cámara de Representantes a las que él cebaba ya tantos años, quesiempre querían más cheques, más concesiones, más decretos, másexoneraciones fiscales, y que, ahora, cuando los necesitaba, se hacían losdesentendidos.Miró el reloj: cuatro minutos todavía. ¡Gringo magnífico, Simon Gittleman!Un verdadero marina. Abandonó sus negocios en Arizona, indignado por laofensiva contra Trujillo de la Casa Blanca, Venezuela y la OEA, y bombardeó laprensa norteamericana con cartas, recordando que la República Dominicana fuedurante toda la Era de Trujillo un baluarte del anticomunismo, el mejor aliado deEstados Unidos en el hemisferio occidental. No contento con eso, fundó —¡de supropio bolsillo, coño!— comités de apoyo, hizo publicaciones, organizóconferencias. Y, para dar un ejemplo, se vino a Ciudad Trujillo con su familia yalquiló una casa en el Malecón. Éste mediodía Simon y Dorothy comerían con élen Palacio, y el exmarina recibiría la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte, lamás alta condecoración dominicana. ¡Un verdadero marina, sí señor!Las cuatro en punto, ahora sí. Encendió la lamparilla de la mesa de noche, sepuso las zapatillas y se levantó, sin la agilidad de antaño. Los huesos le dolían ysentía resentidos los músculos de las piernas y la espalda, como hacía unos días,en la Casa de Caoba, la maldita noche de la muchachita desabrida. El disgusto lehizo rechinar los dientes. Caminaba hacia la silla, donde Sinforoso había dispuestosu traje de sudar y sus zapatillas de ejercicios, cuando una sospecha lo contuvo.Ansioso, observó las sábanas: la informe manchita grisácea envilecía la blancuradel hilo. Se le había salido, otra vez. La indignación borró el desagradablerecuerdo de la Casa de Caoba. ¡Coño! ¡Coño! Éste no era un enemigo quepudiera derrotar como a esos cientos, miles, que había enfrentado y vencido, a lolargo de los años, comprándolos, intimidándolos o matándolos. Vivía dentro de él,carne de su carne, sangre de su sangre. Lo estaba destruyendo precisamentecuando necesitaba más fuerza y salud que nunca. La muchachita esqueleto letrajo mala suerte.Encontró inmaculadamente lavados y planchados el suspensor, el short, lacamiseta, las zapatillas. Se vistió, haciendo gran esfuerzo. Nunca había necesitadomuchas horas de sueño; desde joven, en San Cristóbal, o cuando era jefe deguardas campestres en el ingenio Boca Chica, cuatro o cinco le bastaban, aun sihabía bebido y tirado hasta el amanecer. Su capacidad de recuperación física,con un mínimo de reposo, contribuy ó a su aureola de ser superior. Aquello seterminó. Despertaba cansado y no conseguía dormir ni cuatro horas; dos o tres alo más, y sobresaltado por pesadillas.La noche anterior estuvo desvelado, a oscuras. Por las ventanas veía las copasde algunos árboles y un pedazo de cielo tachonado de estrellas. En la noche clarallegaba hasta él, a ratos, el parloteo de esas viejas trasnochadoras, declamandopoesías de Juan de Dios Peza, de Amado Nervo, de Rubén Darío (lo que le hizosospechar que se hallaba entre ellas la Inmundicia Viviente, que sabía dememoria a Darío), los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda y las décimaspicantes de Juan Antonio Alix. Y, por supuesto, los versos de doña María,escritora y moralista dominicana. Se echó a reír, mientras trepaba a la bicicletaestacionaria y comenzaba a pedalear. Su mujer había acabado por tomárselo enserio, y, de cuando en cuando, organizaba en el salón de patinar de la EstanciaRadhamés veladas literarias donde traía declamadoras a recitar versos pendejos.El senador Henry Chirinos, que se las daba de poeta, solía participar en aquellosencierros, gracias a los cuales cebaba su cirrosis por cuenta del erario. Paracongraciarse con María Martínez esas viejas pendejas, como el propio Chirinos,se habían aprendido páginas de las Meditaciones morales o parlamentos de laobrita de teatro Falsa amistad, las recitaban y las pericas aplaudían. Y su mujer—pues esa vieja gorda y pendeja, la Prestante Dama, era su mujer, después detodo— se había tomado en serio lo de escritora y moralista. Por qué no. ¿No lodecían los periódicos, las radios, la televisión? ¿No era libro de lectura obligatoriaen las escuelas, esas Meditaciones morales, prologadas por el mexicano JoséVasconcelos, que se reimprimían cada dos meses? ¿No había sido Falsa amistadel más grande éxito teatral de los treinta y un años de la Era de Trujillo? ¿No lahabían puesto por las nubes los críticos, los periodistas, los profesoresuniversitarios, los curas, los intelectuales? ¿No le dedicaron un seminario en elInstituto Trujilloniano? ¿No habían elogiado sus conceptos los ensotanados, losObispos, esos cuervos traidores, esos judas, que después de vivir de sus bolsillos,ahora también, igual que los yanquis, se pusieron a hablar de derechos humanos?La Prestante Dama era escritora y moralista. No gracias a ella, sino a él, comotodo lo que ocurría en este país hacía tres décadas. Trujillo podía hacer que elagua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los cojones. Se lorecordó a María en la última pelea: « Olvidas que esas pendejadas no lasescribiste tú, que no sabes escribir tu nombre sin faltas gramaticales, sino elgallego traidor de José Almoina, pagado por mí. ¿No sabes lo que dice la gente?Que las iniciales de Falsa amistad, F y A, quieren decir: Fue Almoina» . Tuvootro acceso de risa, franca, alegre. Se le había eclipsado la amargura. María seechó a llorar. « ¡Cómo me humillas!» , y lo amenazó con quejarse a Mamá Julia.Como si su pobre madre con sus noventa y seis años estuviera para enredos defamilia. Igual que sus hermanos, su mujer recurría siempre a la Excelsa Matronacomo paño de lágrimas. Para hacer las paces, hubo que untarle la mano una vezmás. Pues era verdad lo que decían los dominicanos en voz baja: la escritora ymoralista era una pijotera, un alma llena de roña. Lo fue desde que eranamantes. Todavía jovencita, se le ocurrió lo de la lavandería para los uniformesde la Policía Nacional Dominicana, con lo que hizo sus primeros pesos. Elpedaleo le calentó el cuerpo. Se sentía en forma. Quince minutos: suficiente.Otros quince de remo, antes de empezar la batalla del día.El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios.Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo,musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba?Meses. Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo,como el primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primeraojeada al cuerpo desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada.Pero, le envenenó esta idea el recuerdo de la flaquita que ese hijo de putaconsiguió metérsela en la cama. ¿Lo hizo a sabiendas de la humillación quepasaría? No tenía huevos para eso. Ella se lo habría contado y él, reído acarcajadas. Correría y a por las bocas chismosas, en los cafetines de El Conde.Tembló de vergüenza y rabia, remando siempre, con regularidad. Ya sudaba. ¡Silo vieran! Otro mito que repetían sobre él era: « Trujillo nunca suda. Se pone enlo más ardiente del verano esos uniformes de paño, tricornio de terciopelo yguantes, sin que se vea en su frente brillo de sudor» . No sudaba si no quería.Pero, en la intimidad, cuando hacía sus ejercicios, daba permiso a su cuerpo paraque lo hiciera. Ésta última época, difícil, cargada de problemas, se privó de loscaballos. A ver si esta semana iba a San Cristóbal. Cabalgaría solitario, bajo losárboles, junto al río, como antaño, y se sentiría rejuvenecido. « Ni los brazos deuna hembra son tan afectuosos como el lomo de un alazán» .Dejó de remar cuando sintió un calambre en el brazo izquierdo. Después desecarse la cara, se miró el pantalón, a la altura de la bragueta. Nada. Seguía aoscuras. Los árboles y arbustos de los jardines de la Estancia Radhamés eranunas manchas oscuras, bajo un cielo limpio, repleto de lucecitas titilantes. ¿Cómoera el verso de Neruda que gustaba tanto a las cotorras amigas de la moralista?« Y tiritan azules los astros a lo lejos» . Ésas viejas tiritaban soñando con quealgún poeta les rascara la comezón. Y sólo tenían cerca a Chirinos, eseFrankenstein. Otra vez lo atacó una risita abierta, algo que rara vez le ocurría enestos tiempos.Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse. Prendió la radio. EnLa Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. Hasta hacía algunosaños, los boletines comenzaban a las cinco. Pero, cuando su hermano Petán,propietario de La Voz Dominicana, supo que él se despertaba a las cuatro,adelantó el noticiero. Las demás emisoras lo imitaron. Sabían que él escuchabaradio mientras se rasuraba, bañaba y vestía, y se esmeraban.La Voz Dominicana, luego de un jingle del Hotel Restaurante El Conde,anunciando una velada bailable con Los Colosos del Ritmo, bajo la dirección delprofesor Gatón y el cantante Johnny Ventura, destacó el premio Julia Molinaviuda de Trujillo a la Madre más Prolífica. La ganadora, doña AlejandrinaFrancisco, con veintiún hijos vivos, al recibir la medalla con la efigie de laExcelsa Matrona, declaró: « Mis veintiún hijos darán la vida por el Benefactor, sise la pide» . « No te creo, pendeja» .Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia que lo hacíadesde que era un mozalbete en la prángana, en San Cristóbal. Cuando no sabíasiquiera si su pobre madre, a la que el país entero rendía homenaje por el Día delas Madres (« Manantial de caritativos sentimientos y madre del perínclito varónque nos gobierna» , dijo el locutor), tendría habichuelas y arroz para dar esanoche a las ocho bocas de la familia. La limpieza, el cuidado del cuerpo y elatuendo habían sido, para él, la única religión que practicaba a conciencia.Después de otra larga lista de visitantes a casa de Mamá Julia, paracumplimentarla por el Día de las Madres (pobre vieja, recibiendo impertérritaesa caravana de colegios, asociaciones, institutos, sindicatos, y agradeciendo consu débil vocecita las flores y cumplidos), comenzaron los ataques a los obisposReilly y Panal, « que no nacieron bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestraluna» . (« Bonito» , pensó), « y se inmiscuy en en nuestra vida civil y política,pisando los terrenos de lo penal» . Johnny Abbes quería entrar al Colegio SantoDomingo y sacar de su refugio al obispo yanqui. « ¿Qué puede pasar, Jefe? Losgringos protestarán, por supuesto. ¿No protestan por todo, hace ya tiempo? PorGalíndez, por el piloto Murphy, por las Mirabal, por el atentado a Betancourt ymil cosas más. Qué importa que ladren en Caracas, Puerto Rico, Washington,New York, La Habana. Importa lo que pasa aquí. Sólo cuando los ensotanados seasusten dejarán de conspirar» . No. Aún no había llegado el momento de tomarcuentas a Reilly, o al otro hijo de puta, el españolete del obispo Panal. Llegaría,pagarían. A él no lo engañaba el instinto. No tocar un pelo a los obispos por ahora,aunque siguieran jodiendo, como lo hacían desde el domingo 25 de enero de1960 —¡año y medio y a!—, cuando la Carta Pastoral del Episcopado fue leídaen todas las misas, inaugurando la campaña de la Iglesia católica contra elrégimen. ¡Los maldecidos! ¡Los cuervos! ¡Los eunucos! Hacerle eso a él,condecorado en el Vaticano, por Pío XII, con la Gran Cruz de la Orden Papal deSan Gregorio. En La Voz Dominicana, Paino Pichardo recordaba, en un discursopronunciado la víspera en su condición de secretario de Estado del Interior yCultos, que el Estado llevaba gastados sesenta millones de pesos en esa Iglesiacuyos « obispos y sacerdotes hacen ahora tanto daño a la grey católicadominicanas» . Cambió el dial. En Radio Caribe leían una carta de protesta decentenares de obreros porque no se incluyó sus firmas en el Gran ManifiestoNacional « contra las maquinaciones perturbadoras del obispo Tomás Reilly,traidor a Dios y a Trujillo y a su condición de varón, que, en vez de permaneceren su diócesis de San Juan de la Maguana corrió, como rata asustada, aesconderse en Ciudad Trujillo entre las faldas de las monjas norteamericanas delColegio Santo Domingo, cuevario del terrorismo y la conspiración» . Cuando oyóque el Ministerio de Educación había privado de oficialidad al Colegio SantoDomingo, por « colusión de esas monjas foráneas con las intrigas terroristas delos purpurados de San Juan de la Maguana y de La Vega contra el Estado» ,volvió a La Voz Dominicana, a tiempo para oír anunciar al locutor otra victoriadel equipo dominicano de polo, en París, donde, « en el hermoso campo deBagatelle, luego de derrotar a los Leopards por cinco a cuatro, obtuvo la CopaAperture, deslumbrando a la entendida concurrencia. Ramfis y Radhamés, losmás aplaudidos jugadores» . Una mentira, para engatusar a los dominicanos. Y aél. Sintió en la boca del estómago la acidez que lo acometía cada vez que pensabaen sus hijos, esos exitosos fracasos, esas desilusiones. ¡Jugando polo en París ytirándose francesas, mientras su padre libraba la más dura batalla de suexistencia!Se enjuagaba la cara. Su sangre se volvía vinagre cuando pensaba en sushijos. Dios mío, no era él quien había fallado. Su raza era sana, un padrilloreproductor de gran alzada. Ahí estaban, para probarlo, los hijos que su lecheprocreó en otros vientres, el de Lina Lovatón sin ir más lejos, robustos, enérgicos,que merecían mil veces ocupar el lugar de ese par de zánganos, de esasnulidades con nombres de personajes de ópera. ¿Por qué consintió que laPrestante Dama pusiera a sus hijos los nombres de Aída, esa ópera que en malahora vio en New York? Les trajeron mala suerte; habían hecho de ellos unospay asos de opereta, en vez de hombres de pelo en pecho. Bohemios, haraganessin carácter ni ambición, buenos sólo para la parranda. Salieron a sus hermanos,no a él. Eran tan inútiles como Negro, Petán, Pipi, Aníbal, esa caterva de pillos,parásitos, zánganos y pobres diablos que eran sus hermanos. Ninguno habíasacado ni un millonésimo de su energía, voluntad, visión. ¿Qué pasaría con estepaís cuando él muriera? Seguro que Ramfis ni siquiera era tan bueno en la camacomo decía la fama que los adulones le echaron encima. ¡Se tiró a Kim Novak!¡Se tiró a Zsa Zsa Gabor! ¡Pasó por las armas a Debra Paget y a medioHollywood! Vaya mérito. Regalándoles Mercedes Benz, Cadillacs y abrigos devisón hasta el loco Valeriano se tiraba a Miss Universo y a Elizabeth Tay lor.Pobre Ramfis. Él sospechaba que ni siquiera le gustaban tanto las mujeres. Legustaba la apariencia, que dijeran es el mejor montador de este país, mejortodavía que Porfirio Rubirosa, el dominicano famoso en el mundo por el tamañode su verga y sus proezas de cabrón internacional. ¿También jugaba polo con sushijos, allá en Bagatelle, el Gran Estuprador? La simpatía que sentía por Porfiriodesde que formó parte de su cuerpo de ayudantes militares, sentimiento que semantuvo a pesar del fracaso del matrimonio con su hija may or, Flor de Oro, lemejoró el humor. Porfirio tenía ambición y se había tirado grandes hembras,desde la francesa Danielle Darrieux hasta la multimillonaria Bárbara Hutton, sinregalarles un ramo de flores, más bien exprimiéndolas, haciéndose rico a costade ellas.Llenó la bañera con sales y burbujas y se hundió en ella con la intensasatisfacción de cada amanecer. Porfirio se dio siempre buena vida. Sumatrimonio con Bárbara Hutton duró un mes, lo indispensable para sacarle unmillón de dólares al contado y otro en propiedades. ¡Si Ramfis o Radhamésfueran al menos como Porfirio! Ése güevo viviente chorreaba ambición. Y,como todo triunfador, tenía enemigos. Siempre andaban deslizándole chismes,aconsejándolo que sacara a Rubirosa de la carrera diplomática pues susescándalos mancillaban la imagen del país. Envidiosos. Qué mejor propagandapara la República Dominicana que un güevo así. Desde que estaba casado conFlor de Oro querían que le arrancara la cabeza al mulato fornicador que sedujo asu hija, ganándose su admiración. No lo haría. Él conocía a los traidores, loshusmeaba antes de que supieran que iban a traicionar. Por eso estaba todavía vivoy tanto judas se pudría en La Cuarenta, La Victoria, en isla Beata, en las barrigasde los tiburones o engordaba a los gusanos de la tierra dominicana. Pobre Ramfis,pobre Radhamés. Menos mal que Angelita tenía algo de carácter y permanecíajunto a él.Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de aguacaliente y fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echabadesodorante y talco prestó atención a Radio Caribe, que expresaba las ideas yconsignas del « malvado inteligente» , como llamaba a Johnny Abbes cuandoestaba de buen humor.Despotricaba contra « la rata de Miraflores» , « la escoria venezolana» , y ellocutor, poniendo la voz que correspondía para hablar de un maricón, afirmabaque, además de hambrear al pueblo venezolano, el Presidente RómuloBetancourt había traído la sal a Venezuela, pues ¿no acababa de estrellarse otroavión de la Línea Aeropostal Venezolana con un saldo de sesenta y dos muertos?El mariconazo ese no se saldría con la suy a. Consiguió que la OEA le impusieralas sanciones, pero ganaba el que reía último. Ni la rata del Palacio deMiraflores, ni Muñoz Marín, el narcómano de Puerto Rico, ni el pistolerocostarricense de Figueres, lo inquietaban. La Iglesia, sí. Perón se lo advirtió, alpartir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: « Cuídese de los curas, Generalísimo.No fue la rosca oligárquica ni los militares quienes me tumbaron; fueron lassotanas. Pacte o acabe con ellas de una vez» . A él no lo iban a tumbar. Jodían,eso sí. Desde ese negro 25 de enero de 1960, hacía un año y cuatro mesesexactamente, no habían dejado un solo día de joder. Cartas, memoriales, misas,novenas, sermones. Todo lo que la canalla ensotanada hacía y decía contra élrebotaba en el exterior, y los periódicos, radios y televisiones hablaban de lainminente caída de Trujillo, ahora que « la Iglesia le viró la espalda» .Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias, que Sinforoso había dobladola víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisablanca de cuello y la corbata azul con motas blancas que llevaría esta mañana.¿A qué dedicaba sus días y sus noches el obispo Reilly en el Santo Domingo? ¿Atirarse monjas? Eran horribles, algunas con pelos en la cara. Él se acordaba,Angelita estudió en ese colegio, el de la gente decente. Sus nietecitas también.Cómo lo habían adulado esas monjas, hasta la Carta Pastoral. Tal vez JohnnyAbbes tenía razón y era hora de actuar. Puesto que los manifiestos, los artículos,las protestas de las radios y la televisión, de las instituciones, del Congreso, no losescarmentaban, golpear. ¡El pueblo lo hizo! Desbordó a los guardias puestos allípara proteger a los obispos extranjeros, irrumpió en el Santo Domingo y en elobispado de La Vega, sacó de los pelos al gringo Reilly y al español Panal, y loslinchó. Vengó la afrenta a la patria. Se enviarían pésames y excusas al Vaticano,al Santo Padre Juan Pendejo —Balaguer era un maestro escribiéndolas— y secastigaría ejemplarmente a un puñado de culpables, elegidos entre criminalescomunes. ¿Escarmentarían los otros cuervos, cuando vieran los cadáveres de losobispos descuartizados por la ira popular? No, no era el momento. Nada de dar unpretexto para que Kennedy diera gusto a Betancourt, Muñoz Marín y Figueres yordenara un desembarco. Guardar la cabeza fría y proceder con cautela, comoun marina.Pero lo que la razón le dictaba no convencía a sus glándulas. Tuvo que dejarde vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos los vericuetos de su cuerpo, ríode lava trepando hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados,contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, loacercaba al infarto. La otra noche, en la Casa de Caoba, la rabia lo llevó al bordedel síncope. Se fue calmando. Siempre supo controlarla, cuando hizo falta:disimular, mostrarse cordial, afectuoso, con las peores basuras humanas, esasviudas, hijos o hermanos de los traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplirtreinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país.Estaba empeñado en la complicada tarea de sujetarse las medias con lasligas, para que no tuvieran arrugas. Ahora, qué agradable era dar curso a la rabiacuando no había en ello riesgo para el Estado, cuando se podía dar su merecido alas ratas, sapos, hienas y serpientes. Las panzas de los tiburones eran testigos deque no se había privado de ese gusto. ¿No estaba, allá en México, el cadáver delpérfido gallego José Almoina? ¿Y el del vasco Jesús de Galíndez, otra sierpe quepicaba la mano en que comía? ¿Y el de Ramón Marrero Aristy, quien creyó que,por ser escritor famoso, podía dar informes a The New York Times contra elgobierno que le pagaba borracheras, ediciones y putas? ¿Y los de las treshermanitas Mirabal, que jugaban a comunistas y heroínas, no estaban ahí,testimoniando que cuando él soltaba la rabia no había represa que la atajase?Hasta Valeriano y Barajita, los loquitos de El Conde, podían dar fe al respecto.Se quedó con el zapato en el aire, recordando a la celebérrima parejita. Todauna institución en ciudad colonial. Moraban bajo los laureles del parque Colón,entre los arcos de la catedral, y, a la hora de más afluencia, aparecían en laspuertas de las elegantes zapaterías y joyerías de El Conde, haciendo su númerode locos para que la gente les tirara una moneda o algo de comer. Él había vistomuchas veces a Valeriano y Barajita, con sus harapos y absurdos adornos.Cuando Valeriano se creía Cristo, arrastraba una cruz; cuando Napoleón, blandíasu palo de escoba, rugía órdenes y cargaba contra el enemigo. Un casé deJohnny Abbes informó que el loco Valeriano se había puesto a ridiculizar al jefe,llamándolo Chapita. Le dio curiosidad. Fue a espiar, desde un auto con vidriososcuros. El viejo, con su pecho lleno de espejitos y tapas de cerveza, sepavoneaba, luciendo sus medallas con aire de pay aso, ante un corro de genteasustada, dudando entre reírse o escapar. « Aplaudan a Chapita, pendejos» ,gritaba Barajita, señalando el pecho rutilante del loco. Él sintió, entonces, laincandescencia corriendo por su cuerpo, cegándole, urgiéndolo a castigar alatrevido. Dio la orden, en el acto. Pero, a la mañana siguiente, pensando que,después de todo, los locos no saben lo que hacen, y que, en vez de castigar aValeriano, había que echar mano a los graciosos que habían aleccionado a lapareja, ordenó a Johnny Abbes, en un amanecer oscuro como éste: « Los locosson locos. Suéltalos» . Al jefe del Servicio de Inteligencia Militar se le agestó lacara: « Tarde, Excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo. Vivos, comousted mandó» .Se puso de pie, y a calzado. Un estadista no se arrepiente de sus decisiones. Élno se había arrepentido jamás de nada. A ese par de obispos los echaría vivos alos tiburones. Inició la etapa del aseo de cada mañana que hacía con verdaderadelectación, recordando una novela que ley ó de joven, la única que teníasiempre presente: Quo Vadis? Una historia de romanos y cristianos, de la quenunca olvidó la imagen del refinado y riquísimo Petronio, árbitro de la elegancia,resucitando cada mañana gracias a los masajes y abluciones, ungüentos,esencias, perfumes y caricias de sus esclavas. Si él tuviera tiempo, hubiera hecholo que el árbitro: toda la mañana en manos de masajistas, pedicuristas,manicuristas, peluqueros, bañadores, luego de los ejercicios para despertar losmúsculos y activar el corazón. Se hacía un masaje corto al mediodía, después delalmuerzo, y, con más calma, los domingos, cuando podía distraer dos o tres horasa las absorbentes obligaciones. Pero, no estaban los tiempos para relajarse conlas sensualidades del gran Petronio. Debía contentarse con estos diez minutosechándose el perfumado desodorante Yardley que le enviaba de New YorkManuel Alfonso —pobre Manuel, cómo seguiría, luego de la operación—, y lasuave crema humectante francesa para la tez Bienfait du Matin, y el agua decolonia, también Yardley, con una ligera fragancia a maizales con que sefriccionó el pecho. Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos delbigotillo semimosca que llevaba hacía veinte años, se talqueó la cara conprolijidad, hasta disimular bajo una delicadísima nube blanquecina aquellamorenez de sus maternos ascendientes, los negros haitianos, que siempre habíadespreciado en las pieles ajenas y en la suya propia.Estuvo vestido, con chaqueta y corbata, a las cinco menos seis minutos. Locomprobó con satisfacción: nunca se pasaba de la hora. Era una de sussupersticiones; si no entraba a su despacho a las cinco en punto, algo maloocurriría en el día.Se acercó a la ventana. Seguía oscuro, como si fuera media noche. Perodivisó menos estrellas que una hora antes. Lucían acobardadas. Estaba porasomar el día y pronto se correrían. Cogió un bastón y fue hacia la puerta.Apenas la abrió, oy ó los tacos de los dos ayudantes militares:—Buenos días, Excelencia.—Buenos días, Excelencia.Les contestó con una inclinación de cabeza. De un vistazo, supo que estabancorrectamente uniformados. No admitía la dejadez, el desorden, en ningúnoficial o raso de las Fuerzas Armadas, pero, entre los ayudantes, el cuerpoencargado de su custodia, un botón caído, una mancha o arruga en el pantalón oguerrera, un quepis mal encajado, eran faltas gravísimas, que se castigaban convarios días de rigor y, a veces, expulsión y retorno a los batallones regulares.Una ligera brisa mecía los árboles de la Estancia Radhamés, mientras loscruzaba, escuchando el susurro de las hojas, y, en el establo, de nuevo el relinchode un caballo. Johnny Abbes, informe sobre la marcha de la campaña, visita a laBase Aérea de San Isidro, informe de Chirinos, almuerzo con el marine, tres ocuatro audiencias, despacho con el secretario de Estado del Interior y Cultos,despacho con Balaguer, despacho con Cucho Alvarez Pina, el presidente delPartido Dominicano, y paseo por el Malecón, después de saludar a Mamá Julia.¿Iría a dormir a San Cristóbal, a quitarse el mal sabor de la otra noche?Entró a su despacho, en el Palacio Nacional, cuando su reloj marcaba lascinco. En su mesa de trabajo estaba el desay uno —jugo de frutas, tostadas conmantequilla, café recién colado—, con dos tazas. Y, poniéndose de pie, la siluetablandengue del director del Servicio de Inteligencia, el coronel Johnny AbbesGarcía:—Buenos días, Excelencia.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now